Columna de Óscar Contardo: El origen del desconsuelo
La entrega de los resultados de la prueba de selección universitaria de este año añadió un nuevo elemento al rito anual en torno a los puntajes obtenidos por los egresados de educación media. Cada mes de enero la liturgia se mece entre la celebración de los puntajes nacionales, con el éxito casi siempre reservado a los colegios privados de comunas ricas, y la autoflagelación crónica sobre el fracaso de la educación pública municipal. Este patrón se repite desde hace cuatro décadas, pero en esta temporada cobró otra narrativa con la desaparición de los llamados “liceos emblemáticos” de los lugares de prominencia en el listado de los mejores puntajes del año. Era habitual que los emblemáticos, un puñado de establecimientos de Santiago encabezados por el Instituto Nacional y el Liceo 1, figuraran entre los cien mejores desempeños en las pruebas de selección. Eso cambió, ya no están más: la lista de los cien mejores puntajes promedio de la PAES es dominada por colegios privados y subvencionados, la mayoría de los barrios del nororiente de la capital, incluyendo tan solo tres liceos municipales que suman apenas 173 alumnos.
Todo indica que el factor principal para que esto sea así es el fin de la selección, es decir, el mecanismo por el cual algunos liceos aseguraban un perfil de alumnos de alto rendimiento, separando el músculo de la grasa, la pulpa del hollejo. Solamente que en este caso no se trataba de un producto mejorado que se ofrece, sino de personas, estudiantes. Lo que sucediera con las personas descartadas, es decir con aquellos que no lograban un cupo en esos liceos, es irrelevante en la lógica de la meritocracia, porque según ese discurso, el espacio de los destinados a prosperar siempre será para unos pocos, un número demográficamente pequeño que apenas tiña el color dominante en el podio destinado a los mejores. En asuntos como este, la mayoría demográfica -aquellos que acuden a la educación pública- queda reducida a una minoría simbólica o “emblemática”.
La existencia de los liceos emblemáticos, con su historia y su figuración en el ranking anual, era una especie de consuelo frente al declive de la educación pública. Para las familias de los sectores medios y de clase trabajadora de la capital, encarnaban la única esperanza de que su hijo o hija lograra una formación académica que le diera una oportunidad de avanzar. Este anhelo, concreto y respaldado por los hechos, además, resultaba coherente con un rasgo cultural arraigado, que exige un relato biográfico sacrificial de mucho esfuerzo a quienes vienen de abajo para justificar, en primer lugar, su ambición de prosperidad y luego su historial de ascenso. Las dificultades para lograr un cupo en los liceos emblemáticos calzaban con ese rasgo de nuestra manera de entender el progreso desde la precariedad: es una tarea individual, expuesta a las humillaciones y armada de resignación. Ahora que esos liceos han perdido el rango de símbolo y de meta, los referentes se desplomaron, la ilusión desapareció. Quienes diseñaron el nuevo sistema no supieron levantar un símbolo que lo sustituyera o no consideraron relevante hacerlo. Se equivocaron.
Para gran parte de la opinión pública la desaparición de los emblemáticos del ranking resulta imperdonable, otro signo de fracaso, independiente de que los hechos indiquen otra cosa: según cifras oficiales, el Programa de Acceso a la Educación Superior ha logrado facilitar el acceso a la universidad para estudiantes de familias vulnerables, incrementando la probabilidad de llegar a las mejores universidades. Pero informes como este no tienen la fuerza de un ranking anclado en una forma de vida y una cultura arraigada.
Uno de los argumentos de los sectores conservadores para frenar los cambios políticos exigidos desde hace años ha sido tacharlos de refundacionales y acusar a quienes los promueven de querer empezar todo de cero. Lo curioso es que esos mismos sectores respaldaron el desmantelamiento de una tradición de educación pública fraguada desde el Estado durante el siglo XX, para levantar otra muy distinta durante la dictadura. Fue una revolución sigilosa, que transfirió la iniciativa de ampliar el sistema de educación del Estado a los privados; una refundación puesta en marcha sin debate alguno y bajo la amenaza de la bota militar. Además de las intervenciones masivas a establecimientos escolares, las exoneraciones de profesores, el cierre de las escuelas normales y el acoso al Pedagógico (despidiendo, deteniendo o desapareciendo académicos y alumnos), la dictadura redujo en un 24% el gasto fiscal en educación. A esa reducción le siguió una política que precarizó sistemáticamente a los docentes: un profesor de educación media con 30 años de servicio que en 1972 ganaba 42 mil pesos, en 1982 recibía 26 mil, según registraron Larissa Adler y Ana Melnick en su libro El caso de los profesores de Chile. ¿Estos cambios mejoraron los índices anteriores? Todo indica que no. En 1983, 10 años después del Golpe, se aplicó el Programa de Evaluación de Rendimiento, pero sus resultados no fueron dados a conocer. Poco tiempo después el régimen municipalizó las escuelas y liceos, lo que combinado con la segregación territorial acabó en lo obvio: las comunas pobres -la gran mayoría- tendrían una educación precaria. Aquella refundación quedó asegurada en su permanencia gracias los amarres de la Constitución aprobada por el régimen.
En la edición del día 9 de julio de 1989 el diario El Mercurio publicó la siguiente carta en su página de opinión editorial: “El sábado 1 de julio apareció en su prestigioso diario un aviso que decía: ‘Se necesita asesora del hogar, ofrezco 35 mil pesos más imposiciones’. Un profesor de Estado, con horario completo (30 horas), gana tres mil pesos más (…). Estos son los hechos, no deseo comentar para no sesgar la información”. El autor resguardaba su identidad y firmaba con un número de carnet. Ocho meses después, la dictadura llegaba a su fin. La situación de los profesores descrita por esa carta no ha cambiado mucho desde esa fecha hasta ahora. Tampoco la lógica con la que se debate la política educacional.
Comenta
Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.