En 2014 viajé a Villa Baviera. Estaba trabajando en un perfil sobre Paul Schafer que finalmente nunca escribí. Cancelé el proyecto porque no tuve acceso a fuentes en Alemania, pero guardé el material recopilado. Mientras estuve en Villa Baviera hablé con la hija de un colono que en ese momento cumplía condena en la cárcel de Chillán por el delito de complicidad en la violación de cuatro niños. El relato que ella me hizo de su infancia contenía todos los detalles de abusos que ya eran de dominio público, sin embargo, mencionó una escena trivial que se me quedó grabada en la memoria. Ocurrió en el baño de un instituto profesional de Concepción al que ella había acudido a un curso de cocina cuando el poder de Schafer estaba en declive. Me dijo que mientras permanecía en la caseta de servicio escuchó la conversación de un grupo de compañeras; notó que hablaban de ella, bromeaban sobre la manera en que se vestía. Hasta ese momento, me explicó, ella no había tomado conciencia que sus ropas y zapatos era extraños: Schafer obligaba a las mujeres a fabricar sus atuendos con la ropa vieja de los varones y a usar los bototos que ellos desechaban. Era un detalle de la vida cotidiana, entre muchos otros, en los que se mezclaba misoginia, violencia física y un control total sobre la sexualidad de los colonos: hubo personas mayores de cuarenta años, que sólo supieron en qué consistía la reproducción humana después de que Schafer fuera capturado. La mujer que entrevisté me explicó que, para ella, eso era la normalidad.
A la luz de los antecedentes, resulta imposible que quienes visitaron Villa Baviera mientras Schafer vivía no se dieran cuenta que algo andaba mal en esa forma de vida. Tal vez no fueron testigos de los crímenes de su líder, pero sí del férreo control de un fanático religioso con pasado nazi que les prohibía a los colonos mantener contacto con el exterior y mantenía a los padres separados de sus niños.
Desde la creación de la colonia hubo denuncias sobre las perversiones que se cometían dentro, hubo intentos de investigar, pero Schafer tenía trato directo con los caudillos de la zona que lo defendían. Después del Golpe de Estado las posibilidades de indagar en el caso se esfumaron: los líderes de la colonia colaboraron estrechamente con los servicios de represión de la dictadura, participando en la tortura y desaparición de opositores. Los lugartenientes y testaferros del predicador alemán gozaron de impunidad gracias a una tupida red de protección tejida por dirigentes políticos y simpatizantes de la colonia. Entre quienes se oponían a investigar las denuncias, estaba Víctor Pérez, el actual ministro del Interior, alcalde designado de la vecina ciudad de Los Ángeles entre 1981 y 1987.
En 1995, mientras era diputado, Pérez calificó de “tendenciosas” las acusaciones contra Schafer, dijo que las denuncias eran falsas y rechazó la formación de una comisión investigadora. Luego, durante el primer gobierno de Sebastián Piñera, apoyó la frustrada designación de un amigo de Schafer como gobernador del Biobio. No sé si Víctor Pérez actualmente estará arrepentido de la defensa que hizo del difunto líder de Villa Baviera, y no creo que su rol de senador lo obligara a dar cuenta del papel que tuvo en esos episodios de la historia reciente. Otra cosa es su nueva responsabilidad en el gabinete. Resultaría perturbador que un ministro del Interior no aclare públicamente qué tan cercano fue al círculo de Schafer y cuánto contribuyó a frenar las investigaciones en su contra. Las responsabilidades actuales deberían obligarlo a zanjar un tema de relevancia internacional sobre algo tan turbio. Pasar por alto el asunto sería una mala señal, algo así como el anuncio de un retorno a otra época, a cuando los crímenes más atroces ocurrían sin que nadie se inquietara, bajo la protección de un Estado utilizado para instalar el miedo como herramienta de control social. Si el ministro Pérez no explica la cercanía que mantuvo con la Colonia Dignidad, en lugar de prometer un futuro posible, el cambio de gabinete debería ser interpretado entonces como el regreso a una vieja normalidad de la que tanto nos costó tomar distancia.