Quedamos atrapados en una nube viscosa de palabreo sin sentido. La promesa de diálogo ofrecida por la actual oposición y sus aliados, no fue más que un eslogan de campaña que apenas pudieron, sepultaron. Todos los impulsos de cambio han quedado anestesiados y sedados por la sensación de triunfo de un sector que asumió el nuevo escenario como si nada hubiera ocurrido entre octubre de 2019 y septiembre de 2022. Las demandas de una nueva distribución del poder fueron anuladas por un discurso que las redujo a actividades delictivas que nada tenían que ver con la política. Todo lo acontecido no fue más que un lamentable tropiezo que es necesario olvidar; el estallido no fue fruto de los abusos sino de una pulsión siniestra avalada por fuerzas oscuras. Han sabido exprimir un triunfo, el de la opción Rechazo, que privatizaron de manera instantánea y eficaz: una salida que se cierra, una puerta que se clausura, un acuerdo que se firma como una capitulación.
Mientras eso ocurre, quienes secuestraron la sensatez y la moderación como adjetivos para describir la inmovilidad y presentar la parálisis como una virtud eligiendo el color amarillo como emblema de la indefinición, han fracasado en su intento por demostrar que no son otra cosa que un puñado de dirigentes conduciéndose bajo los instintos habitualmente exhibidos durante los lustros pasados. Dos movimientos -Amarillos y Demócratas- con muchas destrezas mediáticas y escasos adherentes que, por extrañas circunstancias, reciben una cobertura digna de los grandes partidos, aunque su padrón de militantes es más propio de un club que de una tienda política. Los espejismos siguen rindiendo frutos, en este caso, el de la representación del centro político, esa tierra prometida fronteriza con la anhelada derecha liberal moderna, aquella que se promocionaba anunciando haber cortado amarras con el pinochetismo y ofrecía trocar el conservadurismo de adobe y cocina a leña, por un liberalismo de loft y energías renovables. Ese proyecto de Evolución Política, o Evópoli, que cumplía una década esta semana, acabó celebrando su aniversario sin la concurrencia de sus fundadores y principales figuras. Un partido desangrado de identidad propia y sin demostrar intención por levantar un cortafuego que lo distancie del populismo de ultraderecha.
La confianza en las instituciones sigue en un pozo, y parece no haber intención de rescatarla. Para la opinión pública el parlamento, a estas alturas, es una caja de resonancia de chimuchinas de baja calaña azuzadas por personalidades estrambóticas con estados de conciencia alterados y escaso control de impulsos. En lugar de estar enfrentando los problemas de seguridad, la debacle del sistema de isapres, los desafíos laborales, medioambientales o la corrupción galopante en los municipios, los y las congresistas -no todos, pero sí los más ruidosos- ocupan su tiempo en acusaciones constitucionales absurdas contra los ministros de un gobierno que da señales de debilidad extrema y torpeza consuetudinaria. Informes que nadie revisa, datos que no se constatan, indultos que acaban como bombas explotando en mitad de la sala y una nominación para fiscal nacional con el regusto amargo del fracaso.
El propio proceso para la elección del nuevo jefe del Ministerio Público es una ilustración a escala del grave empantanamiento en el que estamos consumiéndonos. En primer lugar, un diseño estructural perverso que obliga a los candidatos a negociaciones políticas reñidas con el espíritu del cargo al que aspiran; en segundo lugar, una forma de entender el ascenso a los espacios de poder que pone por encima de todo -capacidades, logros profesionales, virtudes cívicas- las redes de contactos y compadrazgos. Que el principal atributo para ejercer un cargo de esa importancia haya sido a la larga, las espesas redes de amistad y las relaciones de cercanía social del candidato, dice mucho del modo en que nuestra democracia funciona y explica el rechazo que provoca la elite política en gran parte de la opinión pública. A pocos días de haber asumido en su cargo, un reportaje de Ciper describe la incómoda cercanía del nuevo fiscal nacional con quienes estuvieron a cargo de municipios indagados por sospechas de corrupción. Un contrasentido espinoso para una sociedad desconfiada del sistema de justicia y harta de la impunidad. Para un extenso número de ciudadanos y ciudadanas, no existe distinción de partidos ni de tendencias: todos son lo mismo. No es que ignoren los rudimentos ideológicos que sustentan, es que no les creen que sean esos valores los que los mueven. ¿Están equivocados por pensar así? Para sus efectos y sus vidas cotidianas no lo están. El eco que llega hasta ellos es que, a fin de cuentas y pase lo que pase, la elite política y económica estará a salvo de caer o padecer una crisis como la que atravesamos. Siempre habrá para ellos un asado de fin de semana con amigos para ayudar a pasar las penas. Desde la distancia de una vida a contracorriente del destino y merodeada por la rabia, ese es un privilegio fronterizo con la impunidad. La nobleza de intenciones debe estar acompañada de discreción, sobre todo cuando se habita la cima del poder.
Chile no cambió y no hay mayores señales de que pueda hacerlo. Todas las esperanzas y promesas acabaron estrelladas en un muro de realidad que, como el dique desbordado durante el estallido, nuevamente está conteniendo las demandas y el descontento existentes. Hasta el momento quienes podrían marcar la diferencia no lo están haciendo, prefieren buscar en la debacle una oportunidad y seguir pirquineando ganancias a corto plazo a costa de un futuro cada vez más difícil de mirar de frente.