Columna de Óscar Contardo: Hablar de plata



Hace un par de años recibí una llamada de la representante de una fundación que me pedía colaborar donando ejemplares de mis libros para una biblioteca. La solicitud me sorprendió, principalmente porque la fundación estaba vinculada a una de las fortunas más importantes del país, de esas que aparecen en las listas de la revista Forbes. Aunque me parecía abusivo lo que me estaban proponiendo, sencillamente me excusé sin mencionar el tema de fondo: ¿Por qué tenía que regalarles mi trabajo?

Hablar de dinero me incomoda profundamente. Sé que no es una disposición psicológica particular, sino una impronta cultural y, en cierta medida, generacional: a muchos nos enseñaron que la plata no puede ser un tema de conversación, tal vez porque si llega a serlo, nos acaba enfrentando a nuestra propia insignificancia

En un país como el nuestro, la relación con el dinero había sido un tabú de baja intensidad que adquiría distintas formas, y que de cierto modo había sido funcional para nuestra convivencia en la desigualdad. En la antigua clase media, por ejemplo, la idea de que la educación era más importante que el dinero funcionaba como un consuelo para soportar las pellejerías. Saberse ilustrado, más culto que otros, era una forma de hacerse respetar y tener un lugar en el espacio público. En la clase alta el discurso de la sobriedad tradicional como sello de identidad le daba un carácter mítico al poder que se ejercía, vinculándolo con una historia que no dependía de la fortuna familiar o el ciclo económico, sino del pasado común y los códigos compartidos. Por lo tanto, no era necesario hablar de plata. Creo que esa manera de vincularnos con el dinero en el terreno de lo discursivo comenzó a cambiar con el auge del consumo y el ascenso de la promesa meritocrática en los 90, es decir, cuando mi generación ya había entrado en la edad adulta; en las décadas siguientes la ostentación se abrió paso, para luego sufrir una sacudida con la idea de “lucro” asociada a educación, cuyo máximo triunfo fue establecer la demanda de “gratuidad”. El tabú se estaba trizando.

A fines de 2018, un sociólogo me explicó que las personas de más bajos ingresos tenían una percepción distorsionada sobre lo que podía llegar a ganar alguien que ocupara un cargo gerencial. La idea que tenían de un sueldo alto correspondía a un monto que no llegaba ni a la mitad de lo que realmente recibían los ejecutivos en la cima del organigrama de la misma área en la que ellos trabajaban. No concebían siquiera que alguien cobrara un pago mensual tan alto. Sospecho que eso debe haber cambiado al año siguiente con la revuelta de octubre, cuando todas las referencias se remecieron.

En la última década, la sucesión de escándalos de corrupción ocurrida en instituciones que antes se tenían como ejemplos de probidad han revelado cifras de dinero difíciles de dimensionar y que la prensa intenta llevar al plano de lo concreto haciendo las comparaciones de rigor: lo que robaron en Carabineros equivale a tal número de hospitales; lo que defraudaron en el Ejército, a tantas campañas de la Teletón; las mordidas de presupuesto de tal municipio, a determinada cantidad de escuelas. En un extremo esas cifras de miles de millones de pesos, en el otro, el INE informando que el ingreso laboral mediano de las personas que trabajan en Chile es de 420 mil pesos, es decir, la mitad recibe mensualmente ese monto o menos.

La plata comenzó a estar presente en las conversaciones y debates de un modo en el que nunca antes lo había estado: sin pudor. Estamos en medio de una escena en donde todos los biombos se han volcado. Las autoridades desorientadas tratan de responder hablándole a la opinión pública en una lengua muerta que nadie quiere revivir. Algunos se enfrentan a las demandas apelando a la responsabilidad de la ciudadanía, el problema de ese argumento es que no se les puede exigir responsabilidad en sus aspiraciones a quienes repentinamente han visto cómo la sinvergüenzura campeaba por salones, despachos y cócteles, sin que nadie hiciera nada. Menos aun cuando nadie paga por los platos rotos.

El tono y la forma que ha tenido la discusión sobre los retiros de las AFP es una consecuencia y síntoma de que la manera en que nos relacionábamos con el dinero ha cambiado dramáticamente: cada quien quiere lo suyo aquí y ahora. La falta de justicia ha dejado un gran espacio para el desquite.

La mala noticia para la derecha es que la promesa meritocrática ha caído en el descrédito frente a los hechos, y que cada vez que un economista exija mesura por televisión habrá centenares que estarán rastreando por las redes el colegio en el que estudió, los directorios por los que ha pasado y el sueldo mensual que recibe para compararlo con el propio. Apelar tanto al esfuerzo ajeno desentendiéndose del lugar desde el que hablan terminó pasando la cuenta. La mala noticia para la izquierda es que esta nueva manera de hablar de dinero parece mas afín al individualismo y al espíritu de competencia que a la ensoñación solidaria de una comunidad atenta a las necesidades del prójimo. La mala noticia para todos es que, en este caso, una derrota del adversario no siempre significa un triunfo propio.