Fue a partir de la primera década del nuevo milenio cuando se hizo costumbre en los medios descubrir cada tanto la historia de alguien, casi siempre varón, que le había ganado a un destino de pobreza y que ahora podía lucir un presente de lujos. Eran notas de prensa en donde la figura era presentada posando junto a un auto caro o tendida en una reposera frente a la piscina de su residencia, en un condominio a los pies de la cordillera. Mucho símbolo de buen vivir, mucho destello de poder. Eran historias de ascensos que la ética noventera celebraba con entusiasmo. Los casos no eran muchos, lo que aseguraba excepcionalidad; tal vez aparecía uno por semestre, pero se les daba cobertura de algarabía química, presentándolos sobre una bandeja bruñida por el éxtasis que provocaba el credo en la Tercera Vía y la meritocracia. El titular casi siempre usaba el sufijo ABC1, para subrayar que el protagonista de la historia había logrado hacer cumbre en el segmento de consumo más empinado. Las notas de esas historias de ascenso tenían una estructura bien precisa: arrancaba con la enumeración de las dificultades vividas desde la infancia, enseguida aparecía un punto de quiebre, un giro, un padrino generoso, una oportunidad extraordinaria que significaba un pasaje hacia una prosperidad luminosa. El cierre incluía una reflexión o una moraleja sobre la importancia del trabajo duro, frases que aparentemente debían servir de inspiración para los que seguramente no se sacrificaban tanto, y por eso continuaban mascando lauchas en el universo de los derrotados. Aquellos perfiles ahora resultan como un retrato de época, el registro de mentalidad que, desprendida de la historia, tendía a considerar las excepcionalidades que presentaba con fanfarria como una tendencia que, si nos empeñábamos, podía transformarse en norma.
Recordé esas antiguas semblanzas mientras leía, en The Clinic y La Tercera, las entrevistas que concedió la profesora Elisa Araya, en su calidad de nueva rectora de la Umce. Araya es la primera mujer que llega a la rectoría de esa universidad, pero su figura llamó la atención de los medios no sólo por eso, sino porque uno de sus hijos publicó en su cuenta de Twitter que su madre tenía una historia de esfuerzo poco usual entre quienes acceden a esos cargos en Chile: había vivido de allegada, costeado parte de sus estudios vendiendo helado, y para mantenerse en su beca fuera del país, había trabajado aseando casas. A la rectora, sin embargo, le pareció muy extraño que esos aspectos de su biografía fueran considerados “como algo increíble”, porque “así era la vida de muchos chilenos”.
Elisa Araya en lugar de relatar su carrera como una gesta individual, aislada del contexto y producto de decisiones afortunadas, prefiere situarla en el marco de algo mayor, como parte de una cadena que arrancaba con sus abuelos campesinos llegando a la ciudad, continuaba con el trabajo de sus padres, que no alcanzaron a terminar sus estudios escolares y sobrevivieron gracias a oficios manuales, y continuaba con ella y sus hijos. Para ella, su ascenso también es consecuencia de la educación pública en los años 60, de una vivienda social digna y de la política del vaso de leche de los 70.
En una de las entrevistas la rectora Araya se detuvo en un recuerdo en particular: el momento en que con 24 años esperaba el parto de su primer hijo. Estaba en un hospital público y decidió ver lo que el médico tratante había escrito en la ficha. La enfermera le dijo: “¿Y qué lee? ¿Entiende algo acaso?”. La rectora describió esa escena para ilustrar una reflexión sobre los hábitos de maltrato habituales en nuestra convivencia: “Siempre me he preguntado por qué la gente se permite decirle barbaridades a uno sólo porque somos pobres”.
La idea que tenemos del éxito cambia según las circunstancias, los relatos que creamos en torno a él y el nudo de la historia que nos ha tocado vivir. La manera en que percibimos lo que consideramos valioso depende de nuestro entorno y de los mensajes que nos devuelve, como el reflejo frente a un espejo, el ambiente más allá de nuestro círculo. En nuestro caso, esos mensajes tienden a ser extremadamente parciales, porque vivimos en una sociedad que funciona como un conjunto de círculos que apenas confluyen y sólo de vez en cuando se intersectan. Durante mucho tiempo decidimos cultivar con dedicación esa manera de relacionarnos, esquivando el reflejo del paisaje total del país en el que estábamos viviendo, recortando del encuadre los fracasos, reconcentrándonos en el sonido de un alhajero invisible, ocultando todo aquello que nos recordara que por cada triunfo para exhibir en la portada, había cientos de miles de fracasos amontonados en el anonimato y la frustración, encerrados en un mundo estrecho.
Algunos se tomaron la historia de la rectora Araya como uno de esos testimonios de esperanza de antaño, sólo que sin lujos. Pero ella aclaró que con su vida no pretende darle esperanzas a nadie, lo que realmente anhela es otra cosa: que la sociedad sea justa. Nada más, nada menos.