Antes existía un país en el que un millonario podía decir, por ejemplo, que su fortuna no tenía nada que ver con el lugar en el que había nacido. Podía sostener que todo lo había logrado porque cuando era niño vendía pollitos y cuando adulto, compraba bancos, fundos y minas. Credenciales suficientes para llegar a ser Presidente de la República. La lógica era simple y seductora: ¿Acaso un país no es una especie de empresa? Lo que necesitaba el Estado era acción y gestión. La candidatura de ese millonario no prosperó, pero la noción de autoridad política que sustentaba sí lo hizo. Mirada de lejos y en el papel, la metáfora del país como una empresa, ajena a la burocracia política, con un Presidente diestro en los negocios a cargo, parecía venida del futuro. Además, era solventada por escuadrones de expertos educados en ultramar en la ciencia de hacer dinero. Sin embargo, mirada en detalle, alcanzaba un inquietante parecido con vínculos de otro tipo, formas de convivencia antiguas, en donde la figura de ciudadanía republicana se desdibuja a tal punto, que podría ser confundida fácilmente por relaciones de dependencia y sumisión. Bajo una cáscara discursiva de modernidad y progreso, alimentada por una prosperidad económica nunca antes vista, hervía una pulsión colonial, que interpretaba las relaciones de quienes tenían el poder -económico y político- con el resto, en términos de servidumbre de señores encomenderos y encomendados, entre patrones e inquilinos. Había un territorio a explotar y una población destinada a ser mano de obra. La tradición indica que los señores nunca dan explicaciones, tampoco asumen responsabilidades, mucho menos reconocen errores. Las instituciones habían sido diseñadas para que así fuera.

En ese país que ya no existe, la confianza era sinónimo de pertenencia sin que a nadie le inquietara. No era algo que alguien debía ganarse, sino un asunto inherente al lugar en el mundo que ocupaba cada quien: la gente de confianza era la gente conocida, y viceversa; un puñado de círculos que se intersectan en distintos puntos. En ese país los generales no robaban, los grandes empresarios no se coludían, los ministros y parlamentarios no mentían, los curas no violaban, los alcaldes no coimeaban, las salmoneras y las mineras no contaminaban y a nadie se le negaba el agua. La modernidad era una envoltura de contactos adecuados que se activaban en una comida de caridad o en una oficina de Las Condes. La estabilidad consistía en no alterar la fórmula, y tratar de cuadrar siempre los discursos de desarrollo y progreso con las prácticas de rígida tradición autoritaria; calzar el culto a los méritos individuales con las arbitrariedades de clasismo cotidiano o defender las virtudes del libre mercado, haciéndoles trampa a sus principios más elementales con un capitalismo de amigotes. Esa contradictoria síntesis era posible, hasta que ya no lo fue más, porque el forcejeo entre los hechos y la representación que de ellos hacían quienes estaban en el poder sobrepasó el límite de lo razonable, de lo psíquicamente tolerable. No se puede mentir y decir la verdad al mismo tiempo. Tampoco hacer negocios mientras se gobierna.

La crisis que comenzó hace dos años cambió de un modo del que aún no somos conscientes las aspiraciones de los chilenos y las chilenas y, sobre todo, la manera en que nos enfrentamos a las autoridades, las jerarquías y al poder en general. Eso ha sido un asunto más profundo que una adhesión ideológica o partidaria, es un cambio en la manera de autopercibirse en el orden general de las cosas. No es casual que la palabra “dignidad” cobrara la significación que cobró: quien reclama dignidad lo hace porque se siente tratado como un sujeto sin importancia, alguien a quien, por ejemplo, se le puede engañar con el precio de los medicamentos, de los alimentos o del gas, sin que ese timo tenga mayor consecuencia. Colusiones organizadas por los mismos círculos que exigen orden y mano dura sin jamás hacerse responsables de lo que siembran. Un mundo que reclama condiciones de estabilidad social, por un lado, y hace trampa a la hora de cobrar lo que vende bajo condiciones privilegiadas, con tal de incrementar aun más las contundentes ganancias, aunque sea a costa de la pobreza ajena en medio de una pandemia y después de un estallido social. Ni hablar de pagar impuestos.

El Presidente Sebastián Piñera ganó una elección prometiendo algo que no cumplió, en un país que ya no existe. Hubo una revuelta, una declaración de guerra, una crisis de derechos humanos. Nunca una autocrítica, menos aun un gesto de humildad. A juzgar por las noticias de esta semana y la decisión de la fiscalía de abrir una investigación en su contra por los negocios entre su familia y su mejor amigo, nada de lo sucedido ha sido lo suficientemente grave para este gobierno como para que evitara avanzar hacia algo peor.

Había maneras menos esperpénticas de cerrar un período presidencial cuyo principal legado hasta ahora ha sido demostrar con hechos el daño estructural que provoca la mezcla tóxica de indolencia política, vacío ético y voracidad económica.