La marejada retrocedió y la resaca resultante dejó una línea de la costa que creíamos perdida. Lo dicho, visto y escuchado tras el triunfo de la opción Rechazo no ha sido exactamente la promesa de volver a dialogar entre quienes piensan diferente, sino el proyecto de reinstalar una versión interesada de lo acontecido a partir del 18 de octubre de 2019. Según este discurso, el estallido no habría sido la consecuencia anunciada, por estudios diversos de investigadores desde hacía varios años, de un hastío generalizado por las condiciones de vida, la experiencia del abuso y el desprestigio de las instituciones. No, nada de eso. Quienes se arrogan la representación del 62 por ciento que desahució la propuesta constitucional han golpeado la mesa, dejando en claro que la revuelta sólo puede interpretarse como una asonada delictual y que todo intento por un acercamiento más profundo al fenómeno puede y debe ser considerado una suerte de justificación de la violencia. Para quienes levantan esta tesis no hubo protestas de descontento, no hubo manifestaciones legítimas, sino puramente actos criminales. Para argumentar han resucitado con fanfarria mediática informes zombis de inteligencia y las versiones sin ningún respaldo -ni del Ministerio Público, ni de la propia policía- sobre un complot fraguado entre organizaciones surgidas de un abanico ideológico que se abría desde los fanáticos del K-pop a unas guerrillas bolivarianas incógnitas.
En esta interpretación de los hechos, el estallido no es la consecuencia de una indolencia política arrastrada por décadas, más específicamente desde que el desprestigio del Parlamento comenzó a crecer, a fines de los 90, para terminar mezclado en un cóctel combustible aliñado por el financiamiento ilegal de los partidos. Tampoco resultan relevantes otros factores, como el abandono de las comunidades -Freirina, Petorca, Quintero- y de la educación pública; o el desplome de las instituciones que generaban confianza; o los grandes casos de abuso y colusión empresarial; o la segregación urbana que ha creado grandes zonas de marginalidad a merced del narco. Menos aun es digna de ser tomada en cuenta la promesa incumplida de la educación superior como vía de prosperidad individual, ni la tragedia de las pensiones miserables. Para las versiones que ignoran las causas complejas y múltiples del estallido, que la mitad de la población logre ingresos de 420 mil pesos o menos es irrelevante. Nada de eso cuenta, nada de eso existe o existió. Lo más fácil y sensato es hablar de los violentos y sólo de los violentos, sin perder el tiempo siquiera en identificarlos con claridad.
Todos los hechos constantes y sonantes en los que se enmarcaba una crisis mayor perdieron peso desde el momento en que la marejada se retiró y comenzaron a asomarse los restos de una flota que, algunos pensábamos, ya estaba desguazada por los acontecimientos. Dentro de las naves de esa flota, las acciones concretas de violencia policial denunciadas y acreditadas por organismos internacionales no significan nada. ¿Informes de violaciones a los derechos humanos? Pamplinas, muéstrenos dónde están las condenas. El mero hecho de esgrimir como argumento para negar la existencia de esas transgresiones, la falta de una condena es, a lo menos, un gesto de desmemoria muy osado en un país que debió organizar dos comisiones de verdad -Rettig y Valech- para reconocer los miles de casos de detención, muerte, desaparición y tortura de personas cometidas por agentes del Estado. Un mínimo de las atrocidades cometidas y de los criminales han sido juzgados hasta lograr una condena, por algo en su momento el Presidente Patricio Aylwin pidió perdón en nombre del Estado.
Considerar que las instituciones deban permanecer libres de crítica y ajenas a reformas es un despropósito cuando hay procesos que toman décadas, como ocurrió con la desaparición de Ricardo Harex en Punta Arenas en 2001. En el caso Harex recién hace una semana, es decir 21 años después de la desaparición, la jueza dictó un auto de procesamiento señalando a los carabineros a cargo de investigar el caso en sus inicios como sospechosos de ocultar información y obstruir a la justicia. Ejemplos abundan.
Proteger y cuidar a Carabineros no es lo mismo que transformarlos en el botín de un sector político que cree que entonando himnos se resuelven los problemas. No se trata de defender o atacar una institución, la línea que algunos interesadamente trazan y vuelven a trazar, se trata de tener la mejor policía posible para todos y todas en un momento en que la criminalidad crece en complejidad al ritmo del narcotráfico y la crisis económica.
Durante las jornadas de protesta que sucedieron al estallido de 2019 hubo saqueos, incendios y actos delictuales que deben ser indagados por el Ministerio Público. Quienes sostengan públicamente que todo aquello fue planificado deberían ser lo suficientemente responsables para explicar en qué sostienen esa opinión, porque de momento no existen pruebas para afirmar tal cosa. Conducirse de otro modo es irresponsable y dañino. Volver sobre la versión del estallido como una especie de erupción ocurrida en un vacío histórico, sin enfrentar las causas y los antecedentes, resulta miope, o peor que eso, una estrategia perversa que busca, una vez más, negarse a la necesidad de cambios y a una nueva Constitución. Tratar de ponerle candado a un portón roto y seguir navegando como si nada sobre una nave que hace agua, por más que de momento luzca como parte de una armada invencible que acaba de reconocer la vieja línea de la costa después del temporal, no salvará a nadie del naufragio.