La línea Kárman es como se conoce al límite entre la atmósfera y el espacio exterior, un punto establecido cien kilómetros sobre el nivel del mar y bautizado así en honor al físico húngaro Teodoro Kárman, pionero de la aeronáutica. La línea es una convención, una referencia; no significa que la atmósfera desaparezca totalmente un metro más arriba, pero sí que a partir de ahí se vuelve cada vez más tenue, cambiando progresivamente las condiciones físicas que hacen posible que un avión corriente se mantenga en vuelo. Todo esto aprendí esta semana después de ver y leer sobre la hazaña de Jeff Bezos, el multimillonario dueño de Amazon, que traspasó esa altura en su propio cohete espacial. Lo hizo nueve días después de que otro magnate, el británico Richard Branson, alcanzara los 80 kilómetros de altura en su nave privada. Los medios de comunicación cubrieron profusamente ambos vuelos, y como suele pasar en ocasiones como esta, los titulares mencionaron el inicio de una nueva era, la del turismo espacial.
En adelante las expediciones que hasta hace poco asociábamos a gestas científicas y tecnológicas impulsadas por estados y gobiernos para demostrar su poderío y desarrollo serán otra cosa, algo similar al sueño cumplido de varones maduros con el suficiente dinero como para llevar a cabo un capricho costosísimo a gran escala: algunos se compran el equipo de fútbol de sus sueños, otros fabrican su propia nave espacial. La cobertura fue exhaustiva y la puesta en escena bien diseñada: un ingenio fálico elevándose hacia el cielo, un tripulante de 18 años que queda en los registros como la persona más joven en llegar tan alto, y una tripulante de 82 que pasa a la posteridad como la persona de mayor edad en subirse a un cohete. Luego de permanecer 11 minutos mirando el planeta desde fuera, Bezos volvió y dio la conferencia de prensa correspondiente, en donde agradeció a los empleados y clientes de Amazon, “porque ustedes han pagado todo esto”. Una frase tan honesta que fue tomada como un sarcasmo. La fama de Amazon es tanto la de una empresa exitosísima como la de una firma que acumula denuncias de abusos laborales en su país de origen; una compañía que además lanza a la basura millones de artículos nuevos que no logra vender, según han constatado investigaciones de la televisión francesa y británica: arrojar millones de artículos al mar es más barato que mantenerlos en bodega. Por su parte, Jeff Bezos, considerado además la persona más rica del mundo, apareció hace un mes en la lista de los millonarios que apenas pagaban impuesto a la renta, una información difundida por ProPublica. Según ese informe, en 2007 Bezos no pagó ni un dólar en impuestos federales sobre la renta. Cuatro años más tarde, cuando su riqueza aumentó a 18 mil millones de dólares, Bezos declaró pérdidas y recibió un crédito fiscal de cuatro mil dólares para sus hijos, según informó The New York Times. Todos estos datos tienen un alcance mucho más profundo que la mera crítica moral a un magnate que se da gustos excéntricos: tras la pandemia, las mayores empresas tecnológicas, entre las que se cuentan Amazon, Apple, Microsoft, Facebook y Google, lejos de perder dinero lo han ganado a manos llenas. Tanto así que la prensa especializada ha anunciado que el valor combinado de esas cinco firmas sobrepasa el Producto Interno Bruto de países como India, y que si el valor sumado de todas ellas fuera el PIB de una nación, sólo sería sobrepasada por China y Estados Unidos. Pese a las críticas de los especialistas que cuestionan este tipo de equivalencias, porque son cifras que surgen de distintos universos de la economía, el poder que representan es enorme. Los magnates como Jeff Bezos o Mark Zuckerberg han demostrado de distintas maneras la capacidad que tienen para moldear el mundo entero, sin necesidad de rendir cuentas ni exponerse a campañas electorales.
Hace un mes, en una entrevista concedida al El País, el intelectual Pierre Levy, quien predijo en los 90 los alcances que tendría internet en nuestra forma de vida, reconoció que a pesar de todos sus aciertos, no logró avizorar la importancia que cobrarían las grandes compañías tecnológicas, convertidas en lo que Levy llama “Estados plataforma”: “Probablemente acabarán desarrollando sus propias monedas; ya cuentan con métodos de reconocimiento de identidades más precisos que los de los propios gobiernos; ya regulan la opinión pública, puesto que son ellas las que dominan las redes sociales donde la gente se expresa, así que si deciden censurar algo, lo hacen y punto, y si deciden poner en valor algo por encima del resto, lo mismo. Tienen un poder ilimitado”, dijo Levy. En otras palabras, hemos sobrepasado una línea de Kárman política, económica y social, habitamos más allá del punto en que las leyes de la democracia que conocíamos funcionaba. Sobrepasamos una frontera, y las nuevas condiciones no aseguran que aquello que antes funcionaba con mayor o menor eficiencia vuelva a hacerlo en adelante. Unos pocos miran desde la cima, mientras la mayoría intenta sobrevivir en una superficie nueva, que cada vez más resulta ajena y extraña.