Columna de Oscar Contardo: La corte de los consensos

Juan Carlos de Borbón
Foto: Europa Press


En 1998, Jon Lee Anderson publicó en el New Yorker un perfil sobre Juan Carlos, el entonces rey de España. En esa época, cualquier crítica al monarca debía pasar por el cedazo de una sociedad, un establishment político y una prensa que le agradecían el rol que tuvo durante la transición española, reafirmando una democracia que, tal como la nuestra, venía arrancando de un pasado feroz. Cuidar la democracia pasaba por mantener la figura de Juan Carlos inmaculada, por lo tanto, los comidillos sobre los enjuagues de fondos del rey ni siquiera se mencionaban en la prensa. Cuando Jon Lee Anderson intentó profundizar en el tema con un cronista local, lo único que logró sonsacarle fue la frase “seguramente gana dinero abriendo puertas”, es decir, comerciando influencias.

Hasta esos años, lo que se repetía era que desde el exilio de Alfonso XIII, los Borbón habían perdido sus propiedades, por lo tanto, no tenían fortuna y vivían de las provisiones del Estado. Esta idea se fue trizando cuando Iñaki Undargarin, el yerno del rey, apareció vinculado en una trama de desvío de fondos públicos en medio de una profunda crisis económica. En 2014, Juan Carlos Borbón abdicó y actualmente aparece en el medio de una investigación por corrupción. Felipe VI intenta salvar el futuro de la monarquía tomando distancia de su padre.

Los hechos de la realidad que se habían mantenido bajo sigilo acabaron estallándole en la cara a una sociedad que no había querido enfrentar el significado exacto de cobrar dinero por abrir puertas.

Nuestra transición guarda ciertos paralelos con la española: un pasado conflictivo, pactos de convivencia democrática y un crecimiento económico que cambió Chile de un modo profundo. Naturalmente, no contamos con una monarquía que simbolice la idea de unidad, pero sí con un discurso que cumplió ese rol: el de la democracia de los acuerdos. La función de los consensos de los años 90 cobró el rango de cantar de gesta para una generación que se encumbró tanto en el poder y con tanta autocomplacencia que perdió perspectiva de lo que ocurría más allá de los salones que frecuentaba. Para esa generación la crisis actual no es la consecuencia de todos los abusos, negligencias y escándalos que fuimos conociendo como capítulos de un folletín interminable año a año -el caso MOP-Gate, el caso EFE, el Penta, el SQM, el Transantiago, el CAE, la Universidad del Mar, las colusiones, las muertes del Sename, el Milicogate, el Pacogate, la Ley de Pesca- que surgían en una bisagra que engarzaba las ganancias privadas y los deberes públicos. Tampoco ven el origen de la crispación en los coletazos de impunidad rampante. Para la corte de los consensos, la crisis es el producto de un clima repentino, una ponzoña del alma que brota y se esparce, cobrando la forma abominable del populismo cuyo brazo armado está en las redes sociales, que permiten que cualquiera opine, contradiga o insulte sin enfrentar consecuencias, no como antes, cuando para hacer lo mismo se necesitaba ostentar cierto poder verificable. No conciben la proliferación de las funas como la reacción a una sensación permanente de injusticia que las instituciones han sido incapaces de aplacar, sino como una desviación moral que debe ser sancionada. Para ellos, las etiquetas y tendencias de Twitter merecen mayor alarma que las muertes ocurridas durante una epidemia pésimamente enfrentada que se ensañó con los más pobres.

Pese a la evidencia de los hechos, la corte de los consensos de los 90 no considera la autocrítica como una posibilidad. Si lo hicieran, podrían encontrar en su propio cantar de gesta parte importante de las razones para entender la situación actual; pero no llegan hasta allí, prefieren seguir hablando entre ellos -como ocurre entre los miembros de un club- y escribiendo cartas públicas, como se hacía en los años en que los arzobispos vetaban leyes.

En Chile no existe monarquía, aunque por momentos cunda la duda, como cuando se contempla el modo en que una generación de antiguos dirigentes políticos decidió refugiarse en sus glorias pasadas, como un rey sin trono que se resiste a entender el mundo que tiene en frente, empeñándose en cultivar con porfía y dedicación su propia irrelevancia.

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