El lenguaje de la indignación ya no basta para que la izquierda gane elecciones. Por más desastrosa que haya sido la gestión de los rivales, por más evidente que resulte el peligro que representa la ultraderecha, el resultado es mediocre: hay un mensaje que se diluye y que no se traducen en adhesión. Luego de los resultados de la última elección del gobierno regional de Madrid, uno podría concluir eso, buscando un reflejo propio en esa realidad española que desde la transición se suele ver como una versión adelantada y semejante a la nuestra: una democracia con todos los lastres del pasado autoritario, que avanzó apalancada por el despegue económico y haciendo la vista gorda de los apretones de mano entre el poder político y el económico. No era extraño entonces que Podemos y sus liderazgos fueran vistos como un modelo para los dirigentes surgidos del movimiento estudiantil local, que equiparaban el rojo deslavado del PSOE, al amarillo indolencia de la Concertación. Pablo Iglesias encarnó la reformulación del líder de izquierda en clave nuevo milenio: a la tradición del varón universitario de oratoria inagotable y arrogante le sumó la destreza para vislumbrar un cambio de época. El fulgor del ascenso ya es historia. Iglesias anunció esta semana su retiro de la política después de que la derecha arrasara en Madrid, incrementando su votación incluso en los barrios obreros. Tras la debacle, un dirigente de Podemos trató de tonto al electorado que votó por el Partido Popular. Iñigo Errejón -alguna vez amigo de Iglesias, luego rival- lo corrigió: la responsabilidad no es del pueblo, sino de los políticos que no supieron interpretar el momento.
Tras la elección, Martín Caparrós, escritor argentino residente en la capital española, escribió en su blog que en un principio le había sorprendido que una dirigente de derecha con tan pocos atributos como Isabel Díaz Ayuso ganara de manera tan contundente. Después logró dar con una explicación: triunfó porque su mensaje dio en el clavo. Díaz Ayuso creó para la campaña la fantasía de una identidad grupal, los madrileños, amenazada por un enemigo, el gobierno central. Ella encarnaba la promesa de libertad, ¿de qué?, de las restricciones de la pandemia.
Frente a eso, la izquierda española, como la chilena, sólo tenía argumentos. Razones muy atendibles, pero que muy pocos estaban escuchando.
Mientras eso sucede en España, la izquierda nacional yace dispersa entre los escombros del pasado y las divisiones del presente, como una mancha sin contornos. Un espacio vacío que la diputada Pamela Jiles decidió llenar: definió quiénes eran los enemigos -la élite política o más bien todos menos ella-; agarró la bandera de los retiros de pensiones -grácilmente creada por la ineptitud del gobierno-, y creó la fantasía de una comunidad en torno suyo en donde caben todos los que buscan desquitarse de un establishment que no los respeta, es decir, muchísima gente. Un ejército impermeable a los argumentos que grita “¡cocina!” cada vez que alguien sugiere una negociación que no incluya a su líder. Menospreciar a esas personas no las hará cambiar de idea, menos aún cuestionar sus simpatías, sólo incrementará el combustible de su conducta: la rabia y la frustración. Tampoco resulta muy productivo insistir en lamentarse por el desembarco del populismo a través de la explotación intensiva de la frivolidad, sobre todo si quienes más se quejan no dijeron nada cuando Joaquín Lavín ofrecía playa y nieve en las riberas del Mapocho durante sus años de alcalde de Santiago, y semáforos para anunciar la calidad de las escuelas, cuando era ministro de Educación.
El fenómeno Pamela Jiles no es una creación espontánea, ha sido el fruto de años de cultivo: la farándula fue una industria que rindió bastante dinero a medios cuyos ejecutivos se declaraban muy preocupados por los valores cívicos, pero que durante dos décadas difundieron la ética del individualismo voraz y de la humillación pública como castigo habitual de las celebridades en boga que caían en desgracia. Tampoco es que el desprestigio de la política comenzara ayer, mientras Jiles corría con una estola fucsia bajo la testera, venía anunciándose en todos los estudios y encuestas desde antes que estallaran los escándalos de Penta y SQM. Pese a la evidencia, las autoridades más conspicuas solían declarar que las instituciones funcionaban de manera impecable. Ellos también tienen una cuota de responsabilidad en que ahora, en lugar de ver por televisión el modo en que son faenadas celebridades de poca monta, seamos testigos del modo en que se despelleja nuestra democracia: esta amarga cosecha solo es el producto de una siembra extendida en el tiempo. Los satisfechos de ayer son los escandalizados de hoy,
A estas alturas, parafraseando a Errejón, para la izquierda no hay más camino que ponerse a leer las señales del momento y buscar un lenguaje nuevo que incluya las nociones de orden y autoridad en sus discursos, porque el idioma de los indignados ya fue capturado por otros, y la responsabilidad de que así sucediera no la tiene el electorado.