El apogeo de la farándula en los medios de comunicación, ocurrido desde fines de los años 90 hasta mediados de la década siguiente, fue un cambio cultural y político del que aún no tenemos real conciencia. La intimidad expuesta como producto de entretenimiento confluyó en nuestro país con la ansiedad por un triunfo, real o simbólico, que le diera contenido al relato exitista del establishment reconcentrado en frías estadísticas macro. Éramos un país que avanzaba por la ruta del consumo, con una autoestima dañada por un pasado traumático y una clase dirigente que, en lugar de rendir cuentas, disfrutaba de su propia autocomplacencia. Fueron años en que todo iba bien: no existía la corrupción, las instituciones funcionaban, estábamos en manos de gobernantes serios que sabían lo que hacían. En esa época, el final de una teleserie podía ser portada principal de un diario, desdibujando los límites entre la realidad y el simulacro, como una metáfora del estado de las cosas. Sin embargo, había un vacío, una necesidad de algo más que no acababa de colmarse, y que comenzó a encontrar satisfacción de manera vicaria en los éxitos de un puñado de deportistas que, con sus triunfos en el extranjero, cumplían la aspiración de llenar una vidriera sin trofeos ni leyendas. A su vez, cada uno de ellos fue cooptado por una nueva industria cuya materia prima era la vida privada de famosos de distinta ralea, quienes, exhibidos en programas de televisión, revistas y diarios, esculpían una ética nueva orientada hacia un único fin: ganar fama y dinero.
La farándula le brindó a una generación de chilenos una vía de escape al derrotismo endémico como relato de carácter nacional, injertándole nuevos tejidos que reemplazaban los antiguos. El lugar común del “chileno apocado”, el tópico del sujeto lleno de complejos, sometido a un susto ancestral al juicio externo, entró en un quirófano para una intervención de largo aliento. La timidez provinciana fue sustituida por el desparpajo; el pudor a mostrar cualquier tipo de ambición, por un vocabulario en torno al dinero; la conducta huidiza al conflicto, por la frontalidad agresiva como virtud. Las cosas se decían por su nombre y la crueldad podía pasar por franqueza estridente. La farándula difundió un modelo de meritocracia en donde no era necesaria ni la educación, ni el esfuerzo, ni menos la observación correcta de las reglas para prosperar. Todo eso podía incluso considerarse un estorbo. Lo único rentable era orientarse hacia la búsqueda de la satisfacción propia, disimulada por una puesta en escena beligerante y burlona que captara la atención de las cámaras.
Sobre ese eje se levantó una industria que inundó la programación de la televisión abierta, difundiendo un contenido sin más espesor que la satisfacción por la desgracia ajena y la divagación sobre miserias de distinto calibre. La farándula en muchos sentidos fue funcional a una época de conformismo colectivo, una estrategia de evasión y aturdimiento que nos ahorraba atender a las señales de alerta sobre nuestra propia fatiga. La audiencia prefería la farándula a la política y el establishment sacó provecho. Hubo partidos reclutando celebridades en candidaturas a elecciones a cargos de representación para reemplazar a viejos dirigentes defenestrados por corrupción o por ineptitud. Hacerlo no era considerado avanzar hacia un lugar desconocido llamado populismo.
La alerta de gran parte del establishment político por la creciente popularidad de la diputada Pamela Jiles en las encuestas presidenciales tiende a ignorar la propia responsabilidad en el modo en que los acontecimientos avanzan: se trata de una figura que está haciendo exactamente lo que el descampado de desconfianza institucional le permite hacer, estrujando al máximo las posibilidades de ascender en medio de los escombros, usando las tácticas de la edad dorada de la farándula, haciéndole guiños a un electorado que los mismos partidos se habían encargado de defraudar una y otra vez. Tal y como ha sucedido desde el estallido, las autocríticas escasean y en lugar de eso lo que cunde son los reproches a los seguidores de la diputada. Más que un fenómeno nuevo, la popularidad de Pamela Jiles es la consecuencia de un abandono crónico que se transformó en una rabia que muchos siguen ignorando, como si no existiera, pero que brota entre los ecos de la revuelta y el confinamiento. La diputada aprendió a gestionar la furia de los que sienten que jamás fueron escuchados y que a través de ella buscan el desquite. Ahora son ellos los que no quieren entender razones ni argumentos. Tampoco les interesa separar los hechos de la impostura. Solo buscan ganar, cueste lo que cueste. Hasta ese límite han sido arrastrados ellos y la democracia.