En el diccionario, la primera definición del verbo “humillar” hace referencia a la disposición del cuerpo: inclinar la cabeza o hincarse de rodillas para demostrar sumisión frente a otro que la exige de manera perentoria. Lograr que eso ocurra, es decir, que alguien se rinda, exige poder, superioridad, imponerse frente a una contraparte sin que exista como alternativa una respuesta en igualdad de condiciones. La materia intangible de la dignidad de quien se inclina queda disuelta, escurre como lo hace un líquido de un frasco roto. Nada vuelve a ser lo mismo que era. Ser testigos de una humillación es enfrentarse a ese cambio radical: alguien queda despojado de su íntima valía hasta el punto de transformarse en una criatura irrelevante a disposición de la voluntad ajena. Una cáscara que estorba.
Lo que pasó hace una semana en Iquique, cuando decenas de personas prendieron fuego a las pertenencias de un grupo de inmigrantes, fue una humillación colectiva. Después de eso, cualquier intento por acercarse racionalmente al conflicto concreto de una ciudad sobrepasada por un proceso migratorio empujado por la desesperación, quedó clausurado por una demostración de fuerza simbolizada en una pira. La multitud alrededor celebraba con banderas, como si se tratara de un triunfo. Chile despertó, gritaban algunos. Todos lo vimos. Nos espantamos. Cundió entonces la indignación, las reflexiones sobre la condición humana de migrante, que cada tanto impulsa a muchos a desempolvar públicamente los pasaportes europeos de los abuelos, y los malabares políticos para encontrar el origen de la tragedia en la trinchera del adversario. Nuevamente nuestra mitología sobre la solidaridad quedó en entredicho con reflexiones sobre el aumento del odio a los extranjeros, aunque en realidad nunca sea a todos ellos, sino tan solo a los más pobres y morenos. No creo que el fenómeno sea exactamente xenofobia, sino un profundo desprecio a los que solo cargan miseria. Vengan de donde vengan. Un desdén con el que hemos convivido desde siempre y a diario, pero que la mayor parte del tiempo permanece diluido, en estado gaseoso. En períodos de estabilidad se expresa normalizado en arbitrariedades burocráticas o pequeñeces cotidianas; durante las crisis cambia de estado y revienta justo allí donde la fricción es mayor.
Los roces no suceden exactamente en los escasos lugares de encuentro entre los sectores más privilegiados y los de menores ingresos, sino entre aquellos que conviven más cercanamente con el peligro del despeñadero social. Así como hay una gradiente en la pigmentocracia, también hay una pendiente, la empinada ladera de una pirámide a la que cada quien se aferra de la mejor forma para no caer al vacío. Es en la base de la pirámide donde con mayor intensidad revientan el miedo y la rabia. La sensación de desamparo es el combustible para emprenderlas contra quien esté un escalón más abajo, porque su presencia resulta amenazante, sobre todo cuando las instituciones y los gobiernos se desentienden, y en lugar de enfrentar los hechos, esquivan las responsabilidades, o peor que eso, las endosan a distancia.
El odio al pobre y el racismo existen contra los inmigrantes, pero no aparece con ellos. Está representado en la segregación urbana, la población carcelaria, la distribución de las zonas de sacrificio y el Sename. Hay una cadena muy nítida entre una forma de convivencia largamente sostenida, las instituciones que las ordenan y los discursos políticos que las justifican. En el caso de los migrantes extranjeros, el desprecio se reserva una argumentación nacionalista y el odio se fabrica envuelto en un patrioterismo brutal, a conveniencia de políticos con pocos escrúpulos y muchos intereses.
La imagen de un hombre lanzando un coche de paseo vacío al fuego tiene un simbolismo particular: la brutalidad contra el más débil, contra el niño que es testigo y víctima del acto de humillación cometido por los adultos. Cuando vi la noticia de Iquique, recordé la escena final del Ladrón de bicicletas, el modo en que el hijo pequeño acompaña y defiende a su padre vencido por las circunstancias; también recordé al muchacho que acompañaba a Camilo Catrillanca cuando lo balearon en el tractor, y a las compañeras de liceo de las niñas asesinadas en Alto Hospicio cuando la policía sugirió que sus amigas se habían fugado para prostituirse.
La francesa Anne Dufourmantelle, psicoanalista y escritora, escribió que la amplitud de la decepción de un niño, su capacidad de ser decepcionado, es inimaginable para los adultos, “es un monstruo muy suave que lo traga y vuelve a escupir del lado de la oscuridad”. Parafraseándola, creo que nuestra propia capacidad de tolerar la humillación al más débil es una bestia domesticada que preferimos ignorar, pero que cada tanto despierta, abriendo el hocico baboso y rugiendo. Cuando eso sucede nos arroja sobre nuestro propio reflejo y nos obliga a hincarnos frente a ella y buscar algo de esperanza en medio de un mar de decepción en nosotros mismos, en lo que creemos ser y lo que aspiramos a construir.