Hay un sector político de alcance internacional para el que la crisis climática no existe. El guión de ese sector funciona del mismo modo en Italia, España, Hungría o Argentina, y combina con sorprendente eficiencia discursos que apelan a un patriotismo simplón, irreflexivo, que no contempla ni el cuidado del medioambiente ni la calidad de vida futura de la población bajo el acecho de las alzas de temperatura constantes. De sus discursos se desprende que sólo ellos están autorizados a definir qué es la patria y quiénes son dignos de llamarse patriotas. Por lo pronto, es posible distinguir algunos elementos de su manera de entender el concepto: dividen al mundo entre amigos y enemigos, estableciendo la frontera entre quienes piensan como ellos y quienes tienen una mirada crítica sobre sus ideas; identifican la adhesión a una religión predominante en su versión más estricta y excluyente, como un certificado de moralidad y decencia; apelan a la nostalgia de otro tiempo mejor (en algunos casos una dictadura) que debe ser recuperado; siembran la desconfianza en las organizaciones de cooperación internacional y, por extensión, en la investigación científica. Para ellos patria y ciencia son conceptos excluyentes.

El crecimiento de este sector político ha sido sostenido desde hace una década en ambas orillas del Atlántico, llegando incluso a liderar gobiernos. Una vez en el poder han hecho lo que habían anunciado que harían al respecto, recortando presupuestos para organismos públicos de investigación y desdeñando la evidencia científica sobre los desafíos y amenazas en ciernes. Ocurrió con la pandemia del coronavirus, cuando Donald Trump y Jair Bolsonaro sembraban la duda sobre la utilidad de las vacunas con declaraciones venenosas. En Estados Unidos el llamado “negacionismo” antivacuna fue levantado como bandera entre los simpatizantes del partido de Trump. Según una nota publicada esta semana por el diario El País, la confianza en los científicos entre los votantes republicanos de Estados Unidos pasó del 88 por ciento al 66 por ciento entre 2019 y 2021. La consecuencia es que, según un estudio de la Universidad de Yale publicado por la Asociación Médica de Estados Unidos, desde que las vacunas están disponibles la mortalidad entre la población de ese sector político se ha incrementado a un ritmo superior al del resto del país. El llamado populismo anticientífico, fácil de difundir gracias a la carnada de conspiranoica que supone, ha significado un exceso de mortalidad “un 43 por ciento más alto” entre los votantes ultraconservadores que entre los adherentes al Partido Demócrata de Estados Unidos.

Según la Nasa, el mes de julio pasado ha sido el más caluroso del planeta desde que se tiene registro. Las olas de calor se hacen cada vez más frecuentes y más intensas, y la temperatura de los océanos se incrementa. Como efecto, los incendios forestales se multiplican desde Canadá hasta Grecia y caen lluvias de intensidades bíblicas, reconcentradas en unas pocas horas, que provocan inundaciones como la ocurrida en la costa de Libia esta semana, que significó la muerte de más de 20 mil personas. Ya es habitual que cada verano, boreal o austral, se extiendan las regiones del planeta que se hacen invivibles durante semanas, con temperaturas que no bajan de los 40 grados. Según NOAA, la agencia gubernamental de estudios oceánicos y atmosféricos de Estados Unidos, en ese país el número de desastres provocados por el clima que superan los mil millones de dólares en costo ha crecido de forma preocupante. Lo habitual en Estados Unidos desde 1980 era un promedio de ocho eventos de esa magnitud cada año, sin embargo, en los últimos cinco años el promedio ha trepado hasta llegar a los 18 desastres anuales, que cuestan más de mil millones; solo en 2023 los estadounidenses ya han tenido que enfrentar 23 catástrofes, que han provocado 253 muertes y 57 mil millones de dólares en daños.

Pese a todo, hay quienes eligen no creer en la ciencia ni en el cambio climático, como si se tratara de una cuestión de fe o una exageración del progresismo que se soluciona prendiendo el aire acondicionado. Hace unos años, el excanciller de Bolsonaro le explicaba a la prensa que el problema es que los científicos ponían los termómetros muy cerca del asfalto, una actitud parecida a la del encargado de asuntos internacionales de Trump, quien veía en el derretimiento del hielo del Ártico una oportunidad para la navegación comercial. En esa misma línea, Javier Milei, el candidato favorito para ganar las próximas elecciones presidenciales argentinas, ya anunció que bajo su gobierno el Estado cerraría el organismo encargado de distribuir fondos para la investigación científica.

En Chile esta corriente de negación se ha impuesto en el Consejo Constitucional, eliminando todas las referencias a mitigaciones del cambio climático del anteproyecto del texto y aprobando enmiendas que, según los expertos, significan francos retrocesos para la protección del medioambiente. Si hoy es posible levantar edificios sobre dunas, construir proyectos inmobiliarios en humedales y urbanizar junto a torrentes en áreas inundables, con las enmiendas aprobadas todo será peor. Imperará la ley del más fuerte sin contrapeso alguno. El patriotismo como un sálvese quién pueda.

Para el sector político que impulsa el populismo anticientífico, la patria parece consistir en una obstinación para negar los hechos y menospreciar el conocimiento, aunque esto signifique arriesgar la vida de todos, incluso la de sus votantes. Lo mismo que en Estados Unidos, Italia o Brasil, han secuestrado la idea de patriotismo reduciéndola a un conjunto de gestos que se balancean entre la agresión y el vacío, una estrategia exitosa a nivel electoral de la que, sin duda, una minoría -la más afortunada- saca inmenso provecho, mientras deja a la mayoría habitando sobre suelo inerte, a merced de un futuro de veranos infernales y tormentas despiadadas.