Columna de Oscar Contardo: Las dos sonrisas de la derecha
La situación es esta: dos candidatos de derecha se enfrentan en un debate presidencial organizado en las postrimerías de un gobierno de su propio sector, encabezado por un Presidente que llegó a La Moneda prometiendo crecimiento económico y seguridad pública. No cumplió. Mantener cercanía con ese fracaso tiene efectos radiactivos, por lo tanto, los candidatos están obligados a presentarse como si fueran otra cosa, una derecha distinta a la que ahora gobierna desde los escombros. Además, deben ofertar un proyecto nuevo que satisfaga la multiplicación de demandas y desafíos que apremian. Sebastián Sichel, el candidato del sector mejor posicionado hasta el momento, llegó al debate después de una campaña extensa fraguada en torno a su biografía. Sichel se presenta, antes que nada, como un meritócrata, encaramando su figura sobre la receta que indica que basta sumar oportunidades y trabajo duro para conseguir el ascenso individual, una fórmula a la que los conservadores se aferran como si se tratara de un culto. El candidato resulta ser un ejemplo ambulante de que el credo en la meritocracia es algo más que una expresión de deseo: mírenlo, allí tienen, alguien que nació pobre y ahora se codea con ricos y puede llegar a ser Presidente.
La construcción de su candidatura ha tenido como hilo conductor el relato biográfico que salta de la infancia a la adolescencia y de la adolescencia a la actualidad. Un arco que evita ciertos nudos de su biografía en donde el zigzagueo político se impone como patrón de conducta. El Sebastián Sichel de hace 10 años es muy distinto del actual. El de hace 20 es aun más diferente en muchos sentidos. Quizás, demasiados. La manera en que su identidad se ha definido durante la campaña ha estado anclada en la negación: él no es de clase alta, ni viene de la derecha profunda, tampoco de la superficial; él no es conservador, porque no les teme a los tatuajes ni al matrimonio igualitario (aunque ahora sí un poquito al aborto); él no representa la continuidad, aunque haya sido ministro de Desarrollo Social.
Para las primarias la apuesta resultó, Sichel tumbó a la octava encarnación de Joaquín Lavín, consiguió su cupo para la primera vuelta presidencial apoyado por los partidos de gobierno y por un círculo empresarial que lo acuna económicamente y le asegura todos los espacios de expresión posibles. Sin embargo, el debate de esta semana demostró que ya no basta con la épica del chico que le ganó a la vida, tampoco con la estética del disimulo sobre su participación en el gobierno del que todos quieren renegar. El miércoles frente a sus contendores, Sebastián Sichel lució como alguien que agotó sus recursos, como si tras la sobreexplotación de su biografía no tuviera herramientas para disimular todo aquello que le cuesta confesar, insistiendo en la negación como fórmula. Niega ser político, a pesar de su propia carrera como tal y de su evidente talento para saber en qué momento dejar de arrimarse a un árbol, para cobijarse en otro con mejor follaje; niega haber sido lobbista, pese a que su currículum lo deja muy en claro; niega haber celebrado como ministro la aprobación de un bono miserable, pese a las imágenes de televisión que lo muestran dichoso de su logro; desprecia el trabajo en el ámbito público, a pesar de haber gozado de nombramientos políticos en Corfo y BancoEstado. Es posible que sus eventuales electores estén pensando que ya se han enterado de todo lo que no es, y que vendría siendo hora de conocer quién es realmente el candidato, dónde están sus lealtades y cómo traza sus límites. En ese sentido, el contraste con José Antonio Kast, el otro candidato de la derecha, es evidente. Kast no deja espacio para la duda. Es un representante de la derecha profunda, la que hunde sus raíces en el pasado agrario, la que aún tiene pesadillas con la Unidad Popular, la que celebra la dictadura con todos sus horrores, la derecha que asegura que religión y política son una misma cosa y se rehúsa a pensar en los derechos humanos como un avance civilizatorio. Es parte de una tradición que sospecha de la crítica y de la más mínima sugerencia de cambio, dividiendo el mundo entre quienes son como ellos y el resto consumido en la irrelevancia. Si hay que sostener con aplomo un dato falso para dañar al adversario, el candidato lo hará. Sucedió antes, sucedió este miércoles cuando José Antonio Kast se refirió al aborto y seguramente seguirá ocurriendo.
Tal como Sichel, José Antonio Kast también ha cambiado de partido, pero a diferencia de él, no tuvo que buscar refugio en lugar ajeno, simplemente construyó uno propio, a la medida de sus intereses y ambiciones: tiene el tiempo y los recursos para hacerlo sin rendirle cuentas a nadie más que a sí mismo. Goza, además, de la ventaja de haberse declarado opositor al actual gobierno, con lo que deja a su contendor en el rincón de los perdedores.
El debate del miércoles mostró dos caras de la derecha: una difusa, ambigua, repleta de contradicciones, reconcentrada en borronear una identidad con ideas injertadas que no alcanzan a formar un todo coherente. La otra cara de la derecha es la de un pasado oscuro, marcial, de traje oscuro y corbata colorada, que vuelve a presentarse en escena ofreciéndose como propuesta de futuro, con un perfil nítido y afilado, como la silueta de un corvo en el cinto de un soldado vestido para el combate. Ambos rostros tienen en común la exhibición perpetua de una sonrisa amable para las cámaras, una mueca de cortesía que, acompañada del tono adecuado, endulza cualquier discurso, por más amargas que sean sus oraciones o más iracundas y falaces que sean sus respuestas.
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