Esta semana la revista estadounidense Newsweek publicó una nota sobre el activista de ultraderecha Steve Bannon, ideólogo del ascenso de Donald Trump y consejero de líderes como la primera ministra italiana Giorgia Meloni, el dirigente español Santiago Abascal y el expresidente Jair Bolsonaro. La razón del artículo era, naturalmente, la manera en que Bannon apoyó el intento de golpe en Brasil, escribiendo en su cuenta de la red social Gettr que el presidente Lula da Silva había robado la elección. Bannon tildó de “criminal ateo marxista” al presidente brasileño y aseguró que actuaba como un “dictador comunista”. El guion era similar al de Estados Unidos en 2020 cuando la ultraderecha norteamericana acusó a Biden de robarle la elección a Trump. En ambos casos se trató de una acción planificada, que significó el traslado de cientos de personas desde distintos puntos de los respectivos países hacia las capitales, eso implicaba transporte y manutención durante la estadía que alguien debía financiar. Un escenario muy distinto al de un estallido o una revuelta popular, en donde el desborde surge de una reacción puntual frente a una decisión específica, y la violencia trepa sin organización alguna. En el caso de los asaltos del populismo de ultraderecha en Washington y Brasilia, la muchedumbre hizo vigilias e incluso estaba vestida para la ocasión: las gorras rojas del Make America Great Again y las camisetas de la selección brasileña, una reinterpretación en clave pop del imaginario de los uniformes fascistas de antaño, de camisas negras, chaquetas y botas militares.
Sin duda debe haber alguna razón para que, por ejemplo, un hombre decida llevar cuernos de búfalo, pintarrajear su cuerpo y acudir, junto a centenares de personas que piensan como él, a una manifestación que acabaría en un asalto al Congreso estadounidense. Debe haber alguna explicación para que, en otro país a miles de kilómetros de distancia, otro hombre vestido con la camiseta de la selección de fútbol como uniforme político, declare frente a las cámaras de televisión que el gobierno que asume el poder después de haber ganado de forma legítima una elección, representa al demonio, a satanás, y que debe ser derrocado por la oración o la fuerza. Debe haber alguna razón para que esos dos hombres junto a millones de otras personas, en distintos países, consideren que ser patriota consiste en menospreciar la ciencia, atacar a los pueblos originarios, perseguir a los más débiles, desprestigiar la cooperación internacional, arrasar con el medio ambiente, socavar las instituciones y violentar la democracia. Tiene que existir alguna explicación para que millones de personas en Europa y América decidan votar por políticos y políticas que en lugar de trabajar por proyectos que beneficien a la población que dicen representar, mandaten a personas cuya labor principal será desmantelar avances sociales y tensionar al máximo la convivencia política con discursos violentos y mentiras.
Bannon y sus seguidores han sido tremendamente innovadores en sus estrategias, logrando actualizar al imaginario de los tiempos que corren los mensajes que difunden, fabricando carnadas atractivas para amplios sectores de una población frustrada, desorientada o insatisfecha con la democracia. Han creado, entonces, un molde internacional de patriotismo de cocción rápida en donde hierven nostalgia por un pasado idealizado que es menester rescatar; agregan a esa base “patriótica” un sentido religioso que define al adversario político como mensajero del mal, lo que lo sitúa en posición de ser exterminado como se hace con los demonios; y aliñan el guiso con toneladas de paranoia, otorgándoles a las teorías conspiranoicas el rango de conocimiento iniciático, un ejercicio que permite desentenderse de los hechos y las cifras, manipulando cualquier discurso al antojo del requerimiento del minuto. Como decorado final, a todo eso le llaman “sentido común”. Bajo esos parámetros, cualquier discusión o debate resulta, sino imposible, al menos muy poco prometedor. Los políticos y políticas bajo los consejos de Bannon -que en Chile tienen domicilio conocido en el partido republicano- no defienden ideas, ni principios, sino más bien un collage de dogmas que exaltan con energía iracunda, la misma que les permite tener figuración mediática permanente. Un círculo vicioso del que saben sacar provecho con puntos de prensa en donde el circo siempre estará asegurado, para la entretención perversa de la audiencia y en perjuicio del tratamiento de fondo de los temas de interés público.
La fórmula ha sido exitosa. Liderazgos como el de Trump, Orban o Bolsonaro, atraen millones de votos y ganan elecciones.
¿Valdrá la pena a estas alturas continuar preguntándose sobre las razones del ascenso de la ultraderecha?
En una de sus crónicas, la escritora brasileña Clarice Lispector contaba la ocasión en que escuchó la entrevista radial a una prisionera de guerra que mencionaba que durante su cautiverio había aprendido a apreciar las cualidades incluso de sus propios enemigos. Lispector, cuya familia había huido del exterminio en Europa, escribió “sé lo que quiso decir, pero es un desatino”. Luego sostuvo que había un momento en el que se debe olvidar la comprensión humana y tomar partido, escoger un lado, porque lo que se está jugando es la supervivencia. Sospecho que los tiempos que corren, en el mundo y en Chile, se tratarán de eso.