Recuerdo la época, no hace mucho, cuando todos parecían hablar de liderazgo. Era un asunto ineludible, un misterio que nunca se terminaba de desentrañar y que convocaba seminarios, coloquios y foros. Resultaba fascinante la cantidad de personas y energías involucradas en relatar historias de liderazgos, o fórmulas para alcanzarlo, situando el fenómeno en el mismo vecindario en el que habita la felicidad con mayúsculas, la realización personal de libro de autoayuda y el éxito como deseo máximo. El liderazgo era algo de lo que se hablaba en convenciones en salones de hoteles de moqueta gris y muros color damasco, en coffee breaks y charlas de cortesía. El líder era el individuo que se cree el cuento que escribió para sí mismo; es quien va por lo que quiere. Si lo consigue es para llegar al estatus más valorado en esa lógica: el estatus del ganador. Esta dimensión de la idea del liderazgo, más que valorar la autoridad lograda por un trabajo serio y constante, exalta la voluntad de dominio sobre los otros y sobre la realidad. Nada como ponerles un pie encima a los hechos y frivolizar sus contornos. Como cuando Margaret Thatcher dijo que no existía eso llamado “sociedad”, o cuando Donald Trump ninguneaba el cambio climático, o los días en que Jair Bolsonaro aseguraba que el coronavirus no era más que una gripecita.
Un eco muerto de esa idea de liderazgo resuena en la forma en que el gobierno local ha enfrentado la pandemia. Aunque el afán de dominio venía desde mucho antes -basta recordar el eslogan del gobierno de los mejores-, alcanzó una nueva cumbre expresiva desde que la crisis del Covid-19 llegó al país. La alarma sanitaria llevó la situación a los extremos que se alcanzan cuando lo que está en juego es la salud y la vida. Ni siquiera es necesario escarbar en documentos, ni leer entre líneas para encontrar en el desempeño del gobierno la arrogancia de quien todo lo ve desde la perspectiva de sus necesidades individuales inmediatas; basta con elaborar un cronograma de las declaraciones públicas, entrevistas y, sobre todo, de las conferencias de prensa de las autoridades, y contrastar cada uno de sus diagnósticos y aseveraciones con las críticas y evidencias que en paralelo presentaban los expertos independientes. Si comparamos todo eso con lo que finalmente fue ocurriendo, el paisaje queda nítidamente dibujado.
Desde que el exministro Mañalich anunció en un punto de prensa, en marzo de 2020, que no había razón para alarmarse por un virus que afectaba a pocas personas, de las que solo “algunas van a necesitar hospitalización”, hasta las declaraciones del ministro Paris esta semana, ninguneando los pronósticos de los especialistas que habían pronosticado que el alza de contagios crecería hasta sobrepasar las ocho mil personas diarias. Así ocurrió, pero el ministro en lugar de ofrecer una explicación o asumir su error, respondió a la prensa en tono de sarcasmo con la frase “me alegro por aquello”, refiriéndose a que los pronósticos que él había desestimado se estaban cumpliendo. ¿Cómo alguien puede alegrarse por un asunto que significa sufrimiento y muerte?
El liderazgo de las autoridades sanitarias durante la crisis del coronavirus ha reproducido un patrón de conductas y de toma de decisiones que parece en sí mismo una especie de patología aguda de la que solo brota confusión y más confusión. Desde que la epidemia llegó a Chile han cundido las declaraciones gubernamentales contradictorias. Primero anuncian algo como una certeza, aunque no lo sea realmente; frente a esa certeza aparente surgen las críticas de los expertos, cuestionamientos que la autoridad niega o desautoriza; cuando la certeza inicial es finalmente desmentida por la realidad, los encargados de gobierno, en lugar de dar cuenta de sus errores, se atrincheran, atacan o se victimizan. Cada ola ha derrumbado el respectivo castillo de naipes levantado por las autoridades sanitarias: desde la idea de que podían mantener bajo control los contagios, sin frenarlos totalmente, buscando la inmunidad de rebaño; pasando por la efectividad de las cuarentenas dinámicas; llegando al Pase de Movilidad, resistido por las sociedades científicas e incluso por el rector de la Universidad Católica, que advirtió que aún no están las condiciones para activarlo. Las UCI se llenan y el ministro Paris, en tanto, recomienda que los adultos mayores salgan a dar abrazos, aun cuando la circulación del virus aumenta y la capacidad de frenar contagios de la vacuna Sinovac es limitada.
La idea de liderazgo como voluntad de dominio parece ser más fuerte que la evidencia o que la cordura. Ejercer ese tipo de liderazgo en nuestro medio sigue dando frutos si se cuenta con el respaldo adecuado de poder; aun en un gobierno derrotado y sin destino, llegado el momento nadie rinde cuentas, todos hacen como si nada hubiera ocurrido, como si los muertos fueran solo esas cifras que día a día se elevan sin explicación aparente, un monto en una planilla, un número del que nadie se hará responsable.