Columna de Óscar Contardo: Otra vez en guerra
Perdí la cuenta de la cantidad de guerras libradas. Cada cadena nacional se añade una, anunciada con la seguridad de quien cree que las cosas se resuelven hablando golpeado. Se han declarado guerras contra la pobreza, contra la delincuencia, contra las puertas giratorias, contra el narcotráfico, contra la mala educación, contra la mala alimentación y contra el coronavirus. Es un mensaje simple, tan sencillo como la línea que separa buenos de malos en una historieta de héroes y villanos; supone eso sí una manera de mirar las amenazas desde una perspectiva animista, como entes o demonios portadores de desgracias autónomas: una cosa es la miseria, otra el narcotráfico, otra la delincuencia, otra la violencia. Cada espíritu maligno funciona con una autonomía que debe ser desactivada con la energía de una tropa en pleno combate. El garrote, el castigo, la cárcel. Un día se le gana al demonio de la violencia, otro día se derrota al de la delincuencia, durante el tercero se le hace frente a una crisis compleja a la que es más fácil caratularla como “terrorismo”, que abordarla en su profundidad.
En junio de 2018 en La Araucanía el presidente Sebastián Piñera encabezó una ceremonia. En ese acto fue presentada una nueva fuerza policial antiterrorista llamada Comando Jungla, entrenada en Colombia durante el gobierno anterior, en la lógica de un conflicto extranjero violentísimo que involucraba guerrillas, narcotráfico y fuerzas paramilitares. Durante esos meses había surgido declaraciones que mencionaban una supuesta conexión entre las FARC colombianas y comuneros mapuche, un vínculo con pruebas débiles que nunca fueron refrendadas por evidencia contundente. Era un asunto deslizado con insistencia en entrevistas y trascendidos. La sospecha era más fuerte que los hechos, pero eso no contaba, lo importante era demostrar que las autoridades estaban dispuestas a ir a una batalla. La ceremonia en la que se presentó el Comando Jungla tuvo como puesta en escena a ochenta uniformados en tenida de combate, rodeados de tanquetas, autos blindados y drones. Las autoridades oficialistas celebraron la iniciativa. Seis meses después de aquella ceremonia, el gobierno anunciaba el retiro del Comando Jungla de la zona, luego del asesinato de Camilo Catrillanca ocurrido en noviembre de 2018: “Vamos a reforzar el plan de La Araucanía en sus cuatro pilares, diálogos y acuerdos, desarrollo económico-social, revalorización y reconocimiento de los pueblos originarios y seguridad”, fueron las palabras del presidente Piñera.
Fue solo una tregua entre tanta declaración de guerra.
El 7 de enero recién pasado, mismo día en que se leyó la sentencia en contra del carabinero que le disparó a Camilo Catrillanca, un grupo de 850 policías de invetigaciones llegó a la región de la Araucanía en un operativo sin precedente y largamente planeado, según el propio director de la PDI, Héctor Espinosa. Eligieron precisamente esa fecha, es decir, un momento de gran relevancia para la dignidad de la familia Catrillanca, porque les facilitaría el acceso a la zona: muchos miembros de la comunidad que sería intervenida, estarían esperando el veredicto del tribunal en Temuco, por lo tanto, sería más fácil para la PDI irrumpir en el área. Lo dijo el mismo Espinosa. El despliegue significó un policía muerto, otros tantos heridos, y la imagen feroz de la viuda y la hija de siete años de Camilo Catrillanca soportando un trato humillante por parte de los agentes del Estado. Aunque hay fotos que prueban la manera violenta en que fueron retenidas, el jefe de la PDI desmintió iracunadamente que tal cosa sucediera. Como ya se hace costumbre la policía en lugar de rendir cuentas, reprocha cualquier intento de fiscalización de los ciudadanos y los representantes políticos, como si fuera una afrenta. El logro de la operación fue el hallazgo de 1.200 plantas de marihuana y diez armas de fuego. Para el gobierno eso fue un operativo exitoso. Como contraste el miércoles 13 de enero en Molina, región del Maule, se decomisaron cerca de 15.000 plantas de marihuana, en un despliegue infinitamente más modesto en número de policías. También hubo balazos -por lo tanto, había armas de fuego- pero nadie habló de un nexo especial entre los habitantes de esa zona y el narcotráfico, como se ha hecho con la crisis de la Araucanía ahora que el vínculo con las FARC ya no tiene eco.
El narcotráfico avanza, pero lo hace a escala nacional, colándose por todos los sitios en que la pobreza y la corrupción se lo permiten.
Durante los últimos años hemos escuchado muchas declaraciones de guerra, demasiadas batallas que jamás terminan y el único resultado hasta el momento ha sido un sinfín de derrotas maquilladas como triunfos, instituciones reventadas por el descrédito y una región cada vez más fracturada por la irresponsabilidad de gobernantes que prefieren la represión a la política.
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