Columna de Oscar Contardo: Temporada de mentiras
Ocurrió en Madrid. En agosto, una joven mujer fue acusada de estar ocupando a la fuerza el departamento de una anciana. La denuncia la hizo una familia que contrató a una empresa especializada en desalojar okupas. El dueño de la empresa habló con los reporteros que se habían acomodado frente al edificio, y les contó que la mujer que pretendía desalojar era marroquí y que originalmente había sido contratada para cuidar a la anciana que ahora estaba en casa de unos parientes. Los vecinos se indignaron: una extranjera aprovechándose de una anciana. La ira cundió y Vox, el partido de ultraderecha, se hizo parte azuzando a la opinión pública a través de sus redes sociales: la mujer marroquí comenzó a recibir amenazas de muerte a su celular. Era fácil sentirse justo y honrado castigándola. La televisión la esperaba afuera. Aunque podían indagar en la versión a través de la evidencia legal, lo que mejor rentaba para lograr audiencia era la imagen de la usurpadora.
El problema es que todo era una mentira no muy difícil de descubrir.
En cuestión de horas la policía logró desentrañar la trama, los hechos reales fueron publicados finalmente por el El País. La anciana que residía en el departamento se había ido a vivir con su hermano. Aunque ella no era la dueña del departamento, le subarrendaba una habitación a la mujer marroquí, una joven profesional que había llegado como becaria de posgrado a España en 2017. La extranjera nunca fue su cuidadora. El problema era que la dueña del inmueble, que residía en otra ciudad, prohibía el subarriendo y cuando constató que había una inquilina no autorizada, le pidió a la arrendataria original rescindir el contrato. Esto significaba un problema económico de proporciones para la anciana. Para no perder el arriendo del departamento, una de las nietas llamó a la televisión e inventó la historia de que se trataba de una ocupación ilegal. Luego la familia contrató al empresario experto en desalojo que inmediatamente vio en la historia una posibilidad de difundir sus servicios a través de apariciones en televisión. Pese a que los sucesos reales fueron dados a conocer por la policía, hubo medios que prefirieron continuar su cobertura en el mismo tono, solo añadiendo leves cambios a la trama inicial: ahora la extranjera quería hacerse del arriendo que le correspondía a la anciana.
Los problemas reales que escondía la mentira difundida eran profundos, pero mucho menos atractivos de cubrir; problemas como, por ejemplo, el elevado precio de la vivienda en las grandes ciudades; las estrategias de subsistencia de las personas mayores y las familias endeudadas; o las pulsiones racistas y xenófobas de una comunidad. Era mejor buscar una víctima, un ogro y una fuente que surtiera de frases atractivas la nota. Estimular emociones básicas en lugar de apelar a la comprensión del entorno. Simplificar las cosas hasta hacerlas de una consistencia fácil de masticar con tal sólo un despacho en vivo. Pasa en todas partes, a toda hora, puede incluso que esté ocurriendo en este instante en sitios más cercanos que Madrid.
Los medios están en crisis. Las razones -las nuevas tecnologías que desangraron el avisaje- son complejas y sobrepasan las posibilidades del trabajo periodístico. El público desprevenido no diferencia entre un texto cualquiera posteado en Facebook de una información chequeada bajo supervisión editorial. La única manera de marcar una diferencia con los contenidos de las redes sociales es insistir en el oficio de separar lo verdadero de lo falso, los hechos de la ficción: que si un entrevistado dice que un criminal no lo es, a pesar de las condenas que arrastra, el entrevistado se vea obligado a explicar su afirmación; que si un político o política acusa a una institución de algo que no es efectivo, como la intención de cambiar la bandera, y lo hace en cadena nacional, la corrección sea un desmentido franco, no una nota breve perdida en una esquina de una página; que si una encuesta tiene serias deficiencias metodológicas advertidas una y otra vez, sus resultados no sean usados como referentes de una realidad palmaria, sino como un dato atravesado por muchas dudas razonables. Que las mentiras sean calificadas como tales y no como polémicas o controversias entre distintos puntos de vista. Los hechos no pueden ser tratados como opiniones, los insultos no son meras descripciones, los acontecimientos de la historia no son piezas que se sacan o acomodan según el momento o las simpatías personales.
Donald Trump en Estados Unidos y Jair Bolsonaro en Brasil ya han demostrado que es posible hacer estallar la convivencia democrática envenenando las conversaciones con una dosis de falsedades altisonantes destinadas a exaltar las emociones de quienes se sienten frustrados o temerosos por los desafíos políticos del momento. Sus imitadores en todas partes, incluso en Chile, conocen la receta para explotar el descontento, usarlo a su favor, como un ejército de termitas o de bots carcomiendo lo que pensábamos era sólido, pero que en cualquier momento puede acabar desplomándose, arrastrando entre los desechos y la mugre la función del periodismo y el rol de los medios.