Llevamos siete meses escuchando hablar de guerras y batallas, de complots corroborados por informes fantasmales, documentos que repentinamente alguien dejó sobre una mesa y que otra persona hojeó y juzgó que había encontrado en ellos la madre del cordero, que a poco andar no era más que un gato disfrazado de liebre balando como chivato. Llevamos siete meses azotados por la furia, consumidos por la angustia, enfrentados a la crueldad y correteados por la incertidumbre. En octubre quedaron en evidencia las fracturas mal disimuladas durante 30 años de transición, y de ahí en adelante las grietas que desafían nuestra convivencia quedaron semiabandonadas por un establishment sorprendido por su propia ceguera. Un pacto con demasiados nudos quedó roto, dejando un país en agitación y un gobierno empantanado que juzga que la única manera de avanzar es elevando un trofeo imaginario que lo certifica siempre como el mejor de los mejores, mientras repite un mantra que ya sabemos de memoria y que contiene como única idea la convicción profunda de que no hay más razón ni virtud que el reflejo de la propia imagen en la superficie pulida de sus convicciones ideológicas. Después de octubre, cada vocería de gobierno ha sido para recordarnos las ventajas de tener siempre la razón, incluso cuando los hechos indiquen lo contrario y los eventos, definitivamente, lo desmientan. Planteada así la situación, aquello que podría definirse como equivocación o yerro no es más que un malentendido de la opinión pública, que se empeña en interpretar mal las señales: el problema no es del gobierno, es de ustedes, de la mala fe de quienes quieren todo gratis o claman por derechos sin cumplir con sus deberes.
La primavera fue preámbulo oscuro, marcado primero por los reportes diarios de los informes de Derechos Humanos cifrando números de baleados, mutilados y abusados por los que nadie respondía, ni responde; declaraciones de organismos internacionales sobre los que el gobierno sembró la duda, y reivindicaciones que apenas fueron escuchadas. ¿Quién quemó las estaciones de Metro? ¿Quiénes hirieron a Fabiola Campillai? ¿Cómo se inició el incendio del edificio de Enel? ¿Qué futuro nos espera?
Con el otoño llegó la urgencia por la plaga, dejando muchas preguntas sin respuestas.
El gobierno decidió que frente al desastre invisible del Covid-19 nuevamente debía invocar la retórica bélica y el arsenal de golpes de efectos de quien se las sabe todas y no se hace responsable de nada. El mismo guion para una catástrofe que no tenía sentido disimular. No hubo meseta, ni normalidad por adelantado, tampoco todas las camas UCI anunciadas, ni ventiladores clínicos caídos del cielo, ni siquiera una campaña clara que apelara a la responsabilidad de los ciudadanos. Hasta hace dos semanas, la discusión era si abrir o no los centros comerciales; hoy, ya pensamos en la capacidad de los cementerios para recibir a los muertos que vendrán. Dos debates cuya única solución de continuidad es una bisagra macabra y delirante. ¿Quién concibió esa bisagra?
Nuevamente ha irrumpido la realidad a contramano de los discursos. Está ocurriendo aquello que médicos, científicos, científicas y organizaciones de expertos venían anunciando sin recibir la atención respetuosa de quienes están a cargo del poder político.
De cara al invierno enfrentamos la segunda parte de una pesadilla a dos tandas que empezó hace siete meses, y la respuesta del establishment es, tal como ocurrió antes, denostar a las voces disidentes, reprochar a quienes plantean dudas informadas y dibujar un falso dilema entre las instituciones de gobierno y quienes critican sus decisiones con argumentos en mano. No escuchan. Ahora exigen confianza quienes sobradamente se han ganado la sospecha pública, mientras llaman a la “unidad”, como quien pide conjurar un abracadabra que hará desaparecer todo conflicto, sanar todas las heridas, restablecer un pasado que les permita volver a contemplar su propio reflejo con la satisfacción de quien se basta a sí mismo, consumidos por una gloria que sólo nos ha asegurado la derrota.