Los reportajes de Ciper que han dado luces sobre la manera en que se logran acuerdos para los nombramientos en tribunales y en el Ministerio Público han provocado, además de reacciones de indignación, declaraciones que justifican los métodos de negociación denunciados. Lo que algunos calificarían de tráfico de influencia, otros lo consideran un ritual inocuo para la distribución de despachos entre jueces, fiscales y notarios. Pedro Pablo Vergara, presidente del Colegio de Abogados, dijo a El Mercurio, por ejemplo, que no le veía nada de malo al cuoteo político”, y que “el escándalo que algunos creen ver no es tal”, refiriéndose al diálogo de WhatsApp de un exjuez presionando por una designación de su simpatía para integrar la Corte Suprema. En la misma línea de argumentación, Jaime Campos, exministro de Justicia, sostuvo en una entrevista a La Segunda que “es una de las discusiones más cínicas e hipócritas que he visto en los últimos años. Todos sabemos que el sistema de designación de la Corte de Apelaciones, Suprema, el contralor, el fiscal nacional, interviene hasta el Presidente de la República, porque el sistema exige ponerse de acuerdo, intercambiar opiniones”. Lo que sugieren con aplomo Vergara y Campos es que los nombramientos se logran así, con ese tipo de diálogos, que quienes están involucrados en el sistema de justicia lo saben. Es decir, para un presidente del Colegio de Abogados y un exministro de Justicia es atendible que entre los argumentos que brinda un exmagistrado para promover frente a un ministro de Defensa a una jueza en un cargo de enorme responsabilidad se cuente el hecho de que se trata de su “mejor amiga” y que, a la vez, “es de centroderecha” y está “dispuesta a ayudar” (cabe suponer que con esta última frase se refería a serle útil al gobierno con el que simpatizaba en sus intereses en el ámbito del ministro). También debe ser un detalle para los abogados Vergara y Campos que finalmente esa jueza haya sido nombrada y que, a la vuelta de los años, con su voto beneficiara a quien la promovió -el exmagistrado que la describió como su mejor amiga-, cuando esa persona fue imputada por autorizar la interceptación ilícita de comunicaciones de un periodista. Hoy por mí, mañana por ti. Es lo que todos saben que ocurre, y, por lo tanto, el solo hecho de cuestionarlo es una hipocresía, según el exministro de Justicia.
Lo que se desprende de las entrevistas brindadas por los abogados Pedro Pablo Vergara y Jaime Campos es que así funcionan las instituciones, por lo tanto, no tiene nada de raro, por ejemplo, que la pareja de una ministra de la Corte Suprema intentara influir en la voluntad de un fiscal gestionándole ciertos requerimientos -como un doctorado y un puesto con más poder-, comentándole, de paso, que “soy bueno negociando”. Tampoco tendría sentido entonces preguntarse en calidad de qué la pareja de una integrante de la Suprema asume el rol de negociador en asuntos tan importantes como lo es el nombramiento de un fiscal nacional, ni cómo es que se inició esa conversación de la que sólo conocemos un trozo, gracias al pantallazo descubierto en el teléfono de Luis Hermosilla, un abogado que, todo indica, se había convertido en una suerte de guardabarrera de designaciones de todo tipo en el sistema judicial nacional. ¿Cuántos eran los requerimientos solicitados por el fiscal a la pareja de la ministra para ganarse su apoyo y cuántas las contraprestaciones comprometidas? Vergara y Campos prefieren no hacerse cargo de esas dudas legítimas y descalificar el asombro que provocaron las revelaciones, como quien se burla de una ingenuidad impostada o de la ignorancia de quien no está familiarizado con un sistema que considera ese tipo de intervenciones como las naturales en un proceso para llegar a acuerdos. Habrá que suponer también que los emojis incluidos en la charla filtrada constituyen “intercambios de opiniones” necesarios, como mencionó el exministro Campos, aunque los diálogos más que exposición de ideas parecieran ser ofertas de servicios a futuro o trueque de favores presentes.
Diversos estudios constatan desde hace décadas que en Chile los índices de confianza en las instituciones se han desplomado. De hecho, según la encuesta Bicentenario UC 2023, solo un seis por ciento de los chilenos y chilenas confía en los tribunales justicia. Ese es un índice de percepción de realidad alarmante, que, sin embargo, parece no inquietar a un sector de los incumbentes en el tema, a juzgar por las tímidas respuestas institucionales para enfrentar el asunto. Como botón de muestra, la Corte Suprema ni siquiera convocó a su Comisión de Ética para discutir la crisis que suponía que la prensa publicara los mensajes que describían las presiones para nombrar ministros, notarios y fiscales. Aunque uno de los miembros de la corte lo intentó, para reunir a la Comisión de Ética era necesario contar con los votos de los jueces mencionados por el reportaje de Ciper, es decir, los nombres que provocaron la crisis, pero ellos votaron en contra de que la comisión se activara.
Los audios de Luis Hermosilla planificando la defensa de su cliente destaparon la forma en que ejercía la profesión el penalista más influyente en la política del país, el más encumbrado socialmente y el que gozaba de mejor prensa de la plaza. El teléfono de Hermosilla -y el del exjuez pedigüeño-, en tanto, está exponiendo la manera en que funciona la administración de justicia en Chile, el modo en que las redes de simpatías políticas, favores y compadrazgo mantienen satisfechos a determinados grupos y en el filo del descrédito unánime a una institución que en lugar de aspirar a mejorar su prestigio, solo parece dispuesta a posponer el descalabro.