Para el plebiscito de 1988 yo no voté, aunque tenía muchas ganas de hacerlo. Tenía 14 años y un par de mis amigos más cercanos, o más bien sus familias, estaban por la opción contraria a la mía y la de mis padres. Me alertaban que si ganaba el No habría una invasión soviética por mar y tierra, y luego viviríamos como en Cuba, haciendo filas enormes para comprar leche y azúcar.
¿Por qué quieres que eso pase? me preguntó una vez un compañero de curso con un gesto desesperado, como si de mí dependiera que los helicópteros rusos aterrizaran en el patio del colegio. Él era un chico amable, y aunque no éramos amigos me simpatizaba. Recuerdo el tono de profunda irritación de su voz y la extraña manera en que arrojaba sobre mí, o más bien sobre todos aquellos que pensaban como yo, la responsabilidad de frenar una debacle que su familia y él mismo tenían como cierta, inminente.
Para él, para sus padres, no existía otra posibilidad: el caos imperaría si ganaba el No. Por eso les resultaba inconcebible que existieran personas que pensaran diferente al modo en que ellos lo hacían. Desde su mirada, el solo hecho de buscar que las cosas cambiaran -que Pinochet dejara el poder- significaba empujar al país a un precipicio. Ganó la opción No, al día siguiente volvimos a clase. No hubo invasión extranjera. Al poco tiempo, la Guerra Fría finalizó, el fantasma de una guerra nuclear comenzó a desvanecerse y McDonald’s abrió una franquicia en Santiago.
El mundo no era el mismo. Aunque la democracia demostró pronto ser una promesa imperfecta, era infinitamente mejor que vivir en dictadura. Ese alivio fue un consuelo durante el primer lustro de los 90, pero en adelante los chilenos y las chilenas aspirarían a más; los gobiernos responderían siempre forzando las expectativas a la baja, aun en temas para los que no hacía falta invertir dinero.
Todo cambiaba, menos la cultura del terror a los cambios.
En importantes sectores de la sociedad local el terror a las discusiones sobre ideas nuevas, sobre transformaciones en las maneras de convivir, siguió cultivándose como un gesto reflejo, un trauma mal resuelto o un símbolo de estatus que confiere identidad y permite mantenerse distinguidamente aparte de la mayoría.
Las primeras décadas de la transición pueden resumirse en una larga lista de momentos en que alguien -un parlamentario, un juez, un ministro, un arzobispo, un empresario, un general, un presidente- anunciaba que no estábamos preparados para algo. Ese algo era cualquier idea nueva o distinta que mostrara una realidad concreta o imaginada.
Sucedió con reportajes de televisión que no podían ser transmitidos, películas que no podían ser proyectadas, campañas de educación sexual que no debían impartirse, proyectos de ley que no podían ser discutidos, obras de arte que nunca debieron ser expuestas, preguntas que era mejor no formular, denuncias que debían archivarse, robos que no debían investigarse, dudas que jamás debían plantearse, deseos que debían ser extinguidos, reclamos que más valía la pena callar y derechos que sencillamente nadie podía llegar a reivindicar.
Cualquier reforma era sospechosa. No era sencillamente estar en contra de algo o tener una opinión crítica sobre una idea nueva; era lisa y llanamente la negación de la posibilidad de que un determinado tema pudiese ser sometido a debate, porque eso significaba entrar en un estado de alerta máxima. El solo hecho de intentarlo
era un peligro mayor, el primer paso hacia una hecatombe que podía llevarnos a un despeñadero que acababa en un pozo profundo de perdición moral, desabastecimiento cubano, chancho chino o colapso venezolano. Levantaron un dique para contener un océano y desde una torre de vigilancia llamaban a votar en elecciones cada vez menos concurridas.
A eso le llamaron normalidad. Fue así como la democracia imperfecta, con el tiempo, se transformó en un artefacto lejano y ajeno que brillaba para unos pocos como una piedra preciosa o un botín, y para muchos más de lo aconsejable, como el destello de una estrella muerta.
El dique construido por la necedad y el abuso se trizó definitivamente hace un año y ya no sirve sembrar el miedo para detener lo inevitable. El proceso que se inicia esta semana es una forma de darle cauce a una crisis que pudo haberse evitado si la élite política y económica hubiera atendido antes a las numerosas señales de fatiga.
Volver a invocar el miedo como una manera de frenar los cambios a estas alturas es tan inútil como inventarse enemigos para no enfrentar los hechos o resucitar a la fuerza un mundo que se fue, invocando con nostalgia la comodidad de los años pasados, la época en que la negación era una forma de hacer política y la resignación silenciosa de las multitudes, un estilo propio de democracia.