La ciencia no ha fracasado, como algunos suponen, lo que ha fracasado es la política. Frente a la pandemia la medicina no podía tener respuestas inmediatas, porque los tiempos del método científico no son los de las conferencias de prensa, ni sus objetivos son los mismos de los discursos que buscan sacar provecho privado de la desgracia pública. La huella del fracaso comenzó en China, en el momento en que el gobierno de ese país silenció las primeras alertas sobre el brote de una enfermedad nueva, y continuó extendiéndose en los países gobernados por líderes que en lugar de trabajar con la ciencia para frenar el avance del virus, corrieron a proteger una idea sesgada de economía: aquella que considera la salud de las personas como una variable de la que es posible desentenderse, sacrificar parte de la población para salvar los números. Durante el primer año de la pandemia eso ocurrió en Reino Unido con Boris Johnson apostando a la inmunidad de rebaño; en Estados Unidos con Donald Trump, mintiendo hasta por debajo de los codos sobre el alcance de la crisis, y en Brasil con Jair Bolsonaro llamándole “gripecita” a una enfermedad que ha matado, hasta la fecha, a medio millón de personas en su país. Allí donde la desigualdad segrega y mantiene a buena parte de la población viviendo en condiciones de hacinamiento y sobreviviendo con trabajos informales, el virus es mucho más difícil de frenar. Mientras tanto, el descontrol de la epidemia en zonas populosas -como India y Brasil- tiene, además, un efecto colateral: el virus continúa adaptándose, variando. Eso es efecto de la política, no un error de la ciencia.
La medicina no ha fallado: cuando ha faltado información ha pedido cautela, y frente a cada nuevo hallazgo, ha exigido a las autoridades responsabilidad en la información brindada a la población y a la gestión de la crisis. En Chile, como en muchos lugares, han sido las autoridades quienes no han cumplido su parte. Desde el inicio de la pandemia se estableció un modelo de manejo que el propio ministro del momento acabó describiendo como “un castillo de naipes que se derrumbó”: pese a las advertencias de los especialistas descuidó la trazabilidad, apostó a mitigar los contagios, que no es lo mismo que eliminarlos, pensando que el virus podría transformarse en “buena persona”, o que eventualmente alcanzaríamos la inmunidad de rebaño. En paralelo, el gobierno buscó dar señales de eficiencia dándole énfasis a la compra de respiradores en el extranjero, gestión ampliamente difundida, llevada a cabo por un gremio patronal. A la vuelta de los meses, y como quedó demostrado, la contribución de esa operación fue mínima en los hechos y sólo tuvo un éxito comunicacional discreto.
El cambio de ministro no mejoró las cosas, solo le añadió al rito de las conferencias de prensa un elemento más de crispación, con un secretario de Estado que ha usado su puesto para maltratar públicamente al personal de salud exhausto y responder con sarcasmos las legítimas dudas de la prensa.
El gobierno pidió unidad para enfrentar la epidemia, pero no la impulsó con acciones que dieran confianza y brindaran un sentido de comunidad, más bien se ha encargado de todo lo contrario. Exceptuando el proceso de vacunación, el resto ha sido un festival de anuncios equívocos y decisiones arbitrarias que han contribuido a un clima de hastío, desconfianza y pesimismo: ni siquiera ha existido un gesto público para lamentar las 40 mil personas muertas por Covid hasta ahora. El ministro en ejercicio sólo ha demostrado extrema sensibilidad consigo mismo, como si la tragedia máxima fuera estar en su cargo y soportar críticas.
La epidemia no acaba, la chapucería tampoco. Con el anuncio de que la variante delta del virus -más agresiva y con mayor resistencia a las vacunas- llegó a Chile, nuevamente el problema es político. Según el Ministerio de Salud, la mujer contagiada con la nueva variante llegó del extranjero, estuvo en cuarentena con un PCR negativo y luego viajó a Talca. Sin embargo, el alcalde de San Javier desmintió esa información: la mujer no hizo cuarentena, no hubo PCR sino hasta días más tarde, y viajó en auto acompañada hasta San Javier -que no es lo mismo que Talca-, donde mantuvo contacto con familiares y conocidos en una reunión sin ninguna restricción. El temor a estas alturas, y como ha sido la tónica, es que se pierda la posibilidad de trazar a todas las personas que estuvieron en riesgo de ser contagiadas. También existe la sospecha de que hayan llegado muchas otras personas con la variante delta, pero que no han sido detectadas por la laxitud de los controles.
Los especialistas de todas las áreas, las sociedades científicas y los gremios profesionales han demostrado su disposición a colaborar con el gobierno, pese a la agresividad de sus vocerías y al manejo opaco de los datos con los que justifica sus decisiones. Pero ya sabemos que hay un punto donde los argumentos científicos se encuentran con los intereses de corto plazo, y con la tozudez de gobernantes que prefieren llevar al límite sus ideas privadas en lugar de aprender a escuchar a quienes elaboran conocimiento para beneficio público.