Columna de Pablo Ortúzar: El error de Putin

La brutal y cobarde invasión de Ucrania ordenada por Vladimir Putin -e ignorada por una China que mira hacia Taiwán- no es un acto impulsado por la barbarie, sino por la ilusión de civilización. Rusia, antes que todo, sigue atrapada en el laberinto teológico-político de Constantinopla. En 1453, la segunda Roma fue capturada por los otomanos, y el Imperio Bizantino cae en 1475. Poco antes, el imperio oriental buscó ayuda en Occidente, sabiendo que el costo era la reunificación entre católicos y ortodoxos. Uno de los grandes impulsores de esta unión fue Isidoro, nombrado metropolitano de Kiev y toda Rus (“los pueblos”) en 1437 por el patriarca de Constantinopla, para buscar sumar al acuerdo a los ortodoxos rusos. El Concilio de Ferrara-Florencia de 1439 culminó en una declaración de unidad, pero cuando Isidoro vuelve a Rusia con la noticia es apresado por Vasily II, príncipe de Moscú, quien nombra a su propio obispo metropolitano y rompe relaciones entre la iglesia ortodoxa rusa y la de Constantinopla. Vasily busca expandir su influencia religiosa sobre toda la región del metropolitanato de Kiev, pero fracasa. En 1461, entonces, crea el metropolitanato de Moscú y toda Rus. Kiev y Moscú se vuelven, entonces, cifras opuestas.
Una fallida segunda maniobra vaticana logra unir en matrimonio en 1472 a Zoe Paleólogo, sobrina católica del último emperador bizantino, y a Iván III de Moscú, hijo de Vasily II. El tiro sale por la culata: Zoe se convirtió a la ortodoxia rusa, Iván III se declaró Czar (césar) y Moscú fue bautizada como la tercera Roma. Por último, la destrucción de Constantinopla por los turcos fue luego interpretada por el clero ortodoxo como un castigo divino por buscar la reunificación con Roma. La Rusia moscovita, desde entonces, se ha entendido a sí misma como el último bastión de la verdadera fe y civilización. Ucrania, en cambio, aparece como el dominio de la apostasía y la barbarie occidental.
Luego de una extensa guerra entre Polonia y Rusia (1654-1667) que consolida el poder moscovita, Kiev es sometido y los ortodoxos leales a Roma son erradicados. En 1720 el Zar Pedro I purga los textos religiosos de variaciones ucranianas. Catalina, después, organiza un programa de rusificación definitivo para Ucrania (que llama “pequeña Rusia”). Para 1862 clausuran las escuelas dominicales ucranianas y en 1863 el ministro del Interior ruso afirma que el idioma ucraniano “nunca existió, no existe y no puede existir”. En 1876 el zar Alejandro II prohíbe imprimir cualquier cosa en ese idioma “inexistente”.
Ucrania, por último, vive su propia revolución a comienzos del siglo XX, llena de luchas facciosas. Destaca el anarquista Nestor Makhno, que con un ejército de campesinos busca crear un territorio liberado, hasta que son aplastados por los bolcheviques. Ya dominada Ucrania, figurará como uno de los sóviets fundadores de la Unión Soviética. Pero el desprecio moscovita no estaba saciado: bajo Stalin, primero, fueron purgadas las élites culturales ucranianas por “desviación nacionalista”, y luego se hizo morir a siete millones de campesinos de hambre entre 1932 y 1934. Reto a cualquiera a leer La cosecha del dolor, de Robert Conquest, o ver la película Mr. Jones, de Agnieszka Holland, sin conmoverse.
Cuando el Csar Putin, rodeado de una corte de títeres, afirma que “Ucrania es un error”, está haciendo eco de toda esta historia. Tratar de leer lo que ocurre desde un marco de izquierdas y derechas es, entonces, absurdo. Tampoco se puede reducir a intereses geopolíticos contingentes, aunque existan. Y los que crean que la cosa termina en Ucrania, mejor consideren que para el lote de rusos que piensan como Putin el error ucraniano es la alianza traidora con Occidente. Pero el mal es Occidente.
Rusia lleva siglos soñando el sueño de Constantinopla, viendo su propia historia como historia sagrada. Inglaterra, primero, y Estados Unidos, después, siguen despertando con dolor del sueño de Roma. China comienza a sumergirse peligrosamente en él. Agustín de Hipona, cuando la primera Roma fue invadida, logró ver con claridad la mentira que fundaba su poder. Todo imperio temporal es una nueva Babilonia y su destino son las ruinas del desierto. La verdad no emana del poder humano. El verdadero error es el deseo de dominación, que subyuga a quienes se entregan a él. Nadie, desde que La Ciudad de Dios fue publicada -tal como reflejan a nivel local los desvaríos autoritarios de nuestra Convención- ha logrado tomarse en serio esta advertencia.
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