Los idiotas que rayaron una sinagoga con consignas antisionistas en Concepción sumaron otro evento más a la extensa lista de templos católicos y evangélicos (y ahora también judíos) recientemente atacados en nuestro país. Lo hicieron en el cuarto aniversario de la quema de varias iglesias durante el estallido social, y mientras los templos no dejan de arder en la Macrozona Sur.
Los ataques contra espacios de culto, así como el odio contra museos y bibliotecas, muestran dos rasgos temibles del “Chile despierto”: furia e ignorancia. Es claro, en este último caso, que los perpetradores ignoran por completo la diferencia entre sionismo y judaísmo. No saben que las corrientes centrales del sionismo -el movimiento por la existencia de un Estado independiente para el pueblo judío- no son religiosas, ni tampoco que importantes corrientes del judaísmo ortodoxo son contrarias al sionismo.
Cualquiera que haya aprendido algo de historia judía a nivel escolar (el epicentro del drama de Chile) sabe que son un pueblo cuya existencia como comunidad política siempre ha estado en tensión con su existencia como comunidad religiosa. El monoteísmo, mezclado con la creencia en un reinado directo de Dios (YHWH) sobre el pueblo de Israel, hizo primero inviable la institución monárquica (frustrando ser “como todas las naciones”) y luego legitimó la dominación extranjera, ejercida por sucesivos imperios, bajo la idea profética de que los dominadores eran un instrumento divino para castigar a los judíos por no observar la ley. Sin embargo, siempre existieron en la antigüedad grupos que creían que el deber judío era rebelarse y preparar el terreno para la venida de Dios, que, según el pacto divino con el Rey David, sería anticipada por un líder ungido (mashíaj en hebreo, kristós en griego) que llevaría a su máximo esplendor el reino. Los macabeos, los rebeldes del año 66 y los rebeldes del año 132 comparten esta creencia y determinación. En el último caso, Simeon Bar Kochba, líder de la revuelta, está convencido de ser el mesías (Cristo). Pero cada una de estas luchas tiene resultados peores que la anterior, terminando la primera rebelión con la destrucción del templo de Jerusalén por los romanos (año 70), y la segunda, con la destrucción de la ciudad completa, la expulsión de los judíos y la prohibición de retornar al lugar, convertido en una colonia de veteranos (Aelia Capitolina). Luego del fracaso de la última rebelión, el judaísmo se aferra a su identidad religiosa, entendiéndose en la diáspora de esa forma, en vez de como comunidad política, y sufriendo repetidamente las consecuencias de ser un chivo expiatorio siempre a mano.
El sionismo político laico, tal como fue ideado por Theodor Herzel en el siglo XIX, no tiene raíces religiosas. La mayoría de sus impulsores son ateos, muchos de ellos de izquierda (como Golda Meir). Lo que reivindica, contra la tradición de los profetas y de Flavio Josefo, es la necesidad y legitimidad de los judíos de poseer su propio Estado. Es decir, la posibilidad de existir como unidad política, en vez de sólo como una comunidad religiosa dispersa por el mundo. Esta idea se fragua bajo las persecuciones decimonónicas contra los judíos en Europa, pero se zanja después del genocidio nazi (Shoá). Esto es lo que motiva, en lo principal, la existencia del Estado de Israel y su determinación de hierro por existir y expandirse hasta lograr un volumen que los favorezca geopolíticamente: ser un espacio donde los judíos no deban nunca más postrarse frente al abuso. Un país que prefiere humillar a ser humillado, pisotear a ser pisoteado. Lo que explica que muchos judíos ortodoxos consideren el proyecto de autogobierno un desafío a YHWH, que terminará igual o peor que los anteriores.
Por todo esto, rayar sinagogas con consignas en contra del Estado de Israel no es, en realidad, un acto antisionista, sino uno antisemita, que confirma los motivos del sionismo. Y es tan estúpido como tratar de importar los horrores del conflicto en el Medio Oriente hacia nuestro país, donde judíos y palestinos cristianos han convivido históricamente de manera pacífica, sólo violentados por la barbarie local, que ataca los espacios de culto de ambos.