Columna de Pablo Ortúzar: Permisología como industria
La posibilidad de operar como censores y cobrar peajes a los esfuerzos productivos es un broche de oro para el activismo identitario, que con ello logra validación y recursos.
En su último libro, titulado The New Leviathans, el filósofo político británico John Gray examina la cultura woke que tiene tomados muchos campus universitarios en el mundo anglosajón y avanza rauda en el hispanoamericano, y que se caracteriza por combinar las banderas del progresismo radical de izquierda con formas y prácticas tan severas como persecutorias. Censurar libros y autores, prohibir contenidos, condenar y oponerse a la exposición pública de ideas consideradas “ofensivas”, boicotear profesionalmente a quienes les llevan la contra y hacer pasar sus agendas de activismo identitario como si fueran áreas de investigación académica, y hacer todo esto en nombre de las “víctimas del sistema”, son algunos de los ingredientes del wokismo. Expresión que en castellano se traduce como “despierto”, refiriéndose a la experiencia -históricamente vinculada a la religión- de “abrir los ojos”, “darse cuenta” o “entenderlo todo”.
Una de las observaciones más agudas de Gray se refiere a las motivaciones que los estudiantes encuentran, especialmente en las áreas de ciencias sociales y humanidades, para afiliarse a este campo ideológico. El autor identifica un deseo evidente de corregir y tutelar a los demás, pero también una aspiración laboral, de hacer carrera a partir del activismo. Así, la vocación woke concentra los dos elementos constitutivos del concepto de “profesión”: el profético, vinculado a la admonición y la pedagogía, y el profesional, orientado a la búsqueda de seguridad material. Gray concluye, entonces, que el estudiante busca ganar un lugar entre los guardianes de los nuevos dogmas en parte movido por la libido dominandi -deseo de dominar-, y en parte por escapar de la precariedad laboral que acecha en un mundo donde la sobreoferta de credenciales académicas es la regla. Cuando las comunidades académicas están tomadas por círculos cerrados progresistas, la única forma de buscar un futuro ahí es unirse al club.
El nuevo mercado del victimismo identitario, que tomó a Chile por sorpresa durante la fallida Convención, está íntimamente relacionado al fenómeno descrito en The New Leviathans y expresa un problema más profundo: en un contexto de estancamiento económico y escándalos constantes de corrupción pública y privada, la aspiración meritocrática -pieza esencial del capitalismo democrático- se ve reemplazada por una regresión hacia lo adscrito. Lo logrado, lo conquistado mediante el esfuerzo y la disciplina, es dejado de lado por la manifestación de aquello que uno “es” (lo que, a su vez, supuestamente puede ser elegido, ya que el yo es soberano para autodeterminarse). Y quien logra acaparar el capital sacrificial de algún grupo victimizado, puede luego capitalizar o monetizar esa posición estratégica. Por eso Irina Karamanos ve conquistas y épica en una carrera pública donde otros vemos más bien aprovechamiento mediático y autopromoción sin mayor mérito.
Lo que reemplaza al horizonte meritocrático -como destacó Carlos Peña en su segundo libro contra Michael Sandel, La mentira noble- no es una mayor justicia social, sino el retorno a los grupos cerrados con aspiración hegemónica. Es decir, la lucha y la repartija identitaria, así como el retorno de los discursos aristocráticos, donde un grupo se presenta como inherentemente mejor que el resto (dotado, por ejemplo, de una escala superior de valores).
El escenario que hemos descrito, para terminar, probablemente está relacionado con el alza de regulaciones y restricciones de todo tipo para el despliegue de proyectos de inversión que hoy se llama “permisología”. Y es que la posibilidad de operar como censores y cobrar peajes a los esfuerzos productivos es un broche de oro para el activismo identitario, que con ello logra validación y recursos. Del mismo modo, es un bálsamo para el litigio de los abogados, una de las carreras más sobreofertadas del país. La protesta, en suma, es también una industria, especialmente atractiva para aquellos profesionales que no encuentran otra forma de integración laboral. “Cerrar la calle abre el camino”, decían los mayoístas del 68. “Obstruir la inversión llena el bolsillo”, quizás es otra de las máximas ocultas de octubre del 19.