El drama actual de Chile es así: un cuarto de siglo de prosperidad (1985-2010) generó una clase media amplia y frágil que habitó el país con los mejores índices de desarrollo económico y humano de América Latina. Sin embargo, desde el 2011 que el crecimiento está estancado y hemos sufrido un azote tras otro: terremotos, tsunamis, aluviones, incendios, migración descontrolada, pandemia, crimen organizado, estallido social y escándalos de corrupción a todo nivel. Esto no está funcionando y estamos todos cabreados.
Las clases medias, con buenas razones, han perdido fe en el ideal meritocrático. Nuestro sistema educacional es casi por completo una farsa credencialista, y esa plaga se trasladó, con el CAE y la gratuidad, a las universidades. El mercado está sobrepoblado de títulos que certifican conocimientos y capacidades que los titulares difícilmente poseen. Pero las deudas por estudiar y sus intereses, que afectan la condición como sujeto de crédito, sí que son reales.
La política identitaria emerge por la decadencia del mérito. Como señala Carlos Peña en La mentira noble, en la medida en que se pierde confianza en las características adquiridas como mecanismo de distribución de las posiciones sociales, se revalorizan las adscritas. Devaluados la educación y los títulos universitarios, retomamos discursos basados en el sexo, la raza, el origen, la condición, etc. De eso se trató la Convención: una pasarela de adscripciones exigiendo reconocimiento y financiamiento. Por eso el ambiente de repartija que se generó: en vez de tratar de arreglar el país querían despostarlo.
Irónicamente, luego del estallido fue la política universitaria la que quedó a cargo. Una clase especial formada en torno a la frustración (y la protesta) por no poder acceder a posiciones de élite, pero que luego se vio, sorpresivamente, con las riendas del Estado (y muchos jugosos cargos a repartir) en las manos. Esto explica, creo yo, que a pesar de sus tan altos ideales declarados, los casos de corrupción hayan estallado rápido y en alto número: en sus filas -aparte de personas valiosas- hay mucho tiburón con ganas de “hacerla”, cuyo odio al sistema nacía nada más de sentirse no recompensado por él. Hinchada la cuenta corriente, el ímpetu indignado muere, sólo para reflotar como farsa electoral. El carrerismo cínico de las federaciones estudiantiles, que ven a recién egresados embolsándose millones como diputados, es un signo de los tiempos: adiós al idealismo juvenil.
La FECH no arreglará, entonces, el país. Pero el resto de nuestra clase política tampoco parece en condiciones de hacerlo. La mocha absurda en torno a los 50 años del Golpe de Estado entrega una idea de lo mal que están las cosas ahí (aunque la declaración del Senado haya salvado la tarde). Ni hablar de la guerrilla silenciosa de mezquindades que tiene trabado el nuevo proceso constitucional. La izquierda no le reconoce legitimidad política alguna a la derecha, y la derecha parece incapaz de identificar el núcleo de verdad de las críticas de izquierda. Escasea demasiado la altura de miras. El nudo central parece ser este: la izquierda no quiere aceptar que el capitalismo hoy (y mañana) es insuperable, y la derecha no quiere aceptar que sin un Estado fuerte y redistributivo el orden capitalista tiende a la oligarquía, la lucha de clases y la descomposición. La carencia de un diagnóstico común de la situación material de Chile y sus desafíos impide acuerdos pragmáticos entre personas ideológicamente opuestas.
No hay época más dulce que el 18. Es una fecha sólida: mejores temperaturas, asados, empanadas, vino y piscola. Familia y amigos. La ideología no juega un rol, porque volvemos a lo fundamental: al hecho de que viviremos y moriremos juntos en esta tierra, bajo esta bandera. Nadie más vendrá a rescatarnos de nosotros mismos. Recuperar la capacidad de crecer y redistribuir depende de una generosidad y de una lucidez que no vendrán de afuera, sino que debemos labrar por encima de nuestro propio cabreo, a partir de los hechos más fundamentales y constitutivos. Recuperar la solidez como país exige aferrarnos a nuestro espacio concreto en el mundo y trabajarlo hasta encontrarle la vuelta. El resto no es música, sino ruido.