Columna de Pablo Ortúzar: Torre de naipes
El desafío de desescalar las expectativas generales respecto a la universidad implica también repensar el rol de la academia y los académicos en una sociedad moderna.
En mi libro Sueños de cartón sostengo que la sociedad chilena ha depositado esperanzas excesivas en la universidad como agente de transformación y movilidad social. La universidad chilena es un canasto sobrecargado de huevos. Un efecto de esta situación es una sobreoferta de credenciales académicas, con la consiguiente inflación de muchos títulos universitarios, que implica tanto una devaluación de esos títulos como la necesidad de obtenerlos para poder ejercer trabajos que antes no los requerían. El gasto social en CAE y gratuidad alcanza miles de millones de dólares, mientras la educación temprana, primaria y secundaria languidece en las sombras.
Un ámbito del exceso universitario que no exploro mucho en el libro es el del prestigio de los académicos. La burbuja de títulos, mezclada con el generoso programa de Becas Chile para doctorarse en el extranjero, ha producido una gran masa de expertos cuyo trabajo de investigación, en buena medida, es también financiado directamente por los fondos fiscales (e indirectamente por medidas como la exigencia de investigación para la acreditación de las universidades). Las expectativas depositadas sobre el conocimiento de estos expertos es muy alta, como demostraron ambos procesos constitucionales, y eso amplifica tanto el financiamiento de las universidades como la exposición pública de los académicos. Este fenómeno afecta especialmente, aunque no exclusivamente (como muestra el caso de la Convencional Dorador), a los expertos en las áreas de Ciencias Sociales y Humanidades.
La sobreproducción de expertos compitiendo por posiciones académicas y fondos, a su vez, empuja a muchos de ellos a aprovechar la validación pública de sus títulos para incursionar en los ámbitos de la política, el activismo y la opinión pública. Un fenómeno similar viene ocurriendo desde hace años en Estados Unidos. Esto, a su vez, ha fomentado un giro hacia el activismo dentro de las propias universidades, afectadas de manera creciente por la politización facciosa de programas y hasta de facultades completas. De la mano de epistemologías posmodernas, varias hebras de los movimientos identitarios se han convertido en ramos y programas universitarios. La potencia original de la figura de Elisa Loncon, según destacaban sus propios adherentes, tenía que ver con este cruce entre activismo y academia, el mismo que le abre puertas en facultades de Estudios Latinoamericanos en muchas de las más conocidas universidades de Europa y Estados Unidos.
Pero la circulación de los expertos entre el ámbito académico y el espacio público, así como la mezcla de ambos planos a nivel universitario, no sólo trae potenciales beneficios, sino también riesgos. Uno de ellos es que su trabajo académico sea cuestionado en los términos propios del espacio público. Eso ha ocurrido este verano con el escándalo altamente ficticio relativo a los Fondecyt, donde ha ardido la pradera porque expertos como Fernando Atria y Lucía Dammert -que cuentan con nutridas carreras académicas, más allá de sus roles políticos- se adjudicaron fondos de investigación. Dado que el proceso es objetivo, y considerando exclusivamente el currículo experto de los cuestionados, el alegato no parece tener sustento. Sin embargo, su mera existencia merece análisis y explicación.
El público objetivo de la investigación académica, en principio, son otros académicos. Los famosos “pares”. No el gran público. Mas, en la medida en que se producen ámbitos híbridos y ambiguos entre universidad y espacio público, y en que en dichos ámbitos se transan grandes cantidades de prestigio y dinero, las cosas tienden a complicarse. También la envidia, las batallas entre lotes y las pequeñeces de la academia, que tradicionalmente se restringían al mundo universitario, ahora se trasladan, no pocas veces, al ruedo general, añadiendo su propio ingrediente a la confusión.
El desafío de desescalar las expectativas generales respecto a la universidad implica también repensar el rol de la academia y los académicos en una sociedad moderna. Este será, sin duda, un proceso complicado, pero necesario para evitar que la vieja torre de marfil termine por convertirse en un dudoso y frágil castillo de naipes.