Columna de Sebastián Edwards: Esa violencia que nos destruirá

Nueva jornada de manifestaciones en Plaza Baquedano
Carro lanza aguas dispersa un grupo de personas, durante una nueva jornada de manifestaciones en Plaza Baquedano. Foto Agenciauno


El problema principal de Chile no es la pandemia. Tampoco la recesión. Nuestro gran problema es la violencia. Porque si el nivel de violencia se mantiene o aumenta, terminaremos divididos en forma irremediable, con una economía deprimida y mediocre, con un país secuestrado por el temor y la desconfianza. Más aún, si la violencia continúa, la nueva constitución nacerá con un pecado original difícil de limpiar. Será una constitución hija del miedo, lo que a ojos de muchos la hará ilegítima.

Y cuando hablo de violencia, me refiero a todo tipo de violencia. A la callejera, a la de los manifestantes que queman todo, a la de los carabineros sin límite ni control; a la del campo y la ciudad. Me refiero a la violencia verbal y física, a la de los abusos monopólicos, a la violencia de género y a la psicológica. Hablo de la violencia terrorista y la violencia de estado.

Históricamente, Chile fue un país violento. En el canto 32 de La Araucana, Alonso de Ercilla escribió:

“La mucha sangre derramada ha sido/ (si mi juicio y parecer no yerra)/ la que de todo en todo ha destruido/ el esperado fruto de esta tierra; / pues con modo inhumano han excedido/ de las leyes y términos de guerra,/ haciendo en las entradas y conquistas/ crueldades enormes, nunca vistas.”

Varios siglos después, en 1970, Eduardo Hamuy, uno de los padres de la sociología chilena, constató, a través de encuestas, que los chilenos tenían una gran tolerancia por la violencia. Encontraban que era relativamente natural, y la justificaban tanto a nivel político como familiar.

En un artículo reciente, los académicos Henrik Urdal y Kristian Hoelscher analizaron los incidentes violentos en trece ciudades latinoamericanas entre 1960 y 2014. Su definición es amplia, e incluye tanto a revueltas espontaneas y organizadas, como la violencia represiva por parte de las fuerzas públicas. Durante la década de los 1970, Santiago registra el mayor número de incidentes violentos, entre todas las ciudades estudiadas -- Asunción, Bogotá, Brasilia, Buenos Aires, Caracas, La Paz, Lima, México D.F., Montevideo, Quito, Rio de Janeiro, Santiago, y Sao Paulo.

Según estos expertos, la violencia en Chile empieza a caer con el retorno de la democracia, hasta que en 2000-2009 es una de las más bajas de la región. Pero, la tranquilidad duró poco. En el quinquenio 2010-2014 nuestro nivel de violencia subió a más del doble que el promedio de la región.

Un país violento y sin paz no puede prosperar. La historia es terminante, y señala que existe una fuerte relación inversa entre violencia y felicidad de la población – ver el índice del Institute for Economics and Peace. Lo importante de estos análisis es que van más allá de lo económico, y siguen un enfoque amplio y humanista.

Hace unos días el Banco Mundial publicó un informe sobre condiciones sociales y pobreza, en el que se muestra en forma rigurosa que los países con conflictos violentos persistentes – los llamados “conflictos cumulativos” – tienen mayor incidencia de pobreza y mayor desigualdad. Son países tristes. (“Poverty and Shared Prosperity”)

Si Chile quiere salir adelante y prosperar, es menester ponerle atajo inmediato a todo tipo de violencia, es necesario volver a los años de paz de 1990-2010. Los próximos 24 meses serán vitales para el futuro de la República, y no podemos desperdiciarlos.

¿Qué hacer?

Un paso fundamental es que los políticos de todos los bandos, de todas las tendencias, de todas las regiones, hagan un pacto férreo para rechazar, condenar y evitar la violencia. Un pacto que incluya desde Daniel Jadue hasta Jacqueline Van Rysselberghe, pasando por Carlos Montes y Joaquín Lavín. Un pacto en el que participen el gobierno y la autoridad policial - bajo el mando actual o uno renovado -, las centrales sindicales y la sociedad civil. Un pacto que denuncie toda violencia sin ninguna excepción. Un pacto en el que nuestros líderes (y los que aspiren a serlo) incluso se hagan presentes en las zonas de conflicto para, en forma presencial, tratar de engendrar la paz. Quienes se excluyan de este pacto solo pueden ser calificados de cómplices del violentismo, y de políticos cobardes atrapados por el miedo.

En el capítulo 31 de “El Capital”, Carlos Marx escribió que la violencia es la partera de toda nueva sociedad. En esto, como en muchas otras cosas, Marx estaba equivocado. Una sociedad próspera y tolerante, inclusiva y armoniosa, integrada y solidaria, no puede nacer en medio del amedrentamiento, del miedo y de las amenazas.