Después de una espera llena de angustias, los expertos y analistas han dado por ganador en las elecciones de EE.UU. al ex vicepresidente Joe Biden. La pregunta importante, la gran pregunta en realidad, es por qué les costó tanto ganar a los demócratas. ¿Por qué lograron un triunfo tan apretado contra el peor presidente en la historia del país? ¿Por qué triunfaron por un pelo en una contienda que, se suponía, iban a ganar por goleada?
La respuesta es simple: el Partido Demócrata se ha transformado en un partido de las élites, y está más preocupado de cuestiones culturales -como la “interseccionalidad” y “política de identidad”- que de las ansiedades de los estadounidenses de bajos recursos. Es por ello que Biden obtuvo porcentajes sorprendentemente bajos (en relación a las proyecciones) entre hombres hispanos y de color, entre personas con bajo nivel de educación. En todo esto hay, desde luego, una lección importante para los progresistas chilensis.
Joe Biden fue cuidadoso, y se distanció de Hillary Clinton, quien en 2016 se refirió a la gente pobre con preocupaciones economicistas como “los deplorables.” Pero a pesar de los esfuerzos del candidato, el partido de Biden insistió en temas prioritarios para la élite, y siguió mirando en menos a obreros, operarios, y gente común.
Las élites progresistas han enarbolado la tesis que Estados Unidos y su gente son profundamente racistas. Es menester, nos dicen, que todos lo reconozcan. Hay que hacer un mea culpa generalizado y permanente, expiar este pecado horrible que nos afecta a todos. Bueno, a casi todos; los progresistas, con un enorme aire de superioridad moral, piensan que ellos están exceptuados. Los otros, la mayoría, los racistas y opresores, deben ser reeducados, deben enrolarse en seminarios sobre relaciones raciales, deben reconocer en público sus culpas. Deben esforzarse, cada día, por ser “anti-racistas”.
Desde luego, la enorme mayoría de los ciudadanos se horrorizaron ante el asesinato de George Floyd en manos de un policía blanco en Minneapolis. Hubo marchas multiétnicas y masivas, donde se denunció el crimen, y se exigieron reformas a las fuerzas policiales. Pero apoyar el principio de Black Lives Matter, y reconocer que hay abusos e injusticias, no es lo mismo que aceptar que todos somos racistas sistémicos, y que nuestros “privilegios blancos” nos llevan a “oprimir” a otros todos los días.
Hace unos meses The New York Times lanzó el “Proyecto 1619”, premiado con un Pulitzer. La idea detrás de este extenso reportaje es que la historia de los EE.UU. habría empezado en 1619, cuando el primer barco con esclavos llegó a puerto en Plymouth. Según los autores, este fue el momento definitorio de la nación. La historia no empieza con los pueblos originarios, ni con la declaración de la independencia en 1776, ni con la Guerra Civil. Como este es un país racista, el año clave es 1619.
La reacción de las élites progresistas fue de aprobación inmediata. Se aceptó la tesis de 1619 como si fuera una revelación divina. El próximo paso era reconocer culpas. Luego era necesario que cientos de miles de personas fueran reeducadas en cómo ser anti-racistas (lo que no es lo mismo que no ser racista).
Pero a la gente común y corriente, a los operarios y oficinistas, a los dependientes de tiendas y contadores, a los profesores y pescadores, a jardineros y mineros, la acusación de que eran racistas les pareció ofensiva. Si bien admiten que aún hay muchos incidentes raciales -incluyendo abusos de fuerza de la policía-, para ellos el racismo no es el atributo que define a EE.UU. Y por esta razón, un número enorme de ellos -incluyendo millones de hombres latinos- decidieron no votar por los demócratas.
Pero el error de los demócratas también consistió en impulsar otras políticas consideradas extremas por las grandes masas. Por ejemplo, en California, donde Joe Biden ganó 66% de los votos, muchas iniciativas progresistas fueron derrotadas en los plebiscitos del estado. Se rechazó el uso de criterios raciales para contratar en el sector público (discriminación positiva), se rechazó una ley de control de cánones de arriendos, y se rechazó que los trabajadores de delivery fueran considerados empleados permanentes de las compañías.
Quien mejor ha resumido el desafío de los demócratas fue el ex precandidato a la presidencia, Andrew Yang, quien dijo que, desafortunadamente, su partido fue capturado por las élites de las grandes ciudades, las que están más interesadas en temas culturales que en mejorar el nivel de vida de la clase trabajadora.