Tolstoi iniciaba su Ana Karenina con la conocida frase: "Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera".

Algo similar se podría decir de las sociedades contemporáneas, cuando ellas funcionan con normalidad tienen una estética parecida , pero cuando sorpresivamente tal normalidad se rompe y aparecen turbulencias severas, quiebres, desmadres o follones sociales, adquieren una dinámica singular e insospechada.

Las revueltas de nuestra época son muy distintas entre sí; algunas terminan con cambios profundos a veces duraderos y en otras ocasiones efímeros; algunas, como la revuelta estudiantil del 68 en París, no provocaron un cambio sistémico, pero influyeron fuertemente en cambios culturales; otras terminan con muchas pérdidas humanas y materiales y escasos resultados cuando el necesario desgaste del impulso contestatario regresa de la exaltación poética a la rutinaria prosa del día a día.

Distintas son también las causas que provocan tales revueltas, a veces son producto de cuestiones evidentes, claramente palpables, situaciones dictatoriales, catástrofes económicas, hambrunas o fanatismos religiosos o identitarios.

En otras ocasiones, las causales son más larvadas y subterráneas. Así fue el 68 francés. Así parece ser lo sucedido de repente en Chile en plena primavera, y no en el último verano, como reza el título de la obra teatral de Tennessee Williams.

Lo que todas tienen en común es que siempre hay un hecho particular que despierta la ira, una chispa que incendia la pradera.

Los gobiernos y los dirigentes políticos quedan normalmente boquiabiertos, ofendidos, sin conducta y tienden a imaginar que ellas son solo fruto de conspiraciones externas, perpetradas por aquello que los dirigentes africanos solían llamar "las fuerzas del mal".

En el caso de Chile, por ejemplo, las cifras no dan ni de lejos para una revuelta de esta magnitud.

Se trata de un país que, mirado con un mínimo de racionalidad, ha progresado mucho en los últimos casi 30 años de democracia, la pobreza ha disminuido fuertemente medida a través de las más diversas metodologías. Si bien es cierto que los beneficios se distribuyen en forma muy desigual, el nivel de desigualdad ha disminuido, aunque de manera muy moderada, está en la media de América Latina y muy atrás respecto de los países desarrollados de la Ocde.

En los indicadores más complejos, como el desarrollo humano, está a la cabeza de América Latina y nada mal a nivel global.

Sin embargo, existe una fuerte rabia, un enojo instalado en los sectores medios que viven mejor que ayer, pero experimentan un estancamiento y temen un retroceso. Ellos han progresado a costa de muchos sacrificios, endeudamientos y muchas veces con más de un trabajo, porque ganan muy poco y deben pagar mucho. Ese enojo también existe en sectores populares que están más atrás y ven pasar el bienestar por sobre sus cabezas, sienten que los servicios sociales no los protegen y la economía criminal los rodea.

¿Cómo se incubó esta situación?

Las causas son variadas. Después de los primeros decenios de reconstrucción democrática, pese a errores y carencias, se obtuvieron muchos logros que explican la solidez acumulada por el país, pero tales avances comienzan a perder impulso a venir a menos en lo económico, en lo institucional, en lo social y en lo ético.

Comienza, en consecuencia, a crecer una brutal desconfianza en tales sectores, sobre todo entre los jóvenes más escolarizados, que no llevan las cicatrices de la dictadura.

Ellos desconfían de una economía donde los contrapesos políticos son débiles para morigerar la desigualdad, de una clase empresarial donde existen algunos comportamientos delictivos, carentes de pudor y abundantes en codicia, de instituciones espirituales con excedente de pecados, de una clase política sobrepagada, donde muchos se centran en defensas particularistas con poca idea de país y donde a hombres y mujeres de Estado hay que buscarlos con el farol de Diógenes. A ello se agregan los robos millonarios que han existido en las instituciones armadas y casos de corrupción en la judicatura.

Además, las reformas impulsadas con buenas intenciones resultaron contrahechas y fueron reemplazadas por una agenda cargada de doctrinarismo neoclásico y un optimismo irresponsable, bastante indiferente a lo social.

La protesta que estamos viviendo ha adquirido una dimensión históricamente masiva y prolongada, sin expresiones orgánicas visibles y consignas que plantean su enojo con lo existente, sobre todo con la gestión del Presidente y demandando un profundo cambio de rumbo.

Ella ha estado, desgraciadamente, rodeada de un vandalismo lumpesco extendido y brutal, donde se mezclan el ultrismo, la delincuencia y el oportunismo, y en el cual han operado manos profesionales del caos y la destrucción.

El gobierno ha separado muy tardíamente su juicio sobre la protesta cívica de la acción delictual , cuando hay ya mucha pérdida humana y material, pero llegados a este punto lo esencial no son los errores cometidos, sino cómo no perdemos lo más precioso, la convivencia democrática, para salir de la actual crisis, y cómo aislamos y derrotamos la violencia criminal.

La reposición de una convivencia ordenada debe ir estrechamente de la mano con un cambio profundo de la agenda social y de la recuperación de un nivel mínimo de credibilidad del mundo político, porque cuando se produce un vacío en la democracia, el peligro autoritario de cualquier sello se halla a las puertas.

A costa de ser considerado ingenuo, quiero traer a colación un ejemplo histórico que me parece relevante: en 1932, los socialdemócratas suecos, en medio de una profunda crisis, dejaron de lado sus posiciones revolucionarias y adoptaron un camino reformador que unió al país y sacó a Suecia de su atraso económico y social y lo llevó a convertirse en el país exitoso, libre e igualitario que es hoy .

Guardando las debidas diferencias, con el ejemplo citado sería conveniente que a partir de nuestra actual crisis, el gobierno enrumbara por el camino de un amplio diálogo político y social, abandonara sus dogmas en materia económica y promoviera un acuerdo con las fuerzas políticas y sociales de oposición, tendiente a generar un fortalecimiento de la acción pública que consolide nuestra democracia representativa, la amplíe y persiga una sociedad más justa, basada en la dignidad de todos.

Los tiempos son cortos, de no producirse un cambio profundo solo quedarán de este estallido las pérdidas humanas, la frustración y una inestabilidad permanente.

Una nueva ruptura estará a la vuelta de la esquina.