Columna de Héctor Soto: Imágenes, singularidades
La arista más misteriosa es que esta debe ser la primera vez en Chile que un movimiento social arrollador y muy extendido, sustentado en unas pocas ideas y en millones de emociones, tiene liderazgos borrosos y demandas poco nítidas. Obviamente, sobran los partidos, los políticos y los iluminados que le están haciendo empeño a explicarlo, a interpretarlo, a capturarlo y a dirigirlo. Pero hasta aquí al menos a nadie le ha ido muy bien en este empeño.
Será difícil olvidar algunas de las imágenes recientes. Las hay muy potentes, como la gran manifestación de la Plaza Italia o la salida de Chadwick y otros siete ministros del gabinete; otras son muy violentas, de incendios y saqueos; y también quedan algunas muy patéticas, de una larga fila de políticos, intelectuales, analistas, actores, músicos o animadores de TV preguntando dónde está la caja para ir a cobrar sus vales, sus pagarés, sus anuncios, sus vaticinios, sus artículos, sus cartas al director, sus frases de aquí y allá, donde con meridiana claridad anticipaban lo que iba a ocurrir. Los visionarios fueron ellos; los ciegos o estúpidos -para qué darle más vueltas- nosotros.
No es, por supuesto, la única rareza de lo que estamos viviendo. La mayor, la que más se sale del cuadro, por lejos, es el piso que la nueva clase media (sea lo que sea que entendamos por tal) ha ofrecido a las manifestaciones y protestas. Esto es lo que otorga gravedad al fenómeno. Todos los demás aspectos, incluyendo los increíbles daños a una empresa pública como el Metro y los temas de seguridad que han saltado a la palestra, son casi anecdóticos en relación al respaldo ciudadano que se respira en el ambiente.
¿Dónde está la novedad? Básicamente, en que es extraño que las capas medias se vuelvan condescendientes con horizontes de caos ciudadano. Así ha sido siempre en el mundo y también en Chile. Pero es justamente eso lo que ha estado ocurriendo. Esta es la segunda vez en la década, por lo demás, en que el grueso de la sociedad chilena, hasta donde se puede dimensionarla, legitima y consiente una movilización bienintencionada en sus propósitos, pero en cuyos bordes (y a veces no tan en los bordes) se observan conductas de extremada violencia política. Algo de eso, menos, ya ocurrió en 2010 y 2011, cuando los estudiantes se movilizaron contra el lucro en la educación y por la universidad gratis. Fue una causa que la gran mayoría del país compartió, no obstante sus reparos a episodios puntuales de violencia. Esta vez, la movilización es aún más singular, porque partió ni más ni menos que de un operativo terrorista que, aparte de incendiar simultáneamente unas 30 estaciones del Metro, intentó sabotear el aeropuerto, los peajes y diversas instalaciones de servicios básicos de la ciudad. Es un pecado original que no será fácil expurgar. La encuesta Cadem de la semana pasada dijo que el 90% de los ciudadanos rechaza la violencia y la destrucción de propiedad pública o privada en las manifestaciones y protestas. No obstante eso, pocas veces la violencia ha cruzado tantas fronteras como ahora, pocas veces también se vieron comportamientos más destructivos, y sin embargo la gente parece estar lejos de haber copado sus niveles de tolerancia. Es cierto que han aparecido señales de angustia y estrés ciudadano. No es para menos: la ciudad es menos habitable, el transporte peor y los sobresaltos son constantes. Pero en el curso central de las aguas, por así llamarlas, se diría (y puede ser una percepción errónea) que es mayor el respaldo que la condena. Sobre el particular, desde luego que no está dicha la última palabra.
Esta crisis tiene, además, otras singularidades. La más obvia es que cuenta con un subsidio importante de parte del grueso de los medios de comunicación. Pocas veces como hasta aquí la información tuvo más sesgos y el reporteo apeló tanto al sermón como al discurso editorial. La arista más misteriosa es que esta debe ser la primera vez en Chile que un movimiento social arrollador y muy extendido, sustentado en unas pocas ideas y en millones de emociones, tiene liderazgos borrosos y demandas poco nítidas. Obviamente, sobran los partidos, los políticos y los iluminados que le están haciendo empeño a explicarlo, a interpretarlo, a capturarlo y a dirigirlo. Pero hasta aquí al menos a nadie le ha ido muy bien en este empeño.
En alguna zona, la ausencia de interlocutores válidos complica la gestión del gabinete que ahora encabeza el ministro Blumel. Pero, en otra, podría facilitarla, porque llegó la hora de los testimonios, mucho más que de los acuerdos cupulares. Aquí nadie tiene la llave de la solución y, por lo mismo, gobierno y oposición debieran ponerse de cabeza a encontrarla. Hay políticos que todavía no entienden que lo que se está jugando aquí no es el gobierno, sino el sistema democrático. Y mientras menos lo entiendan, lo más probable es que al momento de pasar por caja, lejos de poder cobrar, van a enterarse con sorpresa que en realidad quedaron debiendo.
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