La nueva década nos despertó de golpe en febrero de 2010, para recordarnos que habitamos una cornisa endeble que a veces nos mece y otras tantas nos tumba. Hubo muertos, heridos, pueblos arrasados, un almirante que se fue a dormir temprano, recriminaciones cruzadas y el ritual de caridad frente a las emergencias que afectan a los más pobres y que en Chile se disfraza de solidaridad. La tragedia quedó fijada en la imagen de un hombre extendiendo una bandera rota en medio de los despojos del tsunami. Decidimos que esa bandera y ese paisaje nos representaba como pueblo.
El terremoto fue el inicio de un ciclo sostenido de derrumbes, años en que la mampostería mal dispuesta y las fachadas de cartulina sucumbieron a los forcejeos de las nuevas condiciones ambientales. Ya nada sería lo mismo cuando los telones del disimulo de las instituciones se vinieron abajo. Hubo derrumbes bien administrados, como el de la mina San José, que acabó en una puesta en escena global con un rescate transmitido en vivo y en directo para gloria del gobierno y alivio de las familias de los afectados. Los medios olvidaron hablar de las precarias condiciones de trabajo y se quedaron en la gesta de los ingenieros. Después de los campanazos de celebración, de las entrevistas y la película, vino la dura realidad habitual. Los 33 pasaron a ser leyenda tan pronto como sus nombres fueron olvidados y los dueños de la mina sobreseídos de las responsabilidades legales por el accidente.
Todo crujía desde un principio y lo siguió haciendo. Las movilizaciones estudiantiles que comenzaron en mayo de 2011 desnudaron que parte importante de los avances en la cobertura de educación superior que enorgullecía a cierta élite política fueron levantados sobre un negocio inmobiliario, un sistema de crédito abusivo y con instituciones que no aseguraban calidad alguna de la enseñanza; irrumpieron entonces dirigentes universitarios con destrezas para las que el establishment no estaba preparado. El movimiento estudiantil instaló que la idea de lucro en la educación perjudicaba a los más pobres, consiguió apoyo para la gratuidad universitaria y jubiló de facto a una generación política de izquierda que no tenía reemplazo. El movimiento, sin embargo, fracasó en sus llamados a fortalecer la educación pública.
Durante los primeros años de la década la gente salió a la calle por el abandono de sus comunidades, por la contaminación, por los abusos constantes, pero, por sobre todo, por sus derechos. Las organizaciones de diversidad sexual empujaron la ley antidiscriminación después del asesinato de Daniel Zamudio en 2012, la unión civil en 2015 y la ley de identidad de género en 2018. En 2010, el concepto femicidio fue incluido en la legislación chilena y el mayo feminista de 2018 se transformó en el hito necesario para exigir una nueva distribución del poder que tomara en cuenta a las mujeres. Cada una de estas manifestaciones surgió a distancia de los partidos políticos, de la derecha de adobe colonial y del progresismo satisfecho de sí mismo y de sus ideas escabechadas en intereses pequeños. Mientras eso sucedía, parlamentarios, dirigentes políticos y dignatarios religiosos se preguntaban qué habían hecho para merecer tanta desconfianza.
Y habían hecho bastante más de lo que intuíamos.
Sobre los muros de los salones de la república se habían colgado cuadros, retratos de santos varones como Karadima y Poblete, que por el reverso no eran más que criminales protegidos por un entorno hipócrita y desquiciado. Había grandes señores que resultaron ser pillos de buena cuna y generales haciendo vida de magnate a costa de los gastos reservados. Lo que ocurría escaleras arriba se distanciaba mucho de la leyenda de probidad y austeridad con la que la élite abanicaba su propia valía; así quedó demostrado con el caso de La Polar, con la colusión de las farmacias, la de los pollos y la del papel higiénico.
El abuso como patrón de conducta aparecía una y otra vez de distintas maneras: en la relación de los fieles con las iglesias, en la de los consumidores con las empresas, en la de los ciudadanos con los servicios públicos, en la de los comuneros mapuches con la policía. Un nudo marinero que mantenía a su presa bien atada. Cualquier movimiento para intentar liberarse era automáticamente compensado por la tensión de la soga en el extremo contrario. En esas condiciones, los chilenos nos fuimos enterando de que ni siquiera nuestros votos valían, porque muchos de nuestros representantes se debían más a quienes los financiaban irregularmente que al mandato de los electores. Eso ocurrió entre 2014 y 2015, cuando los casos Penta y SQM aniquilaron la fantasía de que la corrupción en Chile era un asunto menor y restringido a ciertos mandos medios. Repentinamente nos vimos internados en un basural de boletas falsas y empresas de papel tipo Caval. En 2016, tras la muerte de Lissette Villa, descubrimos que en el fondo de ese basural había un sótano llamado Sename.
El embrujo del país líder fraguado durante la transición se acabó durante la década que termina, se fue extinguiendo mientras llegaban cientos de miles de inmigrantes a buscarse su propia historia de Chile. El entusiasmo desmedido de los 90 -el jaguar, las poleras con la bandera, el Chino Ríos- no pudo volver a conjurarse ni con dos copas de fútbol, ni con dos Oscar para el cine local. Cada vez era más evidente que cada quien vivía en una versión distinta de un mismo país. La mayoría en la versión Fonasa, algunos en la versión Isapre, muchos otros mirando el sistema desde fuera y todos escuchando con insistencia que el porvenir dependía del esfuerzo propio, del mérito. Sin un futuro compartido, ¿qué teníamos en común los chilenos más allá del fútbol y las tragedias? Quizás los restos de la educación pública, las listas de espera en los hospitales o el reporte meteorológico que nos anuncia que cada vez lloverá menos. Va a terminar la década y pienso que deberíamos tener algo más que eso, algo mejor que una bandera rota abandonada entre los escombros de nuestra última tragedia.