Columna Pablo Ortúzar: No hay futuro
El paraíso estaría a la mano, pero obstruido por los enemigos. Hacerlos a un lado es todo lo necesario para ser felices. El odio, entonces, es representado como una forma de amor. Odiar a los enemigos se postula como el verdadero amor por la humanidad. Se descubre que la guerra es la paz del futuro.
La polarización política y las mentiras van de la mano. Lo normal es que dos personas enfrentadas a la misma realidad discrepen sobre distintos asuntos, pero también encuentren puntos en común. No hay infinitas formas de cruzar un río. Esto es lo que permite la amistad cívica, la convivencia democrática y la alternancia en el poder. Es lo que vuelve exploratorio, provisional y reflexivo el ejercicio del mismo. Y es lo que llama a la prudencia en la toma de decisiones: saber que la fórmula preferida es una entre otras, que probarla implica gradualidad y reversibilidad, y que no existe la magia en los asuntos públicos. Es, también, lo que hace que sea distinto tratar con alguien de signo político opuesto en persona que en formato virtual, pues mucho de lo compartido se experimenta en la presencia real del otro, más allá de lo que diga. Y porque la política es, al final del día, simplemente una dimensión muy limitada de la existencia, incapaz de agotarla.
Todos los fanatismos aspiran a destruir este espacio común. Para lograrlo, la imagen del otro debe ser distorsionada por completo, y eso lo logran mediante mentiras y exageraciones. Se reemplaza la humanidad ajena por categorías altamente abstractas. Los rasgos individuales son resumidos en etnias, clases, nacionalidades, ideologías o religiones, y esa unidad de sentido es vinculada a algo temible. De esta manera, el otro deja de ser experimentado como una persona y pasa a ser el vector de una amenaza. Un enemigo total, cuyo rasgos humanos se asumen simulados. Básicamente, un rostro del mal.
Estas mentiras se alimentan de otras. En particular, la ilusión de poseer soluciones rápidas y fáciles a todos los problemas. El paraíso estaría a la mano, pero obstruido por los enemigos. Hacerlos a un lado es todo lo necesario para ser felices. El odio, entonces, es representado como una forma de amor. Odiar a los enemigos se postula como el verdadero amor por la humanidad. Se descubre que la guerra es la paz del futuro.
Todas las distinciones, en suma, se van colapsando y revolviendo, hasta lograr una visión de la existencia que es un mejunje informe de equivalencias, donde todo es lo mismo. La política es lo mismo que la religión, la religión lo mismo que la política. El Estado es lo mismo que la sociedad, la sociedad que el gobierno, el gobierno que la familia. Dios es el pueblo, el pueblo es la vanguardia, la vanguardia es la voluntad del líder. El odio es el amor. La mentira es la verdad. George Orwell observó este rasgo aglutinante y terrible del deseo de dominar plenamente desplegado. La manifestación del retorno de la teología política, tal como la promovida por Carl Schmitt, Ernesto Laclau o Chantal Mouffe.
Quienes quieran combatir a este mecanismo monstruoso tienen dos opciones: abandonar toda esperanza, tratando de desactivar en uno mismo los efectos de la aniquilación de las diferencias, o bien luchar por restablecer esas diferencias. La interesante entrevista a la artista DJ Lizz en la plataforma TerceraDosis manifiesta una apuesta por lo primero. El apocalipsis, afirma la artista, en línea con la visión del punk setentero, ya ocurrió. El sentido en el mundo ya fue. Lo que queda es inventarse, cada uno como pueda, una felicidad propia. No hay futuro.
La alternativa al camino de resistencia planteado por Lizz es la de Agustín de Hipona, que parte de una premisa parecida: los poderes de este mundo ya han sido derrotados por Cristo. No hay un futuro real en el plano temporal. Los imperios vendrán, llenos de orgullo y fuerza, y se irán, tragados por el desierto. Pero Dios, que es amor, queda. No pasa. Y los bienes de este mundo, limitados y opacos, anuncian los de la vida eterna. Cultivarlos, compartirlos y protegerlos de la máquina de dominación es lo mejor que podemos hacer mientras peregrinamos por la tierra.
John Lydon, mítico vocalista de los Sex Pistols bajo el nombre de Johnny Rotten, vivió 44 años junto a su esposa, Nora Forster, que falleció este año luego de sufrir seis años de alzhéimer. En sus reflexiones del último tiempo, la desesperación del punk aparece como respondida por la visión del obispo africano. “No hay futuro, hay amor”, es lo que dicta su testimonio.
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