Daniel Innerarity (Bilbao, 1959) comenzó su carrera de prolífico ensayista con volúmenes sobre Habermas, Hegel y la filosofía considerada como una de las bellas artes. Su perfil de intelectual público, eso sí, lo vincula derechamente a los temas y los problemas de las democracias contemporáneas: por sus numerosos libros (partiendo por el último, La libertad democrática), por su activa participación en foros internacionales y, sobre todo, por su condición de columnista (sin mencionar la de tuitero) en medios como El Diario Vasco, La Vanguardia y El País, periódico este último donde se le ha visto formular en los últimos meses encendidos planteamientos en torno a cuestiones como las promesas de futuro, el momento de la extrema derecha y el espíritu de tribu en los tiempos complejos que corren.

En unos días más, el jueves 18, estará de vuelta en Chile y en el Congreso Futuro, donde hace dos años habló de la “pandemocracia”. Esta vez lo hará sobre la inteligencia artificial, un área cuyos desarrollos recientes han dado pie a lo que llama una “histeria digital”.

Escuchar a algunos gurús de la IA reclamando que los políticos regulen, ha escrito usted, “es como si unos ladrones recriminaran al dueño de la casa por no haber cerrado bien las puertas”. ¿Qué camino político considera adecuado seguir en este ámbito? ¿Cuál es el mayor problema?

Hay muchos problemas, algunos de los cuales todavía no somos capaces de identificar. Pero el que más me interesa es el de su compatibilidad con la democracia, que es el tema de mi cátedra en el Instituto Europeo de Florencia: si es posible mantener los principios normativos de la democracia en la actual constelación digital, si podemos seguir hablando de la democracia como un régimen político basado en la libre autodeterminación cuando cada vez hay más decisiones adoptadas por unos algoritmos y sin lo cual, por cierto, no podríamos hacernos cargo de la creciente complejidad del mundo. ¿Qué debemos hacer entonces para que esas decisiones puedan seguir siendo nuestras decisiones?

La controversia sobre el desarrollo de la IA, ¿en qué sentido provee elementos a los pesimistas de hoy? ¿O es que derechamente nos pasamos al pensamiento apocalíptico?

Vivimos un momento de histeria digital fomentado en buena medida por sus creadores, que ahora nos advierten de los peores escenarios. Con esto no excluyo que haya que tomarse en serio sus advertencias, aunque no sean completamente desinteresadas. La menos creíble es la que pronostica una superinteligencia que nos convertirá en dóciles subordinados. No hace falta que la inteligencia artificial nos supere (lo que es una afirmación que carece de fundamento epistemológico y forma parte, más bien, de la ciencia ficción) para saber que, además de enormes beneficios, va a crearnos serios problemas. Los sistemas de inteligencia artificial pueden producir daños sin necesidad de ser superinteligentes. Más bien, es precisamente porque no lo son.

¿Qué lo lleva a descartar una superinteligencia? ¿Desestima un duelo entre el ser humano y la IA?

Habría un duelo si se tratara del mismo tipo de inteligencia y, por tanto, una pudiera reemplazar a la otra. (...) Hay complementariedad, precisamente porque se trata de dos tipos de inteligencia radicalmente distintas: una es computacional, rápida, que requiere muchos datos para hacer sus previsiones; la otra, la humana, se maneja muy bien en situaciones de ambigüedad, con escasez de datos, gestionando la incertidumbre.

Si tenemos en cuenta esa diferencia básica, veremos que no se trata de liberar una batalla por el mismo objetivo, porque ambas persiguen el mismo, sino de establecer un ecosistema donde se establezca la mejor cooperación posible entre dos inteligencias sustancialmente distintas. Asimismo, nosotros tenemos cuerpo y la inteligencia artificial, no. Por lo tanto, la IA llegará hasta donde pueda llegar una inteligencia que no tiene cuerpo.

¿Qué cree que sacaremos en limpio respecto de la condición humana?

Yo diría que, fundamentalmente, estamos ante un nuevo capítulo de la inteligencia: ante el enorme desafío de identificar, también, qué es específicamente humano. Y eso, desde mi punto de vista, tiene que ver con la reivindicación de una inteligencia corporal.

Usted ha sido crítico de un pesimismo sin profundidad en ciertos pensadores contemporáneos. ¿A qué se refiere?

Siempre me ha llamado la atención el prestigio inmerecido que tiene el pesimismo en el mundo intelectual. Si uno quiere parecer profundo y le falta verdadera capacidad, siempre tiene a su disposición ser muy negativo y hacer de la filosofía esa “ciencia triste” de la que hablaba Adorno. Filosofar equivaldría a desilusionar y denunciar. Por supuesto que hay otra tradición de la filosofía más irónica y gozosa, pero ha quedado marginada por el principio hegemónico de que el pensamiento no tiene nada que celebrar.

Contra esto sostengo que lo mejor de nuestra condición humana es que estamos rodeados de posibilidades y que, entre ellas, tal vez haya alguna mejor que aquella que se ha hecho realidad. No se trata tanto de que el nuestro sea el mejor de los mundos posibles, según la célebre formulación de Leibniz, como de que es uno entre los posibles, que no es el único y que hay otras posibilidades. Que haya mundos posibles es la mejor garantía de que el optimismo no es algo injustificado.

Las democracias contemporáneas se han mostrado capaces de resistir embates duros, pero les cuesta resolver problemas acuciantes. ¿Qué tan saludables ve hoy a los sistemas democráticos, en particular los de esta región del mundo?

Cuando se habla de la fragilidad de la democracia suele pensarse en que estamos al borde de una subversión o de un golpe de Estado que la vaya a derribar. Este diagnóstico es producto del pánico tras los asaltos del Capitolio en 2021 y a las instituciones de Brasilia en 2023, o de una mera extrapolación de los golpes militares, como el que sufrió la democracia chilena en 1973. A mi juicio, ese temor es infundado y nos distrae de lo que debería preocuparnos.

Las instituciones democráticas, por lo general, son más estables de lo que suele suponerse; el problema es que esa estabilidad es un estancamiento, una falta de renovación que les impide poner en marcha las transformaciones que requeriría un mundo como el nuestro.

¿Pueden las democracias desestancarse sin desestabilizarse?

Las democracias, como son sistemas de equilibrio, de contraposición, de división del poder, tienen grandes dificultades para producir cambio social. Concedemos a nuestros gobernantes ocasionales un período limitado y una limitación de competencias, además del campo de legitimidad que les hemos atribuido, con lo cual la dificultad de transformar tiene mucho que ver con la naturaleza “conservadora” de los sistemas democráticos, que no quieren poner en manos de los gobernantes demasiadas atribuciones.

La única manera de proceder a transformaciones que vayan más allá de la mera ocupación del poder, sin saltarse las limitaciones que forman parte de la condición democrática, es llegar a transacciones con otros agentes políticos.

El gobierno de Boric

Llevándolo al caso chileno, usted tuiteó que “los dos rechazos [en los plebiscitos de 2022 y 2023] fueron un buen ejemplo de sabiduría de la multitud”. ¿A qué apuntaba?

Quienes en ambos casos se encargaron de diseñar una constitución pensaron que se trataba de un programa de gobierno para la mayoría dominante en uno u otro caso, y no entendieron que una constitución es un marco, unas reglas del juego, que debería permitir que gobierne la izquierda o la derecha. Como le oí decir una vez a Ricardo Lagos, las constituciones son marcos para gestionar nuestras diferencias; una constitución ha de establecer las reglas para una competición limpia, pero no debe ser el objeto de la competición.

Ambos fracasos son una buena prueba de ello: sin acuerdos transversales, sin implicación de toda la sociedad, sin transacciones entre los diversos sectores ideológicos, las sociedades no pueden abordar grandes desafíos, y el beneficiado de todo ello es el statu quo: en el caso de ustedes, que se mantenga la Constitución de Pinochet.

El triunfo del “En contra” puso fin a un proceso constituyente iniciado en noviembre de 2019. ¿Cuál es su parecer sobre lo ocurrido en Chile en estos cuatro años?

Es una demostración de que las razones del estallido no pueden traducirse en un proceso constitucional sin contar de algún modo con aquellos que no comparten las razones de aquel movimiento.

Entrevistado por La Tercera en diciembre de 2019, hizo una suerte de advertencia: “Si no complementamos este activismo disperso con organizaciones que le den continuidad, la indignación se convertirá en un gesto improductivo”. ¿Qué diría que terminó ocurriendo?

Aquel activismo se tradujo en un gobierno progresista que logró frenar a la derecha, pero su horizonte político es mucho más ambicioso que el de impedir que gobiernen otros. En el gobierno de Boric se juega el destino de una nueva izquierda latinoamericana que haya aprendido de anteriores fracasos y que entienda que debe incluir en su proyecto a una mayoría social más amplia que sus espacios políticos más ideologizados. La alternativa, de no hacerlo, sería una vuelta de la derecha muy radicalizada, como estuvo a punto de suceder con Kast y como ha ocurrido con Bukele o Milei.

¿En qué sentido hay un destino en juego?

Buena parte de los anteriores intentos de la izquierda latinoamericana fracasaron, y hoy tenemos, o bien gobiernos de derecha, o bien regímenes de una gran debilidad institucional. Y en estos momentos me parece que Boric representa un nuevo modelo para la izquierda en América Latina. Además, detrás de Boric está todo el aprendizaje de la izquierda de los últimos años, y sabemos que su fracaso no daría lugar a una derecha moderada, sino muy probablemente a una derecha radicalizada.

En este sentido, el mismo hecho de que su gobierno haya incluido a ministros de los partidos de la ex Concertación indica que tiene una voluntad más integradora y que ha hecho una lectura correcta de la situación y del desafío.

La chilena no ha sido la única sacudida que vive un sistema democrático en los últimos años. A su juicio, ¿en qué se parece y en qué se diferencia esta experiencia de otros casos análogos?

El gran problema de la democracia en la región y en otras partes del mundo, por supuesto, es la debilidad de las instituciones. Algo está fallando cuando ganar las elecciones (sea la derecha o la izquierda) significa que todo el aparato del Estado -desde la administración, los tribunales y la misma Constitución- es puesto al servicio del ganador. Fortaleza institucional significa que no hay tanto en juego en las elecciones, porque se tiene una estabilidad que no deja al país al vaivén de los resultados, casi siempre por una pequeña diferencia de votos, en una sociedad polarizada. Una democracia es institucionalmente estable cuando no tiene que temer demasiado el paso de unos inútiles por el gobierno ni esperar demasiado de unos líderes providenciales.

En La libertad democrática aborda los valores de la izquierda y la derecha. ¿Qué mutación en este clivaje le parece hoy más llamativa?

Escribí mi libro en buena parte durante la pandemia, asombrado por el cambio de papeles que se produjo, cuando las personas de izquierda eran por lo general más proclives a obedecer a las autoridades y algún sector de la derecha llamaba incluso a la rebeldía. Me asombra ese giro libertario de buena parte de la derecha en tantos países, apelando a una libertad que parece desconocer, por un lado, hasta qué punto su ejercicio depende de ciertas condiciones sociales (en virtud de las cuales unos la disfrutan más que otros) y, por otro, la reivindican como desvinculada de sus obligaciones sociales, lo que nos eximiría de tener en cuenta el impacto de nuestras acciones en la sociedad.