Una de las cosas que más recuerda Julissa Vásquez de sus primeros meses en Chile es que no soportaba el frío. Que se le caía el pelo, que se quería devolver, que lloraba cada noche porque extrañaba a su hija de tres años, a la que había dejado en Trujillo, Perú, con la abuela, en una casa que solo tenía paredes. Ni piso ni techo, solo paredes. Tampoco agua ni luz. Era 2009, la joven peruana tenía 26 años y había llegado a Santiago en agosto para buscar mejores oportunidades económicas y salir de la pobreza, como también muchos compatriotas -más de 170 mil- ya lo habían hecho desde mediados de la década del 2000. A Julissa Vásquez, de hecho, la recibió su hermana en una pieza de tres por tres metros, en la que también vivían otras tres mujeres peruanas. "En las noches poníamos una colchoneta en el suelo y ahí dormíamos. Entre todas cocinábamos, nos ayudábamos. La pieza nos costaba 40 mil pesos, así que salía a cuenta, porque trabajando en casa en ese tiempo yo ganaba 220 mil pesos", recuerda hoy a sus 36 años, tras una década viviendo en el país. Hoy trabaja en un restorán y vive en una casa grande junto a su familia. "No somos millonarios, pero nos ha ido bien", dice.

"Desapegarme de mi hija, no verla, fue muy fuerte. Yo lloraba mucho, sobre todo en las noches, me angustiaba cuando se enfermaba y no podía estar a su lado. Pero una tiene luchar, sacrificarse para poder salir adelante". Cada año, Julissa Vásquez viajaba una vez a Perú para visitar a su hija. Siempre que la veía, la encontraba distinta. Cuando ella tenía nueve, después de seis años separadas, por fin pudo traerla. "Hoy tiene 13, acaba de graduarse de octavo, la puse en un colegio particular y tiene promedio 6,8", cuenta Julissa, quien en Chile conoció a su marido y tuvo otro hijo. "Mi hijo menor de dos años va a la sala cuna gratuita, recibo el subsidio familiar todos los meses, el consultorio me regala la leche. Eso es lo que más me gusta de aquí. Recibo mucha ayuda. Eso es lo más importante, porque yo vine por mi situación económica y siento que acá me he estabilizado", dice.

Julissa ha sido parte de uno de los movimientos migratorios más importantes y característicos desde la vuelta a la democracia; la peruana fue la mayor comunidad extranjera residente en el país y se mantuvo así hasta hace dos años, cuando aumentó notoriamente la migración desde Venezuela y Haití. El cambio fue notorio. Solo en 2018 y 2019 las visas otorgadas fueron 843.310, casi la misma cantidad que las extendidas entre 2010 y 2016, que alcanzaron las 864.346, según cifras del Departamento de Extranjería y Migración (DEM). Su director, Álvaro Bellolio, explica que durante la primera mitad de la década, la migración fue más de países fronterizos, enfocada en la reunificación familiar de ciudadanos peruanos. El panorama cambió después.

Un fenómeno demográfico

En su natal Venezuela, hace dos años Inmer López (24) se tituló de la universidad como técnico superior en administración de empresas, y alcanzó a trabajar para marcas grandes, siempre en temas de contabilidad y administración. "Pero la situación se tornaba cada vez más caótica. Había problemas de inseguridad, problemas de transporte y problemas económicos. Incluso, no alcanzaba para abastecer los gastos mensuales que conllevaba trasladarse para ir a trabajar. Soy cabeza de familia, mi mamá es ama de casa y mi hermana, de 15 años, estudia en el colegio. Por eso decidí emigrar, en busca de un mejor futuro para mí y mi familia. Tal como han hecho muchos otros venezolanos", cuenta Inmer. En efecto, la llegada de sus compatriotas a Chile ha tenido un crecimiento exponencial: si en 2010 fueron 758 personas venezolanas las que obtuvieron visa en Chile, el año pasado fueron 145.449. De este modo, los datos de 2018 de Extranjería evidencian que los venezolanos representan el 33% de los migrantes en Chile, seguidos por los haitianos (28%), peruanos (11%), colombianos (10%) y bolivianos (9%).

La segunda mitad de la década hubo una explosión demográfica, comenta Bellolio, el director del DEM. "Estuvo liderada, principalmente, por ciudadanos haitianos, quienes bajo promesas de no tener requisitos de visas y posibilidad de trabajo informal, más los venezolanos −quienes tampoco tenían requisitos de visa y dada la necesidad de buscar más oportunidades debido a la crisis económica, política y social−, llegaron a Chile en altos flujos, presentándose en frontera como turistas cuando su intención era de residencia", señala.

"No es que los primeros flujos (de países vecinos) se hayan detenido, sino que comenzaron otros con mayor fuerza", añade José Tomás Vicuña sj, director del Servicio Jesuita a Migrantes. Dado el carácter dinámico de la migración en sí -continúa Vicuña-, los países de orígenes de las personas migrantes se han diversificado y, además, la radicación de los migrantes ya no es solo en Santiago, sino que se ha extendido por todo el territorio nacional.

Inmer López se quedó en la capital: a Santiago llegó el 12 de mayo de este año, y su primer trabajo fue en la calle, en la Av. Tobalaba, al lado del Metro Cristóbal Colón, vendiendo periódicos en los semáforos. "Obviamente, fue algo muy distinto a lo que yo estudié y a lo que trabajaba en Venezuela, pero soy una persona que me lleno de valor antes de hacer las cosas y venía preparado sicológicamente para lo que me iba a enfrentar". Entonces, dice Inmer, lo afrontó y lo hizo con toda la disposición. "Y con la expectativa de que iba a poder vender diarios -porque ganaba por comisiones-, así que con todo y pena lo intenté. Y, bueno, afortunadamente siempre vendía y alcanzaba la meta", cuenta. Con los meses, logró entrar a trabajar con contrato y horario a una cafetería en Providencia. Así, ha logrado enviarle dinero a su mamá y hermana que viven en Venezuela. "Siempre que puedo las ayudo. Siempre he velado por mi familia y no podría estar bien yo si ellas no lo están.

El estallido en la cara

A inicios de diciembre, se dieron a conocer los resultados de Voces Migrantes, la primera encuesta nacional a personas migrantes -que realizó el Servicio Jesuita a Migrantes y la consultora Ekhos-, cuyo trabajo de campo se desarrolló justo en medio del inicio del estallido social. Así, se entrevistó a personas migrantes antes del 18 de octubre y después del 19 de octubre, revelándose que la intención de nacionalizarse disminuyó 11 puntos tras estallido social: si antes quienes planeaban quedarse en el país "para siempre" era 44%, después fue 35%. "Pero aún se trata de un porcentaje alto", comenta el director del SJM, José Tomás Vicuña sj. "De hecho, otra pregunta evidencia que más del 70% no se cambiaría de ciudad si perdiera su trabajo. La decisión de partir estará influida por los años en el país, redes de apoyo, grupo familiar y situación en otros países. Para quienes quieran venir a Chile podría haber más duda por el aumento del desempleo, aunque si hay aquí personas del núcleo familiar, probablemente vengan igual. Tanto las oportunidades de empleo como las redes familiares son dos factores que influyen mucho a la hora de escoger a qué país migrar", añade. Mientras que para Medardo Aguirre, director del Centro Nacional de Estudios Migratorios de la Universidad de Talca (Cenem), Chile ya no sería tan atractivo para los inmigrantes de la región, debido a las proyecciones para la economía y particularmente el empleo para el año 2020. "En los últimos dos meses, según cifras oficiales, son más los extranjeros que salen del país que los que llegan", dice.

"Cuando ocurrió el estallido sí tuve miedo. Tuve mucho miedo", cuenta Inmer López. "En Venezuela estuve viviendo como seis años desde que comenzaron los problemas y es muy triste. Lo que me da temor es que pase el tiempo y que acá en Chile llegue a pasar lo mismo. Mi perspectiva antes de eso es trabajar, reunir dinero, tratar de hacer las cosas bien. Aquí me veo por dos o tres años más. Sé que en ese tiempo pueden pasar muchas cosas, pero no pierdo la esperanza. De producir acá, reunir dinero, para invertir en un negocio propio o construir mi hogar. Allá en Venezuela".