El aviso en el diario ese año 2001 explicaba algunas cosas. Decía, por ejemplo, que la Fundación Belén Educa necesitaba profesores para un nuevo establecimiento en Maipú: un colegio técnico profesional que impartía las especialidades de Gastronomía, Administración y Telecomunicaciones. Marco Antonio Ávila, de 22 años entonces, recién había egresado de Pedagogía en la Universidad Católica Silva Henríquez y sólo había trabajado en preuniversitarios. Aun así, quiso probar suerte. Durante la entrevista, se enteró de lo que el aviso no decía. La escuela subvencionada Cardenal Carlos Oviedo Cavada estaba construida sobre un antiguo basural, el patio era de tierra y aún no tenía luz.
Eso no era todo.
“Donde estaba el colegio, en esa época, había un espacio en donde estaba instalado el narcotráfico”, recuerda Ávila.
Le preguntaron si quería el puesto que, además de enseñar Castellano, significaba tomar la jefatura del I medio A y acompañar a esos 32 adolescentes durante toda la media. Esos, le contaron, serían los primeros alumnos que el Cardenal Carlos Oviedo graduaría.
Marco Antonio Ávila dijo que sí. Fue el primero de los trabajos que lo encaminaría, 21 años más tarde, a convertirse en Ministro de Educación.
En esas salas que daban a calle Agua Santa conoció a su curso. Al evaluar las posibilidades de futuro de cada uno de ellos creyó que, quizás, no era bueno ampliar tanto sus expectativas. Podría ser complejo, pensó él, entusiasmarlos con la idea de ir a la universidad. Principalmente por los costos y la falta de accesos. Pero al poco andar, Ávila cambió de parecer: “Descubrimos que no podíamos hacer esa limitación y teníamos que abrirnos también a esa posibilidad”.
La historia familiar del propio Ávila apelaba a que ese tipo de cosas eran posibles. Su padre exigía académicamente a los estudiantes que educaba en un liceo de El Bosque y él también era producto de esa formación que realzaba lo que podía conseguirse a través de la educación pública, como exalumno del Liceo Andrés Bello de San Miguel.
En esa sala en Maipú, creía Ávila, había potencial. Estaba Nathaly León, una niña con promedio 6.2 y presidenta de curso. También estaba Camila Vergara, la hija de una dueña de casa y un nochero de un edificio en Vitacura, que llegaba todos los días desde las viviendas sociales de la Villa Divina Providencia.
Juan Luis Troncoso no era como ellas. No tenía sus notas y tampoco su conducta. Era, recuerdan sus compañeros, la clase de alumno del que los profesores se quejan. Tal vez porque sólo los separaban seis años, Ávila trató de entenderlo. Entonces lo defendía frente a sus colegas y se lo hacía saber.
“Le decía ‘tú tienes que ayudarme. Ayúdame con argumentos para defenderte. Eso significaba que no diera razones para que dijeran que se portaba mal en otras clases”.
Ese tipo de gestos hizo que se ganara la confianza del curso. Los alumnos que iban llegando se daban cuenta. Pasó con Ruth Bustos que, después de dar vuelta por varios colegios, terminó encontrando un lugar en ese curso del Carlos Oviedo. Incluso si, como recuerda otra alumna, Gisselle Brisimontier, a veces las opiniones políticas del profesor provocaban debates en clases con los que no pensaban como él.
Cuando el curso llegó a IV Medio, cuatro de sus alumnas ya habían sido madres. Una, incluso, ya había perdido a un hijo el año anterior. Eso obligó a Ávila a entender una cosa: en colegios vulnerables, muchas veces los problemas estaban fuera de la clase.
Morir a los 26
Nathaly León iba a ser profesora de Lenguaje. Camila Vergara, arquitecta. Juan Luis Troncoso pensaba licenciarse con la especialidad en Administración y ponerse a trabajar. Ruth Bustos, en cambio, estaba confundida. Tenía ganas de estudiar algo, pero no estaba segura qué y tampoco cómo pagarlo.
Sin embargo, el último día de su vida escolar empezó a mostrarles que los planes no siempre se cumplen. El padre de Camila Vergara, un nochero de 55 años, tenía un terno visto para ponerse horas más tarde, cuando asistiría a la graduación de su hija. Iba camino a buscarlo, cuando una micro lo atropelló en Plaza Maipú. Apenas Ávila supo del accidente, salió del colegio hacia el lugar, pero ya era demasiado tarde. Ya había fallecido.
Camila Vergara tiene pocos recuerdos de ese día: “Estaba en otra –cuenta– solo me acuerdo que fue todo muy chocante y que evidentemente no llegué a la graduación”. Marco Antonio Avila sí se acuerda. “Fue por lejos uno de los momentos más duros como profesor”, admite.
La muerte marcó la ceremonia. Sandra Jara, de la misma generación, se detiene en un detalle. “Si te fijas, en la foto de curso salimos todos llorando”.
Ávila continuó como profesor de Castellano en ese colegio. Pero sin jefaturas y tomando labores de coordinación académica hasta el 2008, cuando ya cursaba un Magíster en Educación e Innovación.
El sueño de Nathaly León de estudiar Pedagogía no se cumplió por falta de recursos. En vez, hizo su práctica como administradora en Servicio al Cliente del Banco Santander. Pero al año de egresar, quedó embarazada. Así que tuvo que conseguir trabajo rápido. Encontró un puesto como administradora en el Banco BBVA que luego tuvo que abandonar: a los cuatro años, a su hijo le diagnosticaron una enfermedad degenerativa de los músculos. “Tenía muchos planes para mi futuro, pero con el tema de mi hijo todo se dio vuelta”, cuenta León. Con todo eso encima, después de unos años Nathaly León optó por irse a vivir a Curicó. Ya había vivido antes allá porque tenía familia, pero esta vez fue definitivo. Quería salir de Santiago para tratar la enfermedad de su hijo en un lugar más tranquilo.
Ruth Bustos sí entró a una carrera. Se matriculó para ser perito criminalística en el Instituto Profesional de Chile. Luego lo dejó para probar suerte en Fonoaudiología. Cuando llevaba un año ahí, en octubre de 2012, le diagnosticaron un cáncer al pulmón grado IV. Tenía 26 años. “Nos dijeron que ya no había nada que hacer, porque la enfermedad estaba demasiado avanzada. Así que nos organizamos con todos en su curso para juntar plata y, al menos, poder ingresarla al Hospital del Profesor para que tuviera una mejor atención de cuidados paliativos”, dice su hermano, Roberto Bustos.
Los exalumnos del cuarto medio A le avisaron a Ávila. No los veía hacía tiempo: estaba trabajando como asesor educativo en la Fundación Chile. Seis meses después volvieron a llamarlo. Era Nathaly León, recuerda Ávila:
“Quería decirme que Ruth había fallecido”.
Vidas separadas
El avance profesional de Marco Antonio Ávila lo fue alejando de las aulas. Aunque lo visto durante ocho años enseñando en una sala de clases le dejó varias reflexiones. Es, por ejemplo, partidario de una política de género dentro de los establecimientos que se encargue de entregar redes de apoyo a los alumnos que son padres y madres. “Deberíamos tener como una declaración de principios y avanzar hacia un modelo educativo que esté equilibrado entre el desarrollo personal y las habilidades cognitivas”, señala.
Ávila también es crítico del CAE y, entre las propuestas que le gustaría impulsar como ministro, está que los profesores incluyan nuevos enfoques y modelos pedagógicos. “Eso implica que se transformen, incorporando investigación. Hoy día hay recursos disponibles y eso hay que seguir fortaleciéndolo”.
Esa mirada la fue afinando en sus cargos como director de la Corporación Educacional Emprender y, entre el 2015 y 2018, como coordinador nacional de la Educación Media en el Ministerio de Educación del segundo mandato de Michelle Bachelet. Por ese tiempo, también entró a militar en Revolución Democrática: “Era bien sólida el área educativa en el partido y, además, me representaban sus principios”, dice Ávila.
Juan Luis Troncoso -el alumno desordenado del cuarto medio A- no se sentía igual de satisfecho con su vida laboral. Había sido de todo: trabajó como administrativo en el Mall Arauco Maipú, luego en una empresa minera y, ahora último, se desempeñaba como colectivero en la misma comuna donde siempre había vivido. Varios de sus compañeros dicen que tenía una depresión diagnosticada. Una que nunca se había tratado.
Lo que vino el 19 de octubre de 2019 lo desestabilizó aún más.
Ese día, en pleno estallido social, Troncoso venía de vuelta de un control médico con su pareja, Kim Contreras. Ella tenía ocho meses de embarazo. Troncoso la dejó en el departamento donde vivían y fue a reunirse con otros colectiveros a la Plaza de Maipú para organizar recorridos. En eso estaban cuando una de las protestas los alcanzó.
Dentro del tumulto, alguien lanzó un aerosol con fuerza.
Juan Luis Troncoso recibió el impacto en su ojo derecho.
Lo que Marco cosechó
El caso de Juan Luis Troncoso no quedó dentro de las querellas que interpuso el INDH en favor de las 173 víctimas que sufrieron algún tipo de trauma ocular durante el estallido social de 2019. La razón, de acuerdo a los antecedentes de la investigación, es que no se trataría de un caso de lesiones causadas por agentes del Estado. Él mismo declaró que no había presencia de carabineros al momento del impacto. Hasta ahora, no hay responsables. La causa actualmente se encuentra archivada en la Fiscalía Occidente.
Después de la muerte de su padre el día de su graduación, Camila Vergara no entró a estudiar Arquitectura. Aunque sí consiguió entrar y terminar la carrera de Tecnología en Construcción de la Usach. Pudo estudiar gracias a la Beca Presidente de la República. El dinero que recibía se lo entregaba a su madre para que alcanzara a llegar a fin de mes. El esfuerzo de esos estudios más tarde dio frutos: Vergara consiguió un trabajo como analista de mantenimiento en el Metro de Santiago y postuló a un subsidio de vivienda. Hace cuatro años logró comprar una casa en Maipú, alejada de la Villa Divina Providencia. Se llevó a su madre, a sus tres hermanos y también a sus sobrinos. “En un momento mi idea era vivir sola -dice ella-, pero las circunstancias de la vida te llevan a tomar decisiones: no iba a dejar a mi familia en ese barrio, teníamos todos que salir de ahí”.
Después de someterse a una operación, Troncoso logró recuperar el 30% de la visión de su ojo derecho. Sus cercanos coinciden en que ese incidente sólo terminó por empeorar su salud mental. “Yo trataba de subirle el ánimo, pero no había caso. Él quería quedarse acostado o, a veces, le bajaban las ganas de salir y no llegaba a la casa”, cuenta su pareja, Kim Contreras.
En 2020, Marco Antonio Ávila volvió a saber de algunos de sus alumnos. Un grupo de ellos, entre los que estaba Troncoso, creó un chat de WhatsApp llamado “Lo que Marco cosechó”. En ese espacio fue que se pudieron poner al día. Algunos comentaban que habían perdido el trabajo, Ávila les contó que había tenido Covid y Troncoso escribió que había estado con un problema en el ojo. “Después de eso yo me quedé con la preocupación de saber más y lo llamé. Ahí él me contó esta historia. Lo noté bien angustiado, muy triste”, dice el profesor.
Un año después, el 25 de octubre de 2021, un grupo de carabineros encontró a Juan Luis Troncoso muerto en una calle de Maipú. Se había quitado la vida a los 35 años.
Un exalumno llamó a Ávila a las 6.00 del día siguiente para darle la noticia. “Logré encajar muchas cosas y entendí por qué lo sentí como lo sentí esa vez que hablamos. Ahí es cuando uno se pregunta por todas las cosas que a veces dejó de hacer”, se lamenta hoy.
A su funeral asistió casi todo el cuarto medio A. En medio del dolor, Ávila pudo conversar y ponerse al día con sus vidas. Supo, por ejemplo, que al menos la mitad de los 32 logró estudiar algo después de salir del colegio: algunos fueron profesores como él, otros, técnicos en administración o técnicos juristas.
Poco más de dos meses después, Gabriel Boric salió electo presidente y entre las opciones que barajaba para su gabinete estaba el nombre de Marco Antonio Ávila. Como militante de RD, sabía que estaba dentro de las opciones. Pero también estaba la posibilidad de que nombraran a su amigo, el sociólogo Cristián Bellei. Lo llamaron para invitarlo al gobierno la semana anterior a que se anunciara el gabinete. Con su nombramiento, Boric fue enfático en decir que este ministro se trataba del primer profesor que entraba al Ministerio de Educación. Cuestión que después rectificó, porque no se trataba del primero, pero sí el primero en trabajar por años en el aula de clases.
Casi todos sus exalumnos se enteraron a través del chat de curso. Nathaly León, la mujer de promedio sobresaliente que todos habían visto como la líder de la clase, no estaba mirando su teléfono cuando el WhatsApp empezó a sonar. Estaba comprando en el centro de Curicó. Hoy es dueña de casa. Aunque a veces consigue trabajos esporádicos ejerciendo el oficio que aprendió en el colegio.
Cuando a Marco Antonio Ávila le preguntan por ella, y por todos los alumnos que no pudieron ser lo que alguna vez soñaron, responde esto: “Efectivamente, son expectativas que se trazan y no necesariamente se desarrollan”.
Después agrega: “La vida es más compleja de lo que uno de repente cree”.