La vida de Ivonne Iubini estaba en Tirúa. Ahí tenía a sus hijos, a sus amigas. Ahí, también, tenía sus hosterías. Eran dos –Doña Elena y Santa Elena–, al sur de Cañete. La primera había nacido en los 80 como un negocio familiar que, luego, ella heredó. La segunda era parte de un proyecto de expansión que ella financió apostando al crecimiento turístico de la orilla sur del lago Lleulleu. Iubini había logrado convertirse en alguien en esa zona de la provincia de Arauco gracias a esas hosterías. Era la presidenta de la Cámara de Turismo local y, por eso, durante la pandemia salió a repartir cajas con mercadería a distintas partes del Biobío. Un día de julio de 2020 le tocó llevar al sector de San Ramón.
–Éramos cuatro camiones por la Ruta P-72. Yo estaba acompañada de mi hijo Nicolás, que tenía 19 años. Él iba en el asiento trasero con la comida.
Antes de entrar a San Ramón, un grupo de encapuchados –dice– los hicieron parar:
–Me apuntaron con un fusil en la cabeza y me dijeron: ‘Te vas de la zona o te matamos y te quemamos’.
Atrás, recuerda Iubini, Nicolás gritaba.
Los hombres la hicieron darse vuelta y regresar a Tirúa. A los pocos metros escucharon un disparo. La bala, cuenta la mujer, atravesó la camioneta, perforó las cajas y pasó a pocos centímetros de la cabeza de su hijo. El adolescente se fue a la capital la semana siguiente. Allá se convertiría en seleccionado nacional de balonmano.
Luego vinieron los disparos y el fuego. Durante los primeros días de agosto Iubini estaba en su casa, con su hija Javiera, cuando los sintieron:
–Nos rompieron cinco vidrios y querían entrar. Tuvimos que colocar mesas en las puertas para que no lo hicieran y pedir auxilio por teléfono. En Carabineros me dijeron que no podían cruzar. Llegaron al día siguiente. Contaron más de 80 impactos. Las vainillas estaban en las cenizas.
Aún faltaba un ataque. Fue cuando se tomaron la Municipalidad de Tirúa. Esa noche quemaron la Hostería Santa Elena.
–Ahí es cuando empiezas a decir ¿qué hago aquí? ¿Me voy o me quedo?
Su hijo ya estaba en Santiago, su hija tomó la decisión de estudiar en Concepción, pero ella quiso darle una última oportunidad. No era porfía, sino más bien la incertidumbre de no saber dónde o cómo partir si la obligaban a dejar atrás la vida que había demorado 48 años en armar. La calma de los siguientes meses pareció darle la razón. Entonces llegó octubre de 2021. A mediados de mes, pasó. Ivonne Iubini había ido a dejar a su hija a Cañete, para que tomara el bus a Concepción. Mientras regresaba, a la altura de Quidico, comenzaron a dispararles a los autos que iban en la ruta. Eran unas cinco personas, recuerda, apuntando de frente.
–Mi camioneta quedó sin ningún vidrio parado. Traté de invertirme en el camino y tuve que reventar unos cercos para arrancar y salir con vida.
Cuando se enteraron sus hijos le pidieron que se fuera.
Ella no podía.
–Es que duele mucho dejar todo botado.
El último intento fue durante ese verano. Quería ver si podía ganar los últimos pesos antes de la temporada baja, pero no pudo: la noche del 23 de diciembre de 2021 fueron, otra vez, a disparar contra su casa.
–Había invitado a una amiga a la casa, que estaba con su hija. Tuvimos que escondernos debajo de las camas, porque las balas pasaban por arriba. Después de eso el Ministerio del Interior y la Gobernación me exigieron que saliera de la zona. Me dijeron que si me quedaba, ellos ya no serían responsables.
Según la delegada presidencial del Biobío, Daniela Dresdner, ella sería una de las 740 víctimas de violencia rural que se han contabilizado en la región desde 2018. Aunque también sería parte de otro grupo más reducido y más dañado: quienes han tenido que dejar, forzosamente, el lugar que consideraban propio.
–Son casos muy menores, menos del 10% –dice Dresdner–. Es una proporción muy pequeña de la gente y nosotros, en general, no nos referimos a esos casos, porque justamente les genera revictimización. Ellos están asustados, no quieren que se sepa dónde están.
La Fundación Chilena de Víctimas del Terrorismo de la Macrozona Sur sí entrega un número: hablan de 11 familias desplazadas. Todas de la provincia de Arauco.
Esa noche, la madrugada del 24 de diciembre, Ivonne Iubini escapó a las tres de la mañana. Todavía recuerda lo que llevaba cuando salió: vestía la ropa del día, zapatos y una cartera con documentos. Así se subió a la camioneta cuando Tirúa dejó de ser su hogar.
Pagar el arriendo
Fernando Fuentealba tampoco quería irse. En Quidico había invertido los ahorros de su vida para echar a andar el Hotel Curef. El problema es que lo sacaron a balazos. El primer atentado fue el 4 de febrero de 2020. El segundo, 60 días después, cuando en el negocio sólo quedaban él, su madre y sus hijas:
–Por seguridad, la Delegación Presidencial decidió trasladarme 55 km a Cañete –cuenta Fuentealba–.
Le arrendaron una cabaña y se instalaron allá con su madre durante un año y medio. Él tenía 57, Elina Lobos, 77: vivían con la pensión de $ 200 mil de ella y unas gift cards estatales de $ 350 mil que recibían cada tres meses. Eso no alcanzaba para pagar cuatro universidades y la pensión de alimentos. Por eso, cuenta, algunos de sus hijos tuvieron que congelar sus carreras, él no pudo tratarse el melanoma en la nariz que le encontraron, le embargaron la casa en Talcahuano donde vive su expareja con los hijos de ambos por el no pago de contribuciones y acumuló una deuda que ronda los $ 20 millones.
El gobernador Rodrigo Díaz (independiente, pero ex DC) vio de frente esa situación:
–Yo he estado con Fernando llorando en mi oficina. Sé que se han hecho colectas para ayudarlo.
–¿Qué quieres que te diga? –pregunta Fuentealba–. De ser un empresario, pasé a la indigencia.
Las miserias no terminaron ahí, dice. Interior, la repartición que se hace cargo de las víctimas, es quien firma los contratos de arriendo, con planes de pago cada tres meses:
–Pasaba que se atrasaban con el arriendo y uno entraba en un conflicto legal con los propietarios, que terminaban amenazándote por incumplimiento de contrato. Hubo periodos en los cuales se atrasaban dos, tres o cuatro meses en pagar.
Fuentealba tampoco encontró la paz en Cañete. A comienzo de octubre de 2021 balearon su auto cuando iba hacia Tirúa. Por eso tuvo que volver a moverse: esta vez a Concepción, 135 km más al norte.
El cambio de gobierno lo encontró ahí. Si bien la administración Boric abrió otra oficina de atención para víctimas en Los Ángeles, además de la que ya existía en Cañete, también redujo un 42% los recursos de Interior que se traspasaban a Sercotec para reactivar a los ciudadanos de la región que habían sufrido violencia rural. Si en 2021 se destinaron $ 1.848.225.744, al año siguiente el presupuesto se redujo a $ 1.065.377.564. En 2023 el monto es de $ 835.650.000 para el Biobío.
La molestia de Fuentealba llegó al punto en que comenzó a tomar acciones. Compitió, como independiente, por un cupo como concejal de Tirúa y perdió. Luego empezó a denunciar los no pagos públicamente:
–Cuando me tiré contra el gobierno, no me pagaron más el arriendo. Me tuve que ir del departamento.
Eso fue en julio. Hoy vive en un campo que su madre compró en Hualqui: a 221 kilómetros del Hotel Curef, que fue quemado por desconocidos el año pasado. A los 61 años, Fuentealba insiste en que necesita apoyo para reactivarse.
Daniela Dresdner dice no tener “en el radar” que esos problemas con el pago de arriendos hayan ocurrido. También asegura que la ayuda económica ya existe.
–Lo que se les pide a las personas es que presenten un proyecto de recuperación y se les financia basado en un polinomio de daño, que mide las distintas variables.
Fernando Fuentealba dice que, incluso en su calidad de presidente de la Fundación de Víctimas del Terrorismo de la Macrozona Sur, jamás supo de eso:
–¿Un proyecto de qué? Nunca se han puesto en contacto con nosotros y tampoco sabemos cómo se va a desarrollar el apoyo a las víctimas del terrorismo en la Región del Biobío.
Ivonne Iubini pasó por lo mismo. Terminó en un departamento en San Pedro de La Paz y recibía la gift card. Al principio los pagos llegaban, pero después ya no. El de este mes, dice, ya está atrasado. Además de esa pelea tuvo que armar una vida en una ciudad donde no tenía ninguna amistad, ni dinero para montar un negocio en lo que sabía hacer. Por eso fue a pedir ayuda a las oficinas gubernamentales. Dice que le explicaron que los recursos estaban destinados a personas que habían perdido bienes, como camiones. Para ellos había montos de hasta $ 50 millones a través de Sercotec.
–Cuando pierdes tu fuente laboral, no hay un programa que vaya en apoyo. Y cuando te desplazan, tampoco. No hay financiamiento para reactivarse.
La violencia tuvo consecuencias para las que el Estado no estuvo preparado para responder, admite el gobernador Díaz. Especialmente con los desplazados.
–No hay un reconocimiento de que esta condición está presente en nuestro país. Y, por lo tanto, todas las formas de ayuda que existen desde la institucionalidad pública son transitorias, a pesar de que tienen que hacer frente a una situación que es permanente.
Díaz se refiere al desgaste de tener que estar constantemente justificándose frente al Estado como víctima, de tener que pedir a Interior que el pago del arriendo no se atrase, o subsidios para volver a ser los ciudadanos que eran antes.
Ivonne Iubini no pudo, así que comenzó a vender cosas por internet. Partió con ropa de cama, luego con libros. Como eso no alcanzaba, trabajó de Uber por las calles y puentes de Concepción. Sus hosterías, o los restos de ellas, seguían 200 kilómetros al sur. Una cerrada y la otra convertida en cenizas.
Volver a Tirúa
Algunos se van más lejos. Mauricio Sepúlveda Santelices, de hecho, llegó a Washington y, luego, a Florida. Pero su origen, 69 años atrás, no estaba ahí, sino que en su nacimiento en Angol y en su infancia en el fundo Los Ajos, al sur del río Tirúa: un terreno de 600 hectáreas, comprado en 1902 por su abuelo en un remate fiscal. Sepúlveda recuerda problemas. Desde 1993 que hubo reclamaciones y tomas, pero la violencia realmente comenzó después de 2006: cuando su padre ya había fallecido.
Ahí, desde 2007 en adelante, vinieron las amenazas. Fueron siete años, hasta que en 2014 la comunidad Anillén puso lienzos en la entrada, exigiendo que los propietarios se fueran.
–Desde entonces y hasta septiembre de 2017, viví con carabineros 24 horas al día, adentro de mi casa –reconoce Mauricio Sepúlveda–. En 2017 me quitaron la protección de 24 horas y, apenas se fueron, continuaron los problemas: de hurtos de madera, hurto de animales, quema de bosques, amenazas de muerte constantes, disparos a mi camioneta. Tuve que abandonar mi casa, porque fue imposible quedarme ahí.
Hubo cosas que pasaron entremedio. En 2015, por orden de la Corte de Apelaciones de Concepción, se ordenó un desalojo que, recuerda Sepúlveda, no se pudo ejecutar.
–Un grupo de encapuchados se vino encima del bus de Carabineros con disparos y piedras por todos lados, hasta que lograron recibir apoyo y salieron del lugar.
Hoy, 450 de esas 600 hectáreas están tomadas, a pesar de las denuncias que la familia Sepúlveda Santelices ha puesto a través de su abogado, Remberto Valdés. En abril del año pasado, desconocidos quemaron la casa patronal y la del cuidador. Por eso decidieron irse.
–Es imposible seguir trabajando el fundo. Pero si no pagamos las contribuciones, nos rematan el campo. Yo creo que es imposible para cualquier persona vivir en la Macrozona Sur.
En la Delegación Presidencial lo aprecian de otra forma. De hecho, según cifras que Interior entregó en mayo, los eventos de violencia en Biobío han bajado un 21% y los ataques incendiarios, un 19% respecto de años anteriores. Un ejemplo de ese avance sería la visita que el Presidente Boric realizó a Tirúa los últimos días de octubre.
–Hace 20 años que un presidente no iba –dice Daniela Dresdner–. Y eso justamente tiene que ver con que las cosas están mejor. Hemos logrado calmar la situación.
Ivonne Iubini, haciendo Uber en su auto, vendiendo cosas, no siente esa tranquilidad. Por eso, a veces, imagina soluciones desesperadas.
–En un momento pensé en vender mis propiedades. Pero allá, si antes una hectárea valía $ 10 millones, hoy nadie te quiere pagar más de dos o tres millones. Así, prefiero no vender: no puedo regalar las cosas por las que yo trabajé.
Hace unos seis meses tomó su camioneta y regresó. Primero al pueblo, que encontró moribundo. Luego, a ver la casa de la que había arrancado.
–Cuando llegué, lo único que quería era salir de ahí.
A pesar de eso, logró aguantar tres horas.
–Miraba para todos lados. No sabía si me podían disparar, si alguien me había visto, si alguna camioneta había pasado.
Al día siguiente, después de alojar donde unos tíos, Ivonne Iubini manejó hasta Concepción procesando una verdad que aún le cuesta: después de dos años, ya no queda nada para ella en Tirúa.