Fernando Karadima le tenía miedo a la muerte. Al menos eso decía en sus confesiones a uno de los pocos sacerdotes que lo siguieron visitando en sus últimos meses. Sentía que era perseguido por la Iglesia y, también, por otras personas que querían hacerle daño. Pero, por sobre todo, sentía un temor a Dios. Por eso, antes de morir quiso prepararse: tuvo acompañamiento espiritual, se confesó por última vez y recibió la Unción de los Enfermos.
Recluido desde finales de 2019 en el centro de internación de salud mental Clínica del Carmen, ubicado en Macul, los últimos días del expárroco de la Iglesia El Bosque no están claros, aunque sí hay algunas certezas: faltaban seis días para que cumpliera 91 años, su estado de salud ya venía deteriorándose -prueba de ello fue cuando, por un problema cardíaco, quedó esperando en Urgencia del Hospital Clínico UC de Marcoleta una cama UCI, tras la ocupación completa por pacientes Covid- y hace tiempo que ya casi no recibía visitas. A las 21.20 horas del domingo 25 de julio, Fernando Karadima falleció a causa de una bronconeumonía, insuficiencia renal, diabetes mellitus e hipertensión arterial, según consta en su certificado de defunción. “Murió en paz”, dice un sacerdote que lo preparó para su muerte. Aunque solo, sin familiares, sin su círculo de hierro, y por sobre todo, sin haber pedido perdón a sus víctimas.
Esa soledad que lo aquejó al momento de morir tenía una razón evidente: sus delitos, la condena canónica y su situación judicial terminaron por espantar a todo quien fuera su seguidor, pese a llegar a ser uno de los sacerdotes más influyentes de la Iglesia Católica chilena. “Fue un personaje que empezó a manejar poder político porque se juntaba con Pinochet y sus asesores, pero, además, se empezó a juntar con los que mandaban económicamente el país. A ellos los confesaba, por tanto tenía el poder absoluto: el terrenal y espiritual sobre personas importantes, y lo usó para su beneficio. Entonces, cuando esto comienza a develarse, en principio ellos le creen, pero luego todos empiezan a dejarlo solo”, explica Marcial Sánchez, doctor en Historia, miembro de la Sociedad de Historia de la Iglesia en Chile.
Por eso es que para entender por qué murió en ese estado hay que repasar el proceso de 10 años que terminó por hundirlo. En febrero de 2011 fue cuando empezó su caída: 10 meses después de que sus tres principales denunciantes, James Hamilton, José Andrés Murillo y Juan Carlos Cruz, dieran a conocer sus testimonios de abuso sexual, de conciencia y de poder. Ahí vino la primera pena impuesta en su contra: “Retirarse a una vida de oración y de penitencia”, además de no realizar actos públicos del ministerio sacerdotal y no volver a tener contacto con exparroquianos y personas a las que haya dirigido espiritualmente. Eso significaba dejar de ser el líder de la Pía Unión Sacerdotal, la organización eclesiástica en la cual Karadima formaba a sus sacerdotes y los mantenía bajo control, además de utilizarla para administrar recursos inmobiliarios que tenía a su nombre.
Durante ese tiempo hubo muchos fieles que comenzaron a tomar distancia. “Varios curas se desligaron de él para no cortar su ascenso”, dice Juan Carlos Claret, uno de los laicos de Osorno. Ese mismo año en que se supieron las denuncias vino otra indagatoria, pero esta vez en sede penal. Sus víctimas acudieron a los tribunales y la ministra de la Corte de Apelaciones de Santiago Jéssica González indagó el caso, determinando finalmente la prescripción de los delitos por los que el entonces presbítero era apuntado. Sin embargo, también estableció una verdad judicial que acreditaba todos y cada uno de ellos.
Tuvieron que pasar ocho años para que Fernando Karadima recibiera su verdadera condena. Tras el nombramiento como obispo de Osorno de Juan Barros, muy cercano a él, un grupo de laicos pidió su renuncia. Fue entonces que el Papa Francisco decidió investigar. El 28 de septiembre de 2018 el Papa le notificó al expárroco de El Bosque que debía renunciar al sacerdocio. Eso y la resolución de la demanda civil que determinó una indemnización por $ 441 millones a las víctimas en 2019 terminó por hundir a Karadima en un ostracismo del que jamás salió.
De alguna manera la sociedad, pero por sobre todo ese mundo de élite al que tanto quiso pertenecer por décadas, terminó por expulsarlo. “Karadima cayó en el descrédito más grande en que puede caer una persona que tuvo todo el poder. La sociedad lo levantó, pero luego él mismo provocó que lo botaran”, explica Marcial Sánchez.
A su vez, el propio Karadima no quiso saber más de la Iglesia capitalina ni de la Vicaría para el Clero, el ente que directamente se tuvo que preocupar de él hasta que dejó de ser sacerdote. En el arzobispado, de hecho, una voz asegura que la actitud del expárroco de El Bosque hacia ellos fue siempre “hostil”.
Un huésped incómodo
Para la Iglesia de Santiago y su familia siempre fue un tema dónde recluir al exsacerdote durante y después de su proceso canónico y judicial. Especialmente porque este tuvo un paso problemático en los lugares en los que estuvo después de las denuncias en su contra. El primero, luego de dejar la Iglesia El Bosque, fue el Convento de las Siervas de Jesús de la Caridad, en Providencia. Conocedores de su estadía allá, aseguran que hubo reclamos de parte de las religiosas que lo cuidaban: no estaban conformes, porque afuera los vecinos reclamaban. Además, fue durante su estadía ahí cuando, en diciembre de 2013, lo descubrieron haciendo misa, pese a su condena eclesiástica.
En 2017 fue trasladado al Hogar de Ancianos San José, de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados, en Lo Barnechea, y no estuvo exento de polémicas: había tres colegios alrededor del lugar, por lo que también hubo reclamos de vecinos. Y otro dato: su estadía ahí calzó con la condena del Papa. Por eso, tras ser dirimido como sacerdote, ahora era su familia quien debía mantenerlo y no el Arzobispado de Santiago. Hospedarse en el recinto de Lo Barnechea implicaba demasiados costos que hubo que dejar de pagar. El tercer lugar fue el Hogar Corazón de Jesús, del barrio San Pablo, en Santiago Centro, pero no alcanzó a estar mucho. Después se fue a Macul.
Sin muchas más opciones, el vínculo para llegar ahí fue desde El Bosque: a través de un sacerdote de la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios, que lleva la Clínica del Carmen. Aunque desde el recinto desistieron de hacer comentarios para este reportaje, varias fuentes confirman que fue el capellán de ese lugar, Nibaldo Henríquez, quien lo acogió, prestándole asesoría espiritual y médica dentro de la clínica, a finales de 2019. “No es que haya sido un ‘Karadima Boy’, sino que lo debe haber conocido. Como gesto humano cristiano lo recibieron ahí, porque ya no sabían dónde más dejarlo”, dice un consagrado, crítico del exsacerdote.
Ese fue el lugar de su muerte. Un centro de salud mental que atiende a pacientes mayores de 18 años con “depresiones, patologías laborales, esquizofrenia, alcoholismo y otras adicciones, en regímenes de corta, mediana y larga estadía”, según dice en su página web. El lugar es una casona que por fuera tiene una fachada antigua, con paredes amarillas, algunas puertas y ventanas cubiertas por una reja de fierro gris y, al costado, la parroquia de la congregación San Juan de Dios. Un recinto muy distinto al imperio de la parroquia El Bosque del que alguna vez Karadima se sintió dueño.
Las cuentas pendientes
José Andrés Murillo -uno de sus denunciantes- se enteró el lunes, mediante un mensaje de texto, que el exsacerdote había fallecido. Hace tiempo que no pensaba en él. Esa etapa ya estaba cerrada e, incluso, en un momento reconoce que llegó a pensar que quizás ya estaba muerto. Pero cuando le llegó la noticia, se sintió tranquilo. “Fue como ya, qué bueno que se acabó, qué bueno que deja de haber una presencia, se cierra algo. No me alegré por la muerte, pero sí sentí un cierto alivio”, dice.
Para Murillo, al menos, esta noticia sirve para recordar la falta de justicia que hay para muchas otras víctimas y la falta de acción que existe todavía en la Iglesia. “Si Karadima pudo actuar no fue porque él era un lobo solitario. La Iglesia era su garante y hay personas que todavía no han respondido. En esto hay mucho por hacer: en prevención, detección, intervención y acompañamiento a las víctimas. Para mí, hoy Karadima es la excusa para hablar de abuso”, dice.
En eso, Sergio Cobo, exsacerdote denunciante, coincide: “Con Fernando Karadima no muere el problema de fondo. Y mi impresión es que queda demasiado camino para responder a víctimas de abuso eclesiástico que no son escuchadas, ni contenidas, ni se les hace justicia. No podemos enterrar el problema”.
Pero hay algunos que sí quieren enterrarlo, o al menos este caso en particular. Este lunes, la noticia en la Iglesia se sintió como el fin de algo incómodo. El Arzobispado de Santiago emitió un escueto comunicado al respecto, y en la parroquia El Bosque tomaron con cuidado la noticia. Sobre todo porque la figura de Fernando Karadima ahí todavía no está superada, “vino a abrir muchas heridas que ya parecían cerradas”, transmiten desde el lugar.
Peter Kliegel, un sacerdote de Osorno que fue crítico del entonces obispo Juan Barros lo ve así: “Él (Karadima) terminó su vida aislado, negado por todos, y creo que eso también es malo. Tal como lo ha dicho el Papa, toda persona tiene su dignidad. Toda persona merece un apoyo. Pero cuando alguien se va en un aislamiento así, tan solo, te dice algo de su vida y de lo que hizo”.
Quizás por eso su funeral también fue discreto. Desde el arzobispado dicen que fueron los de la congregación San Juan de Dios quienes le dieron sepultura. A su entierro, de los cuatro hermanos de Karadima que quedan vivos, hubo algunos que ni siquiera fueron. Salvo el mayor, Jorge Karadima, -quien lo iba a visitar a menudo-, ninguno de los otros lo vio antes de su muerte. “Lo que hemos vivido ha sido un verdadero calvario, y al fin esto se acaba”, dice uno de ellos.
Pese a que estaba recluido en un centro de salud mental, no está claro si es que en los últimos años a Fernando Karadima se le diagnosticó algún tipo de depresión u otra patología. Sea como fuere, su diagnóstico no habría sido causado precisamente por el arrepentimiento de sus delitos. No solo porque el exsacerdote nunca pidió perdón, sino que también porque habría algo en su personalidad que no se lo permitiría. Eso al menos cree el psicoanalista León Cohen: “Las depresiones de los perversos son la pérdida del poder. No por culpa, dolor o arrepentimiento, son depresiones narcisistas. La mente perversa no puede sentir empatía o culpa, solo simularla. La más poderosa arma para no sentir es toda forma de ideología ortodoxa”.