Francisco no quiere dar su nombre completo para contar su historia. Dice que le avergüenza. Ahora, sentado en una oficina en Providencia, vestido con un cortavientos con la insignia de Colo Colo, y acompañado por la monitora de una fundación que lo ayuda, recuerda los inicios de su vida. Cuando no era el tipo de 22 años que quiere dejar atrás su pasado delictivo, sino que un niño de cinco que soñaba con ser bombero.
En su casa en Puente Alto eran cuatro. El padre, suboficial de la Fuerza Aérea. La madre, trabajadora, y su hermano, unos años mayor que él.
Esa normalidad se rompió después de dos hechos. La separación de sus padres hizo que Francisco y su hermano terminaran viviendo con su papá, en Renca. Luego, en 2010, el suboficial sufrió un accidente vascular: nunca más pudo caminar o mover el brazo izquierdo. Era el sostén económico de la familia.
Su madre ya había encontrado otra pareja cuando eso sucedió. Pero Francisco y su hermano no se llevaban bien con él. Por eso decidieron seguir viviendo solos, mientras el padre era internado en un centro de rehabilitación. Con eso su hermano, que ya había formado familia y trabajaba conduciendo micros, se volvió el único ingreso que sustentaba el hogar.
“Yo tuve de todo hasta que mi papá se enfermó”, recuerda Francisco ahora. No fue el único giro en su rutina. “No había nadie que me dijera levántate, haz esto, no hagas esto otro. Podía hacer lo que quisiera”.
Sus notas, por supuesto, bajaron. Repitió quinto básico en el Crescente Errázuriz de Renca con dos promedios rojos. Hacía la cimarra seguido y empezó a pedir plata para ir a ver a Colo Colo. En esas horas en la calle, también se hizo un círculo de amigos, entre ir a los entrenamientos de ese equipo y viajar a ver los partidos colándose en buses. Con ellos fumó marihuana por primera vez a los 13 años: “Yo era el más chico de todos. Tenía amigos de 18, 24 o 35 años. Igual eran grandes”.
Con uno de ellos estaba cuando vio por primera vez a un hombre drogarse en la calle, en un bandejón cerca del Mall Florida Center. Su amigo le dijo que era pasta base, “por el olor”. Francisco, a pesar de no conocer la droga, reconoció el hedor: era el mismo que le había sentido a su hermano, dos años antes, cuando lo acompañó a trabajar en la micro.
En su casa en Renca el panorama no era mejor, porque la plata no alcanzaba. Aguantaba con el desayuno y almuerzo que le servían en el colegio subvencionado, donde tampoco hizo muchos amigos. “Es que ellos tenían todo -relata Francisco-, la mejor ropa, la última zapatilla, el mejor teléfono. Yo era como el patito feo del curso”.
Un día, en una clase de Educación Física, a Francisco se le abrió la suela de una zapatilla frente a sus compañeros.
“Me hicieron bullying. Me decían ‘buena, zapatillas que hablan’. Claro, igual es chistoso una vez. Pero no pararon de molestarme. Esa vez le pegué a uno. Nunca más me molestaron, pero me suspendieron”.
Ese día llegó a su casa con una pregunta en mente: de dónde sacar plata. Necesitaba comprarse ropa. Y la respuesta salió de la televisión: en un noticiario mostraban cómo bandas delictivas, durante aquel 2012, robaban en supermercados.
Imitando lo que vio fue vestido de colegial, “para pasar piola”, dice, a un supermercado Unimarc. Metió unos trozos de carne a su mochila, y salió rápidamente por la puerta, sin pagarlos. Con el corazón aún acelerado, empezó a ofrecerlos en la calle a los quioscos y negocios alrededor del local. Los vendió a mitad de precio.
“Ahí le empecé a agarrar el gustito a la cuestión”.
Aprender a asaltar
Francisco terminó desertando después de quinto básico y a pensar en robos más lucrativos.
En esas horas perdidas en la calle conoció a otros que hacían lo mismo que él. Con “un socio” robó su primer televisor de una tienda en el Mall Plaza Vespucio.
“Me presentaron al guardia de una tienda -cuenta- y él nos dijo tráeme cualquier boleta de la calle, te la firmo y sacas una tele. Era una de esas curvas, que valían como un millón y medio. La vendí en 700 lucas, le pasamos cien al guardia, y con el resto fuimos a comer y a comprarnos ropa en el mismo mall, al Falabella y al Ripley”.
Para entonces, ya le había tomado el gusto a andar con grandes sumas de dinero. “Era rico, porque andaba con plata. La gente con la que andaba me decía si le robas a un super, nunca te sientas mal, porque estas cuestiones están aseguradas”.
Con esos montos también empezó a aportar en la casa mientras su hermano, asegura, se volvía cada vez más adicto.
Después de los centros comerciales, pasó a asaltar farmacias y bencineras el año 2014. “Nos metíamos entre cinco y siete personas -relata-. No sé si llamarlo banda, pero trabajábamos todos juntos”.
Cuando terminaban se repartían ganancias que cada vez eran más suntuosas. Según sus cálculos, a ese ritmo ganaba unos 50 mil pesos diarios. El atraco en el que más plata consiguió, asegura, fue cuando les llegó un dato de que en un servicentro estaban acumulando efectivo porque a la mañana siguiente pasaba el camión de valores. Al final del día se dejaron caer ahí.
“Le dijimos al empleado que estaba ahí tranquilo, no te va a pasar nada. Nos metimos, sacamos todo y la hicimos piola -comenta-. Nunca me puse nervioso, ni pensaba en que me podía repeler el guardia. Cuando tú te levantas en la mañana a trabajar, ¿piensas que te va a pasar algo?”.
Esa noche, Francisco se fue a acostar con dos millones de pesos. Nunca había tenido tanto efectivo en su vida. Y tenía recién 16 años.
“En mi casa sospechaban, porque andaba bien vestido. Pero nadie sabía. Nunca alumbraba (ostentaba) la plata. Además, no era algo que me enorgullecía, como para llegar a contarle a mi mamá. Les decía que vendía dulces en la calle”.
Empezaron a llegar encargos desde los delincuentes “más viejos”. Ahora tenía que robar camionetas, ya que por su poder de tracción servían para arrastrar cajeros automáticos. Así, comenzó a llevarse autos estacionados, para pronto pasar a hacer encerronas en la calle.
Un día, antes de un asalto, le pasaron una pistola. Una sensación de adrenalina lo recorrió. Hasta entonces, en sus atracos solo había usado armas blancas.
Eso sí, había instrucciones de los líderes sobre cómo y cuándo usarlas:
“La idea de usar el arma es intimidar, nunca usarla para hacer daño. A lo más, un cachazo, pero la idea era asustar”.
Francisco sigue.
“Yo apuntaba, pero nunca le disparé ni maté a nadie. No es como los cabros de ahora, que están más violentos. Ahora te apuñalan y después te roban. No tienen códigos, ni respeto por nada”.
Lo que describe Francisco es un fenómeno creciente. Según cifras de la Fiscalía Nacional, la cantidad de delitos cometidos por adolescentes desde el año 2013 ha tendido a la baja. Por ejemplo, al 2021, hay una baja de un 84,5% en las denuncias de hurtos simples cometidos por menores de edad. Lo mismo con las lesiones leves, que cayeron un 64,6%.
Pero esta baja no es tan acentuada si consideramos los robos con violencia: sólo descendieron un 55,9%.
“Hay una percepción de que los jóvenes participan en muchos delitos, pero la estadística indica que participan en menos que hace siete años”, justifica el director ejecutivo de la Fundación Paz Ciudadana, Daniel Johnson. Eso sí, Johnson indica que los delitos que cometen los jóvenes tienden a ser más violentos. “Es porque no tienen control de impulsos. No tienen el desarrollo y madurez que les permitiría un mayor control”.
Entre los principales factores de riesgo para empezar a delinquir a edades tempranas, asegura, están la presión del entorno para delinquir con tal de encajar o ser validado socialmente, el consumo problemático de drogas y el hecho de que tengan padres privados de libertad. Aunque quizás el más decisivo es, precisamente, el que se da en el caso de Francisco: la deserción escolar. “Más de un 80% de la población penal adulta no tiene la escolaridad completa”, lamenta Johnson.
Según Cristián Paredes, director de la Unidad de Delitos Violentos y Responsabilidad Adolescente de la Fiscalía Nacional, “alrededor de un 5% a un 7% de los jóvenes infractores serán adultos infractores, que generalmente empezaron antes de los 12 años su carrera delictiva”.
“El resto -remata Paredes- dejará de delinquir pasados los 20 años”.
Marcelo Sánchez es gerente de la Fundación San Carlos de Maipo, que vela por el desarrollo de personas en vulnerabilidad social. Y secunda la idea del ingreso a la delincuencia asociado al sentido de pertenencia.
“Muchas veces la violencia es un rito iniciático para integrarse al grupo. Es importante que el joven demuestre que puede someter a la víctima lo más rápido posible”.
A lo que suma:
“Lamentablemente, hoy muchos jóvenes que cometen estos delitos son consumidores de drogas duras. Por ejemplo, hay mucha mezcla de clonazepam con alcohol, cuya combinación da un efecto de euforia y agresividad, como la cocaína”.
Cosas como esas, remarca Francisco, no se veían tanto cuando él cometía estos delitos. “Los más viejos de la banda te decían: no puedes ir a asaltar drogado ni curado, por si hay que salir corriendo”.
Según información del Poder Judicial, Francisco registra al menos dos causas entre el año 2016 y el 2018, aún siendo un menor de edad.
Pero la última antes de cumplir 18 fue la que lo marcó para siempre.
Durante un asalto a la bencinera que queda en la esquina de Departamental con la Autopista Central, en Pedro Aguirre Cerda, el 23 de agosto de 2017, Francisco fue detenido. La detención la consideró excesiva: “El policía me desfiguró la cara a patadas y combos. Yo estaba esposado, indefenso, en el piso. Otras personas me lincharon también”. Según datos de la Fiscalía Sur, fue un asalto en el que se utilizaron cuchillos y una escopeta.
Enfrentó la justicia juvenil, y el Décimo Juzgado de Garantía de Santiago lo condenó por robo con intimidación. Por esto, pasó 60 días en el Centro de Internación Provisoria de San Joaquín, ex El Arrayán.
Al 2021, 429 de los 6.008 casos de jóvenes sancionados, según Sename, lo hacen en un régimen cerrado, con sanciones privativas de libertad.
“Vi cuchillos, peleas, pelotazos, droga, allanamientos. Es una cárcel, pero de menores”, revive.
Más que el miedo, lo que lamentaba era ver sufrir a su mamá, con quien volvió a estrechar lazos en ese momento, y su novia de ese entonces: “Mi polola me acompañaba. La había conocido el año pasado, antes de que todo pasara. Ella sabía lo que yo hacía, pero no le gustaba. Siempre me dijo que me cuidara. Ahora me tenía que visitar, y era denigrante cómo se tenía que sacar la ropa para que la revisaran las gendarmes”.
Luego de esos dos meses, le otorgaron la Libertad Asistida Especial por tres años, con firmas periódicas. A esa altura, solo quería tranquilidad.
“Cuando salí libre dije: nunca más quiero volver aquí”.
La prueba final
Francisco cumplió 18 años en 2018, pocas semanas después de dejar el CIP de San Joaquín. Esa vida que trataba de reencauzar lo paseó por distintos trabajos. Estuvo en logística de una fábrica de fiambres, operando una grúa para una empresa de supermercados, como guardia de seguridad y jornalero en una construcción en Providencia.
Eso sí, Francisco tuvo recaídas.
En abril de 2019 fue multado por desorden público, tras encender fuegos artificiales en las cercanías del Estadio Monumental. Luego, Blanco y Negro, la sociedad anónima que administra a Colo Colo, se querelló contra él y otros siete asistentes por ingresar a la fuerza al mismo recinto portando pirotecnia, durante el partido del 16 de febrero del 2020 contra Universidad Católica. Desde la galería Cordillera, donde se registraron estos disturbios, llegó a la cancha un fuego artificial que hirió al delantero albo Nicolás Blandi.
En ese intertanto, a través del Sename, llegó a Proyecto B: una fundación sin fines de lucro que apoya la inserción social de jóvenes que cumplieron condena. Desde su fundación el año 2010, explica su director, Julio Cifuentes, han trabajado con 900 jóvenes, tanto hombres como mujeres. De esos, 750 lograron encontrar una fuente laboral a través de ellos. Para lograr esto, buscan empresas que quieran participar otorgando un cupo laboral. A cambio, aseguran el acompañamiento del beneficiario en todo momento a través de asesores laborales como Karla Lara, la trabajadora social que lo monitorea desde 2020 y que lo observa durante esta entrevista.
“Les explicamos cómo se hace un currículum. Cómo ir a una entrevista laboral. Qué cosas no tienen que hacer. Por ejemplo, que no se tienen que comer las uñas y escupirlas. Que tienen que saludar cuando llegan”, indica Lara.
Francisco fue beneficiario durante un año hasta su egreso. Encontró trabajo en una empresa distribuidora de artículos médicos. Lleva dos años ahí. “Trabajo de lunes a viernes, con un buen horario y sueldo”, dice él.
El problema es que no todas las historias de reinserción cierran así, porque no todos cuentan con un elemento que el círculo de Francisco tenía. Además de no ser adicto, se ha rodeado de gente que trabaja. Quizás por eso su hermano, que conducía micros y consumía, no corrió la misma suerte. Según Lara, “nadie sabe dónde vive. Está perdido en la droga”.
De vez en cuando, Francisco recibe noticias de la gente que conoció en esa época callejera. Algunos, cuenta, están presos. Otros, muertos. “Por bandas rivales o por los pacos”, dice.
De todos modos, el reto final no fue restablecer los lazos con sus padres. Ni siquiera el tener un plan para su vida, que en su caso es terminar su escolaridad, rendir la PSU y estudiar Trabajo Social.
La última prueba, a su carácter y a quién se había convertido, fue hace poco. Le llegaron mensajes. Lo estaban llamando para delinquir otra vez.
Solo que esta vez Francisco dijo que no.