Diego Cruz (24) dice que él y su padre, Rodrigo Cruz (50), apenas se miraban esa mañana. La relación entre ambos no iba bien. Era el mediodía del domingo 24 de marzo en la isla Santa María, frente a las costas de Coronel, en la Región del Biobío. Allí viven unos tres mil habitantes, que se dividen en dos poblados: Puerto Norte y Puerto Sur.

Como había buen clima, Diego Cruz quería ir a trabajar recolectando luga: un alga que se deposita en las playas. Aunque pensaba que, como no había viento, probablemente su padre querría ir a revisar las trampas donde capturaban pancoras, a unos tres kilómetros de la línea de costa.

Cruz ya había hecho lo que tenía que hacer esa mañana: renovó su licencia de conducir al otro lado de la isla y dejó a su polola en su casa. Ahí fue cuando vio la seña de su papá. Tenía que prepararse. Iban a salir al mar en el bote de la familia, el “Alexia Esperanza”.

Diego Cruz atravesó el poblado y bajó a la caleta. Pasó al frente de un par de templos evangélicos. Si hubiera una religión oficial para cada lugar, en la isla sería esa. Esa mañana también había culto. La familia de Cruz fue, pero Diego Cruz, no. No estaba interesado. Mientras pensaba en eso, llegó al bote y se subió.

La embarcación, de unos ocho metros de largo, es rústica, como gran parte de los otros botes de los pescadores en esta isla del Pacífico. No tiene ningún tipo de estructura interna. Sólo un motor fuera de borda. Ese día, los Cruz pusieron dos remos, un balde con sierra, un pescado que sirve de carnada, y un localizador GPS a pilas.

No pusieron mucho más, porque no era necesario: según el hijo, calcularon que demorarían una hora como máximo. Por eso no llevaron agua ni comida. La idea era volver a su casa a almorzar. Allí los esperaba la madre de Diego, Teresa Guzmán, y sus dos hermanas menores.

La ropa que ambos llevaban también era de un trabajo rutinario: un pantalón de buzo, botas de pescador y un polerón. Lo necesario para que el viento no molestara, considerando que hacía un poco de calor.

Pese a que entre ambos la relación estaba tensa, cuando llegaron a las trampas les alegró ver que las cajas estaban llenas de langostas. Podían venderlas a $10 mil el kilo.

Aunque hubo algo que no anticiparon. El viento, dice Diego Cruz, es el principal enemigo de una jornada de pesca. Al viento que llega de forma repentina y fuerte desde el sur en la isla le dicen surazo. Eso fue lo que sintieron los pescadores. Fue tanto, que a Rodrigo Cruz se le voló el gorro que llevaba puesto.

Decidieron moverse. El padre encendió el motor, pero andaba a golpes. Cuando abrió la tapa para revisarlo, se dio cuenta de que el aceite se había mezclado con agua. El líquido resultante estaba por sobre todas las partes del motor.

Diego Cruz dice que allí cometieron un error fatal: en vez de aprovechar el impulso del motor para acercarse a un banderín -una especie de boya hecha con un palo que señala el lugar donde están las trampas de langostas- se alejaron de estos. Después el motor se apagó. Nunca más volvió a funcionar.

Diego Cruz dice que sobrevivió por un milagro de Dios. Que él le está entregando una nueva oportunidad en su vida. Foto: G.P. / La Tercera.

-Si nos acercábamos a un banderín, nos hubiéramos podido sujetar y que el bote no se lo llevara el viento -dice Diego Cruz sentado en un farellón mirando el lugar donde eso pasó-. Pero nos alejamos. Y estaba cada vez más fuerte. Me puse a remar, pero por los nervios quebré un remo.

Los Cruz estaban solos, sin más embarcaciones cerca. De repente se vieron envueltos en un viento que los arrastraba cada vez más fuerte hacia el mar abierto. Pronto dejaron de ver la isla. Remar no servía de nada: la corriente era demasiado fuerte.

A las 16.00, en Santa María ya se había difundido la noticia de que la embarcación de los Cruz estaba perdida. Una decena de pescadores salieron a buscarlos, sin éxito.

La desesperación los tomó. Rodrigo Cruz gritaba el nombre de su esposa y sus hijas, como llamándolas, recuerda su hijo, que nunca lo había visto así. Diego Cruz, en tanto, tenía ganas de romper el motor a palos.

En ese momento el padre, un pescador con experiencia, le comentó algo a su hijo.

-Me dijo ‘esto nos va a llevar muy lejos. Quizás cuántos días estemos en el agua’.

Sed verdadera

Cuando cayó la noche en el Pacífico, lo primero que sintió Diego Cruz fue frío. Uno que nunca había sentido antes.

El pescador recuerda que trató de mirarse las manos y no pudo. En realidad no podía ver nada. La oscuridad era total. Solo percibía las olas romper en el bote, el viento calándole los huesos, el olor de las pancoras en el piso, las estrellas brillando en el cielo. El momento en que algo de esperanza le entraba al cuerpo era cuando la salida de la luna le permitía volver a verle la cara a su padre, que estaba tendido en el otro extremo del bote.

Los Cruz también podían ver un par de luces en la costa, a lo lejos. El padre, que revisaba cada tanto el rastreador GPS que llevaba, le iba adelantando dónde estaban con precisión. Esa noche sabían que las luces que veían eran las del puerto de San Vicente, en Talcahuano.

El problema es que no tenían cómo acercarse. Eran un bote en medio del Pacífico, a más de 30 kilómetros de la costa.

Cruz recordaba cuando partió siendo pescador, a los 10 años, y las tardes con sus primos sacando locos desde el fondo del mar.

Lo que le terminó gustando a Cruz, además de la cercanía y la adrenalina que le entregaba trabajar en el mar, era el dinero que se podía ganar. Se dio cuenta cuando, luego de vender una carga de locos con sus primos en Coronel, ganó $300 mil en un día. Al día siguiente ganó la misma cifra. Tenía 15 años. Con eso, compró ropa y un iPhone en Concepción. También aportó con dinero y comida a su casa.

Aunque sus padres no querían eso para él, porque sabían que era un oficio sacrificado y riesgoso. Aún así, Cruz se dejó llevar por su idea y abandonó la escuela nocturna donde estaba matriculado. Se excusó diciendo que llegaba demasiado cansado y, además, no veía el sentido de estudiar: trabajando en lo que le gustaba podía ganar más de un millón de pesos al mes.

Los habitantes de Santa María se sienten desplazados. Dicen que hace falta más conectividad. Solo llega una barcaza transportadora a la isla, y lo hace una vez por día. Por ende, muchos profesionales no ven incentivo en trabajar allí. También se hace difícil salir a estudiar para los jóvenes, que ven pocas oportunidades más allá de pescar. Foto: G.P. / LT.

Esa decisión, dice Cruz, ahora, sentado en una roca, lo llevó por malos pasos.

Dos años atrás, cuando tenía 22 años, cuenta, empezó a llevarse mal con sus padres. Los problemas coincidieron con cuando comenzó a salir por las noches.

-Empecé de chico a tomar. Como tenía monedas, partía con una cerveza, luego piscola. Después me gastaba 50 lucas en whisky. A esa altura ya tomaba el trago solo, sin bebida -recuerda-. Me quería borrar, para olvidarme de los problemas que tenía en la casa. A veces hacía llorar a mi mamá. Eso me hacía sentir más mal. Porque yo tenía la culpa.

Si bien invirtió el dinero que ganó en una camioneta, buena parte la gastó en alcohol y marihuana. Viajaba al continente, a discotecas en Coronel y Concepción. Compraba ropa de marca y se instalaba en una mesa a pedir tragos. Llegó a gastar $ 400 mil en una noche de fiesta.

El pastor Ángelo Pezo es la cabeza de una de las siete iglesias evangélicas que hay en la isla. La de él es la más importante del lado norte. En este pueblo, Pezo es tan respetado como un alcalde.

El religioso explica que la historia de Cruz no es distinta a la de muchos jóvenes que viven en la isla, donde, explica, el 80% de las familias se dedica a la pesca. Él mismo lo hizo. Por eso, los niños parten de muy jóvenes siendo pescadores. Eso genera problemas:

-Los jóvenes van viendo que pueden ganar entre $ 40 mil y $ 300 mil en un día y dejan los estudios. Pero no ven que ser pescador no es algo que genere ingresos constantes. Depende de cómo esté el mar. Después, pueden estar hasta un mes sin poder trabajar, porque el mar está agitado o porque hay mal clima -comenta-. Pero esto les apasiona y no escuchan los consejos de que sigan estudiando.

Ángelo Pezo, pastor evangélico de la Isla Santa María, dice que la llegada de la religión a ese lugar permitió ordenar las vidas de los pescadores, quienes han aprendido a invertir lo que ganan. "Antes, la gente malgastaba lo poco que ganaba, principalmente en el alcohol. Se vivía una vida miserable, en la que los niños no tenían zapatos. Pero la gente conoció la palabra, y se enfocaron en tener una mejor calidad de vida, lejos de los vicios", cuenta.

Diego Cruz recuerda que el momento más bajo de su vida fue un accidente que tuvo en moto en el sur.

-Íbamos reventados en una moto con un amigo. Y le pegamos a un caballo. Lo matamos. La moto se partió a la mitad. Lo único que recuerdo es que desperté en la calle, ensangrentado. Tenía encima cuajos de mi propia sangre, porque me reventé la cabeza. Me quedó esta cicatriz.

Pero ese domingo, en alta mar, Cruz sentía frío en vez de dolor. Los calcetines que llevaba dentro de sus botas estaban totalmente mojados. Sus pies se arrugaron por la humedad. Su padre temía que el bote se diera vuelta. Habría sido su final. Esa noche, dice Cruz, escuchó a su padre rezar.

La mañana siguiente, los pescadores se despertaron con los labios secos. Sintieron hambre. Empezaron a romper las pancoras que llevaban en su bote. Les abrían las patas y sacaban desde dentro una materia viscosa que, por lo general, se come cocida, imaginando que era un lomo a lo pobre. Pero su problema principal, se dieron cuenta, era que sentían mucha sed.

El segundo día, ya perdían fuerzas.

-Llené una botella de jugo de dos litros con agua de mar y me mandé el pencazo de agua salada. La vomité casi altiro. Me deshidraté más- dice Diego Cruz.

Mientras tanto, en la isla seguían pensando en formas de encontrarlos.

Se armaron dos comitivas. Una de ellas estaba dirigida por los pescadores Enzo Escobar y Sebastián del Prado, amigos de la infancia de Rodrigo Cruz. La idea de ellos era buscarlos por su propia cuenta, apoyando el trabajo de la Armada. Se contactaron con el capitán de Puerto de Coronel, Osvaldo Cuadra. Ahí, en una reunión, coincidieron en algo: el bote de sus amigos se estaba desplazando al norte. El tema era cómo hallarlos antes de que fuera tarde.

Enzo Escobar y una decena de pescadores fueron caleta por caleta reuniendo apoyos entre sus colegas de las costas del sur chileno. Estaban por realizar un último viaje, desde San Antonio al sur, quemando sus últimos cartuchos para encontrar a los Cruz. Estaba en eso, cuando se enteró que los encontraron. Foto: G.P. / La Tercera

La segunda comitiva estaba liderada por Marcela Riquelme, presidenta de la Junta de Vecinos de Puerto Sur. Viajaron al continente para pedir ayuda.

-Nos reunimos con el alcalde de Coronel. Él nos recibió bien. Pero nos dijeron que los recursos los tenía que administrar la Delegación Presidencial -relata-. Llevamos a toda la gente a ese edificio y la delegada no nos atendió. Nos dijeron que tenía una hora médica. Nos atendió otra persona, pero no nos dieron respuestas. Eso nos molestó mucho. Lo sentimos como un portazo. Por eso, planificamos incluso tomarnos la Delegación el lunes siguiente. Nos sentimos abandonados.

Mientras tanto, cada vez que los Cruz veían alguna embarcación cerca, cubrían un palo con un trozo de tela, que mojaban con la bencina del motor. Con los cables que salían de la batería, el padre encendía con un chispazo ese artefacto, que servía como antorcha para que los vieran desde lejos.

Pero Diego Cruz dice que fue inútil: los barcos mercantes pasaban a unos 300 metros de su bote, pero los ignoraban. O no los veían. También vio avionetas que volaban sobre ellos. Pero nadie los venía a rescatar.

Por eso, Rodrigo Cruz rajó la carpa que cubría el motor, paró los dos remos e hizo una vela. La abrían para aprovechar el impulso del viento que los llevara al continente. Cuando el viento los alejaba, cerraba la vela y trataba de mantener la posición navegando en círculos.

El tercer día, su padre calculó que navegaban a la altura de Constitución. Acercó el bote lo más posible, aprovechando un viento que corría a su favor. Alcanzaron a estar a siete kilómetros de la costa. Diego Cruz quiso lanzarse y nadar. Pero su padre no se lo permitió. Luego, los vientos soplaron en dirección opuesta, y nuevamente se alejaron de la costa.

Diego Cruz ya no aguantaba. Sufría alucinaciones.

-Veía ríos con agua dulce corriendo bajo el mar. Yo me quería tirar del bote para tomar esa agua. Mi papá me tomaba y me retaba. Me decía que qué estaba haciendo. Que me iba a llevar la corriente.

El cuarto día fue peor.

-Les pedí a mi abuelo René y a Dios que me vinieran a buscar. Les dije: no quiero seguir acá. Estoy sufriendo, abuelo. Le pedí arrodillado a Dios que me llevara.

Ese día se dio cuenta de que su padre estaba cada vez más cerca de él en el bote.

-Me dijo ‘hijo, ¿cómo me voy a quedar solo? ¿Qué voy a hacer sin ti? ¿Qué va a decir tu mamá? Luchemos, hijo. -recuerda Cruz-. Me tomaba la cabeza para que tomara aire. Cuando me hablaba y no le respondía, se tiraba encima mío. Lloraba, gritaba. Ahí le volvía el ánimo al cuerpo.

Diego Cruz, mirando la playa desde donde se perdió, admite algo más.

-Creo que me rendí muy rápido. No luché como tenía que luchar, como luchó mi papá.

El día sábado, que coincidía con el Sábado Santo, fue el día más crítico para él. Tendido sobre la cubierta, chupando cuerdas del bote y lamiendo la cubierta para conseguir algo que tomar, sabía que iba a morir allí.

Renacer

La noche del Sábado Santo, Rodrigo Cruz, que entregó todas sus energías para que los vieran, y para que el bote no entrara en alta mar, se desplomó. Ya no reaccionaba. Estaba delgado, pálido y ya no les quedaba comida: tuvieron que botar las pancoras, porque tenían mal olor.

Esa madrugada, la del Domingo de Resurrección, fue el punto donde todo cambió, dice Diego Cruz.

-Me desperté como siempre a las 4.00. Estábamos a la altura de Pichilemu. Ahí vi una luz que estaba muy cerca. Nunca habíamos visto una tan cerca. Pensé que era un barco camaronero. Estaba como a 40 kilómetros de la costa.

Cruz tuvo una idea. Le dijo a su padre que alzaran la vela y dirigieran su bote a chocar con la lancha. Sabía que era una última oportunidad. El impacto, si es que la otra lancha venía con velocidad, podía destrozar el bote. Pero decidieron probar suerte. Les resultó.

-La lancha estaba fondeada. O sea, no se estaba moviendo. Topamos con la proa, me subí a la lancha. No había gente en la cubierta. Alcancé a agarrar a mi papi del brazo, que casi pasa para abajo. Ya no se podía ni los pies. Y me puse a llorar. Les gritaba a los cabros, a los pescadores, que salieran.

Los pescadores salieron y los auxiliaron. Cuando iban a amarrar el “Alexandra Esperanza”, los Cruz les dijeron a gritos que no. Que el bote ojalá se lo llevara el mar, para no verlo nunca más. El bote hoy está en Coronel.

Los pescadores escucharon su historia. Les dieron café, agua, pan con queso y una sopa de mariscos. “Nunca había probado una tan rica”, dice Diego Cruz.

El aviso de que los encontraron con vida llegó rápidamente a la isla y a la expedición de Enzo Escobar. Ellos estaban en San Antonio cuando les llegó la noticia del capitán de Puerto de Coronel. Saltaron de júbilo en pleno centro de esa ciudad.

El miércoles 3 de abril, los Cruz volvieron a la isla Santa María. Los recibieron con bengalas, bocinas y globos. Era un carnaval preparado para ellos. Cerca de 500 personas los acompañaron en caravanas. Se dedicaron palabras por la proeza que realizaron entre todos. El único ausente era Rodrigo Cruz, quien prefirió estar en su casa con su señora y descansar. Aún no se siente preparado para hablar de lo que pasó. Dice que por las noches le cuesta dormir. Que se ha despertado a las 4.00 pensando que sigue en alta mar.

Diego Cruz ya no quiere ser pescador. Su meta, ahora, es estudiar una carrera técnica, aprender a soldar y replantear su vida. Algo de eso, dice, pasó la noche del miércoles, cuando terminó el asado de bienvenida. Al regresar a su casa, se acercó a la pieza donde estaba su padre.

-Le dije: ‘Papá, te amo’. Me dijo: ‘Yo también’.