La noche del viernes 13 de noviembre de 2015, la sala parisina de espectáculos Bataclan, con capacidad para 1.498 personas, rebosaba de asistentes al recital de una banda estadounidense de guitarras recias y nombre juguetón: The Eagles of Death Metal.
A las 21.48, provistos de rifles de asalto AK-47 y cinturones explosivos, ingresaron al lugar Mohamed Aggad, Ismael Omar Mostefai y Samy Amimour. Eran miembros de un comando del Estado Islámico que se repartió esa noche por distintos puntos de la capital parisina para sembrar el caos. En lo que toca a este trío, y como lo describe Emmanuel Carrère, “les tomó 10 minutos matar a 90 personas y herir a unas 200, tras lo cual comenzó otra secuencia, mucho más larga: la toma de rehenes”.
Tan apretados estaban quienes poblaban el foso de la sala que, según cuenta el escritor de Yoga y Limónov, “cuando se lanzaron al suelo con la esperanza de escapar de las primeras ráfagas, no cayeron uno al lado del otro, sino unos sobre otros. Intencional o involuntariamente, los de arriba protegieron a los de abajo”. Desatada ya la furia asesina, prosigue, “todos en el foso creyeron que su única posibilidad de sobrevivir era evitar toda interacción con los terroristas”. Así las cosas, “cuando un hombre se levantó y dijo ‘¿por qué hacen esto? ¡Deténganse!’, le dispararon de inmediato”.
De entre 25 y 30 años en su mayoría, para las víctimas del Bataclan no hubo escapatoria ni mayor consuelo. “Ahí pensé: ya está, es ahora. Este aliento será mi último aliento”, relataría un sobreviviente: “Lo único que me aliviaba era pensar que no tenía hijos”. “Habían encendido todas las luces y estaban disparándole a la gente, yo diría que con cierto placer”, recordaría otra, mientras un tercero rememoraría la crueldad de los atacantes previa al momento en que se hacen explotar, convirtiendo sus restos en algo parecido a las challas: “Se detuvieron para recargar, y entonces fueron menos constantes y más selectivos: una bala a la vez, ahora apuntando. Un grito, un disparo; un llanto, un disparo; un sonido de celular, un disparo”.
En su conjunto, la operación terrorista dejó 130 muertos (131, si se considera un herido que no pudo reponerse del trauma y se suicidó cuatro días después), además de dejar 415 heridos, una cifra que pudo ser mucho mayor si quienes se inmolaron en el Stade de France, donde las selecciones de Francia y Alemania disputaban un amistoso futbolístico, no hubiesen llegado tarde y encontrado las puertas cerradas. Un episodio múltiple que marcó a una ciudad que, meses antes, había visto a otro comando islamista atacar las instalaciones de la revista satírica Charlie Hebdo.
Tras una investigación que tomaría más de cinco años y pariría un dossier de 542 tomos, en septiembre de 2021 se inició un juicio que se extendió hasta junio de 2022 y en el cual los acusados no fueron ni podían ser los nueve miembros del comando asesino, todos los cuales se suicidaron esa misma noche de noviembre, sino 11 personas consideradas cómplices en diverso grado. Durante esos nueve meses, de lunes a viernes y excepto unos días de convalecencia por Covid, Emmanuel Carrère estuvo en las audiencias mirando, escuchando, conversando, cavilando y tomando notas con un lápiz.
Cada lunes, a lo largo de ese tiempo, las notas del escritor se convirtieron en columnas de 7.800 caracteres que aparecían los jueves en el semanario L’Obs, conocido hasta 2014 como Le Nouvel Observateur. Y una vez terminado el juicio, con los debidos acomodos y agregados, las columnas se convirtieron en un libro que lleva por título el nombre con el que muchos acostumbraron designar el proceso judicial: V13, cuya aparición en español por el sello Anagrama se anuncia para 2023.
En 368 páginas, el autor dota de rasgos humanos a la tragedia, incorporando la duda y la rabia, la perplejidad y el dolor, a través de una prosa capaz de conmover cuando menos se lo espera.
Victimarios y víctimas
Pocos días después de ese 13 de noviembre, Carrère concedió una entrevista a La Tercera en el marco de una inminente visita a Chile. Contó entonces que vivía cerca de dos de los lugares atacados en París, entre ellos la sala Bataclan, y que su primera reacción “fue intentar saber dónde estaban mis hijos, mis amigos cercanos… en fin, es mi barrio”. Pasado el impacto inicial, prosiguió, “hay que confesar que uno experimenta un alivio y un cierto placer egoísta al constatar que a ninguno de sus cercanos le pasó nada”. Al mismo tiempo, remataba, “está la mezcla de consternación y horror”.
Ya en Santiago, invitado por el ciclo La Ciudad y Las Palabras, el autor de El reino declaró el 3 de diciembre: “No podría escribir una historia sobre los asesinatos y la masacre de París; mi tarea es comprender los hechos”.
Y no sería propiamente una historia la que terminaría publicada -ni una autoficción, ni sus ya célebres relatos de no ficción-, sino lo que el propio V13 anuncia en su portada como una “crónica judicial”. Una crónica donde asoma a ratos la estampa del thriller moral.
Dice Carrère que él mismo le hizo la propuesta al director de L’Obs, quien aceptó de buena gana, en el entendido de que sus textos correrían en paralelo a la cobertura de la revista, que tomaría su propio camino. Otra cosa es que el mismo autor tuviera muy claras sus intenciones desde el principio: “¿Por qué me preparo a pasar un año de mi vida encerrado en una sala de audiencias, cinco días a la semana, levantándome al alba para pasar en limpio mis notas de la víspera antes de que se vuelvan ilegibles?”, se preguntaba.
Y las respuestas son de distinto orden. No siendo víctima de los atentados ni teniendo víctimas entre sus próximos, escribe, “me interesa la justicia”. Por lo demás, anota ya el primer día del proceso, lo que presencia es nada menos que “el Núremberg del terrorismo”: si en la ciudad alemana se juzgó a los altos dignatarios nazis, “aquí juzgaremos a gente de segunda categoría, ya que los que mataron están muertos. Pero también será algo enorme, algo sin precedentes que quiero presenciar”.
He ahí una razón. Otra es que, “sin ser un especialista en el Islam, y mucho menos un arabista, me interesan las religiones, me interesan sus mutaciones patológicas. También una pregunta: ¿dónde empieza lo patológico? Cuando se trata de Dios, ¿dónde empieza la locura?”.
Asistir, prestar atención y tomar nota no es, por otro lado, algo que se haga sin predisposiciones ni prejuicios. Escritor, guionista y excrítico de cine, asumía por ejemplo Carrère que los victimarios “serían tipos más interesantes”. Después de todo, “quienes se interesan por los juicios -los reporteros judiciales de profesión, o como yo, de ocasión- sienten mayor fascinación por los culpables que por las víctimas. Nos compadecemos de las víctimas, pero es a los culpables a quienes tratamos de comprender. Es su vida la que escudriñamos en busca de la falla, del punto misterioso en el que se inclinaron hacia la mentira o el crimen”. Sin embargo, “en el V13 es lo contrario: las cinco semanas de testimonios de las partes civiles nos sacudieron, nos devastaron, y casi cuatro meses después lo que aflora son sus rostros al descubierto por la tragedia. ¿Y los acusados, después de eso? Pensamos que sus interrogatorios serían apasionantes, pero en realidad no lo son: no tienen nada que decir”.
Lo anterior, eso sí, no implica en absoluto bajar el perfil a la trama de terror ni a sus protagonistas; al sadismo reivindicado por el Estado Islámico ni a la dimensión política de sus acciones; a cierta torpeza de los policías belgas o al olvidado testimonio del yihadista Reda Hame, que en agosto de 2015 declaró que un concierto de rock sería blanco de los suyos. Por el contrario, se toman distintas hebras que invitan al lector a enterarse, por ejemplo, de cómo el municipio de Molenbeek, en Bruselas, se convirtió en un fortín salafista; o bien, de cómo la “desradicalización” impulsada por el Estado francés ha tenido tan poco éxito como el que según Carrère habría tenido una “descristianización” si el Imperio romano la hubiese intentado hace 20 siglos: más combustible para los mártires.
Se siguen, en esta línea, los pasos insólitos de Salah Abdeslam, que fue la vedette del juicio: un tipo “que debía matar y morir, pero no lo hizo”. ¿Por qué? Parte del suspenso del proceso descansa en esa incógnita.
Abdeslam, cuyo hermano Brahim sí acribilló inocentes y se hizo explotar la noche de ese viernes 13, estuvo casi seis años en total aislamiento, sin aportar una sola palabra a la investigación. Una vez con el juicio en marcha, supo desconcertar con nuevos silencios, o bien declarando que sólo vino a ser informado dos días antes por el jefe de su célula terrorista, Abdelhamid Abaaoud, de que debía participar en los ataques, definidos también con muy poca antelación. Hasta el final declararía no ser un asesino, sin perjuicio de lo cual fue condenado a cadena perpetua.
Y en cuanto a las víctimas, cuenta el autor que sus propios hijos tenían 28 y 25 años en 2015, y que el hecho de que “podrían haber estado ahí” lo sensibiliza respecto de los jóvenes asesinados. Dicho esto, más que con estos últimos, confiesa haberse identificado con los padres. Incluso con Patrick Jardin, padre de una víctima del Bataclan y acaso el único familiar que exhibió desembozadamente ante la justicia su cólera y su ánimo de revancha, allí donde fue un entendido tácito que clamar venganza significaba conceder una victoria a los asesinos (en lo que el autor llama “un discurso demasiado unánime y virtuoso para ser completamente honesto”).
Algunos de los pasajes más estremecedores del libro expresan, en efecto, el vacío que dejan quienes ya no están, así como la impotencia de cercanos que reconstruyen esas horas fatídicas o que se lamentan por lo que pudo ser y no fue. También, y un poco a contramano, asoma “un esfuerzo que la moral y la razón exigen”: considerar que “los hijos no son responsables de los crímenes de sus padres”, pero que lo contrario “es menos seguro: cuando un niño se convierte en asesino, uno sospecha que su familia tiene algo que ver”.
En esto último despunta el controvertido caso de Georges Salines y Azdyne Animour: Lola, hija del primero, fue asesinada en el Bataclan por el trío de terroristas que integraba Samy, hijo del segundo. Dos años después de los atentados, Salines recibió una carta de Amimour: “Me gustaría hablar con usted de este hecho trágico, porque yo también me siento víctima por culpa de mi hijo”. Salines se vio sorprendido, pero aceptó. Y lo que resultó fue un libro a dos voces, Il nous reste les mots (“Nos quedan las palabras”, 2020), que reproduce la conversación de unos progenitores afligidos. Al leer sus diálogos, escribe Carrère, “uno se pregunta qué es peor: tener un hijo asesino o una hija asesinada”.
Y está también la historia de Nadia Mondeguer. Egipcia radicada hacía largo tiempo en Francia, vio por última vez a su hija Lamia aquel viernes 13 a las 2 de la tarde, y sólo vino a enterarse de su muerte 24 horas después. Lamia, cuyo cuerpo sería en un principio confundido con el de otra mujer, fue asesinada junto con su novio, Romain Didier, en la estación de Charonne, en el XI distrito parisino. En 2018, Nadia volvió a El Cairo, su ciudad natal. La última vez que había estado allí con Lamia fue en 2014. Habían estado en el parque de Al-Azhar, cerca de la mezquita conocida como el corazón del Islam suní. Cuatro años después, Nadia estuvo largo rato sola en el mismo lugar.
Era la única que quedaba allí, y un policía se le acercó a decirle que debía irse. “Nadia quería quedarse un poco más”, cuenta Carrère. El policía insistió, pero en vez de hacerle caso, ella comenzó a contarle, en árabe, lo que había sucedido tres años antes: “Las palabras le salieron con naturalidad, con calma, y mientras hablaba comprendió que lo más importante que podía hacer era contarle esto en árabe a un policía egipcio desconocido. El policía también lo entendió. Al final de la historia, le dijo a Nadia: ‘Tu hija y los demás son shahid (”mártires”)’. Escuchar de boca de este policía egipcio que los mártires eran ellos, y no los asesinos que se atribuían ese carácter en su ignorancia inmunda y manipulada, fue como si todo volviera a su lugar”.