La noticia da cuenta de un descontrol. Una literal guerra entre bandas.
“Satanás”, sicario del Tren de Aragua, con prontuario homicida en otros países, asesinó a tiros a un ciudadano venezolano en pleno desierto. También grabó la escena, porque mantener un registro sirve para intimidar en el futuro a miembros de otras pandillas, así como para probar el hecho. Luego, “Satanás” trató de huir de Chile, antes de ser detenido.
La escena parece sacada de una serie de Netflix, pero pasó realmente. Ocurrió cerca de Alto Hospicio, en marzo pasado, y ayuda a entender cómo han mutado los crímenes por encargo en el país. Porque el sicariato no siempre fue así. De hecho, durante la década de 1990, este fenómeno homicida ocupaba muy a lo lejos las planas policiales de los principales diarios del país. Y buena parte de este tipo de delitos eran por rencillas económicas. Siempre tenía la misma estructura: alguien le pedía a un tercero cometer un asesinato, previa promesa de un pago o de un beneficio.
Por ejemplo, en 1992 se atribuyó a un sicario el crimen de un empresario en la Carretera 5 Norte, a pocos kilómetros de Santiago. El fallecido, de 37 años, iba a heredar una cadena de supermercados.
En 1996, La Cuarta tituló: “Mafioso pagó cien lucas a sicario para que le diera el bajo al socio”. El relato daba cuenta del homicidio de un ganadero en Temuco, cuatro años atrás, un crimen por encargo motivado por fines económicos. Como referencia, el pago de ese crimen equivale a unos 2,5 sueldos mínimos de la época.
Otra de las pocas apariciones en la prensa de este tipo de crímenes se dio en noviembre de 1999, en La Nación. Se trataba de un homicidio frustrado a un joyero en Viña del Mar. La razón: “Darle un duro castigo por una presunta negativa a pagar 14 millones de pesos en joyas compradas días antes a otro empresario”, consignaron.
“Esta conducta criminal, en años anteriores, la veíamos vinculada a otro tipo de hechos”, dice el jefe de la Brigada de Homicidios Sur de la PDI, el subprefecto Jorge Abatte Reyes.
Con 28 años de servicio, y toda una carrera investigando homicidios, ha visto en todo este tiempo cómo el sicariato ha ido variando.
“Antes, en la historia policial chilena, se veía este delito relacionado con empresas o herencias. Estaban muy premeditados”, explica.
No obstante, también había otra gran arista: los delitos provocados por disputas intrafamiliares.
Por ejemplo, en Cañete durante 2001, una mujer y su hija de tres años fueron asesinadas brutalmente. Se descubrió que el victimario era un sicario contratado por el padre de la menor. El pago que prometió este último, de $ 200 mil, nunca fue concretado.
En 2004, la fiscalía de Parral acusó a una pareja de convivientes de contratar a un adolescente para asesinar al esposo de la mujer. Le habrían ofrecido en esa ocasión $ 600 mil, unos cinco sueldos mínimos.
Otro caso fue en Copiapó, en 2006: un minero fue asesinado por un sicario, que habría sido contratado por su hijo y su esposa, “cansados de malos tratos”, según publicó Las Últimas Noticias. Al victimario le pagaron $ 400 mil, tres sueldos mínimos del año, aproximadamente.
“Pero había muchos casos que no los cubría la prensa, o no se sabía en los medios, salvo que fuera demasiado escabroso”, asegura el subprefecto Abatte: “Esos casos quedaban en las carpetas investigativas y no llegaban a los medios de comunicación”.
“La Quintrala” y los carteles
Con el correr de los años, y entrados los 2000, el sicariato obtuvo gran atención pública a partir de la causa de “La Quintrala”. Aquel caso, que acaparó portadas de diario y horas de pantalla, involucró a María del Pilar Pérez: dueña de una personalidad considerada psicopática por quienes investigaron el caso.
Pérez contrató al sicario José Ruz, el año 2008, para matar a su madre, hermana, cuñado y sobrina. Pero tras un confuso incidente, acabó muerto Diego Schmidt-Hebbel, economista y pololo de su sobrina. Luego, se supo que Ruz también mató al exesposo de Pérez junto a su pareja, por encargo de la misma “Quintrala”.
La trama de disputas familiares por herencias y traiciones, además de los aspectos psicopáticos de la mente detrás del crimen, le dieron a Pérez el apodo de “La Quintrala”. Aunque, según Gonzalo Ulloa, comisario del Instituto de Criminología de la PDI, no hay un perfil único para quienes terminan dedicados al sicariato.
“Puede ser un sujeto adaptado, que lleva una vida normal, pero por circunstancias específicas termina planificando o cometiendo un ilícito. O bien podemos hablar de un sujeto con alto nivel de psicopatía”, ejemplifica el psicólogo, que también agrega: “Aunque hablemos de un sujeto que no tenga una psicopatología establecida, claramente que tomar una decisión a partir de una resolución de conflictos de estas características sí habla de una medida desadaptativa, transgresora y antisocial, con elementos de sadismo y una nula valoración de la vida del otro”.
Tanto María del Pilar Pérez como José Ruz fueron condenados a cadena perpetua.
A pesar de que la atención pública estaba concentrada en este tipo de historias, por debajo se venía fraguando otra clase de sicariato. Uno que no tenía nada que ver con herencias o con lazos familiares.
Desde mediados de los años 90, de hecho, se leían los primeros reportes de “ajustes de cuentas” entre grupos ligados al narcotráfico. Por ejemplo, en 1994 se hablaba de la fuga de la cárcel de Iquique de “El Peluca”, un criminal santiaguino que viajó al norte a cometer un homicidio y que era conocido por ser sicario del “Cartel de La Legua”.
En la década siguiente, un individuo de 25 años, vinculado años atrás al tráfico de drogas, fue asesinado de ocho tiros en una bencinera. Consumado el delito, el victimario se retiró del lugar caminando.
El 2007, otro caso salió a la luz: la banda narco “Los Cara de Pelota” urdieron desde la cárcel el intento de homicidio al fiscal regional Alejandro Peña. Pactaron $ 30 millones por el homicidio, según las pruebas que entonces presentó la fiscalía.
“En Chile, los asesinatos por encargo se instalaron hace más de 10 años, cuando comenzó a prosperar el negocio de la droga y junto con ello los fajos de billetes y la codicia”, precisaba La Nación Domingo en un reportaje el 2008.
“Así -sigue- se originaron las disputas por el control de territorios, secuestros extorsivos entre bandas de narcotraficantes, ‘mexicanas’ -quitadas de droga- y muertes con testigos asustados y mudos. Todo eso tuvo un nombre: ajuste de cuentas”.
En ese entonces, según datos que recabaron, vecinos de La Legua mencionaron la existencia de hombres que por 300 mil o 500 mil pesos eran capaces de asesinar. El salario mínimo entonces era de $ 159 mil.
En cualquier caso, en el mismo reportaje el jefe nacional de Homicidios de la PDI de entonces, Gilberto Loch, calificó estos crímenes como “poco frecuentes” y “lejos de llegar a la habitualidad”.
De ahí en adelante, el panorama cambió.
En marzo del 2015, “El Gotita”, joven de 17 años, murió abatido por tres balazos en plena población La Legua. Los pistoleros fueron sicarios contratados por una banda de narcotraficantes, según consignó La Tercera.
La peculiaridad del caso, según constató la fiscalía entonces, era que se trataba del primer crimen cometido en el país por sicarios colombianos: Mauricio y David Rendón.
El primero trabajaba como mozo en un restorán en Vitacura. Y según dio cuenta el Ministerio Público entonces, era un asesino con antecedentes en su país. Ambos escaparon de Chile luego de cometer el crimen.
Ese caso fue un hito, según Álex Cortez, fiscal jefe de Alta Complejidad y Crimen Organizado en la Fiscalía Sur.
“Antes de ese crimen, no recuerdo uno igual”, resume. “Sí teníamos casos que tenían antecedentes de que podía existir sicariato. De hecho, los hay. Pero uno tan claro, no recuerdo haber tenido ni antes, ni después”.
El tarifario de la muerte
Para el subprefecto de la PDI Jorge Abatte, en la última década se empezó a ver una criminalidad distinta. Una que derivó en otro tipo de sicariato.
“Junto a la aparición de grupos ligados al narcotráfico -explica- se empiezan a generar muertes violentas entre bandas rivales. El móvil es el ajuste de cuentas y rencillas territoriales”.
Pero, sostiene, ya no contratan sicarios, porque los sicarios son parte de la misma organización.
Francisco Maffioletti, académico de la Facultad de Psicología UDP, respalda esta idea: “A la cabeza de estas organizaciones criminales están los autores intelectuales, que dentro de la estructura jerárquica tienen soldados que están a un nivel inferior en la cadena de mando, a quienes se les encargan estos crímenes”.
Ángela Vivanco, ministra y vocera de la Corte Suprema, agrega una idea más macabra: una industria de los delitos.
“Lo que fue cambiando con el tiempo -denuncia- es que estos grupos o bandas empiezan a dedicarse a esto como una especie de industria delictiva, donde prácticamente hay un tarifario de cuánto cuesta encargarles a esas personas que cometan delitos”.
Para Vivanco, si bien antes estos delitos se veían a lo lejos, ha aumentado su frecuencia y violencia. Pero los precios por cometer un crimen, eso sí, llegan a sumas sorprendentes.
“Hay gente que ha cometido delitos por $ 100.000, otros por mayores cantidades. Depende del caso”, indica. Y sobre los sicariatos, si bien no tiene una cifra exacta, asegura que “por lo general es por menos de $ 1 millón”.
Es ese contexto el que explica que se puedan encontrar crímenes de este tipo en ciudades como Alto Hospicio, de la mano de bandas como El Tren de Aragua.
Según Maffioletti, la “proliferación de internet”, así como “el desvanecimiento de la frontera física, donde viajar a otro país es más fácil”, ha permitido la entrada del sicariato desde otras latitudes al país.
¿En qué incide la migración en este fenómeno? Vivanco es clara: “A mí no me gusta mezclar la idea de la migración con esto”. Entre otras razones, porque “es una discriminación que no merecen”. No obstante, enfatiza un punto: “Si dentro de los migrantes vienen delincuentes, bueno, el papel del Estado es separar la paja del grano, y decir ‘estos son delincuentes’ y estos otros vienen a trabajar”.
Eso sí, no existen cifras exactas de cuántos sicariatos se cometen en el país. Esto, porque no es un delito tipificado. Hoy en día un hecho de ese tipo se comprende como homicidio calificado con circunstancia de “por premio o promesa remuneratoria”. Las penas van desde 15 a 20 años de cárcel, a presidio perpetuo.
El comisario Ulloa, en cualquier caso, pone paños fríos: “En nuestra unidad no nos ha tocado una causa de sicariato. Eso da cuenta de algo: el número de estos casos, desde mi experiencia, todavía puede considerarse bajo”.
“Esto no se está cometiendo en malls, o cafés, como en otros países. No lo tenemos presente”, indica el prefecto Abatte.
Aunque sí revela una preocupación: “Sí estamos atentos a que ese fenómeno se nos podría enquistar”.
Lo mismo piensa Vivanco.
“Esto no solo termina, va avanzando. Ahí hay que controlar fuertemente, porque se nos puede escapar de las manos”.