Un detective podía aburrirse en Arica. Sobre todo, uno de la Brigada de Homicidios de la PDI. La razón no era demasiado compleja: en esa ciudad del norte no había muchos asesinatos. Casi siempre menos de uno por mes. Y, cuando los había, eran casos relativamente sencillos. Una borrachera entre conocidos que terminaba en una pelea a cuchillos. Una riña entre vecinos que se escapaba de las manos. Ese fue el mundo al que se expuso el comisario Eduardo Ros, cuando lo trasladaron desde Puerto Montt a Arica.
Ros, el hijo de un transportista y una dueña de casa en Cartagena, tenía 34 años y una prometida, ese 2018. Llegó al norte con ganas de fabricarse un nombre como detective, pero se topó con una ciudad que no producía cadáveres. Su primer homicidio, de hecho, fue dentro de la norma. Una curadera entre amigos, una discusión y una resolución a cuchillazos que terminaba con un cuerpo dentro de un domicilio. En esa oportunidad, Ros empadronó a los testigos y le contaron lo que había ocurrido. Luego de un par de horas ya tenía al autor.
Eso era lo otro. Los asesinos, confrontados con lo que habían hecho, también confesaban. Casi siempre le echaban la culpa al trago.
En esa calma, Ros se casó y formó una familia.
La tranquilidad se extendió hasta finales de 2020, cuando escuchó que Carabineros había dado con un cadáver extraño cerca de la playa, en el sector de La Ponderosa. Era un hombre, de unos veinte años, sin identificación y sin documentos, con una herida de bala en la cabeza.
Los fiscales que fueron a la escena del crimen tampoco sabían interpretarla. La primera tesis era que se trataba de un “coyote” colombiano. Sólo que la única pista que daba, contradecía toda esa teoría. El muerto tenía un tatuaje que decía: “Venezuela”.
No era lo único extraño, porque el cuerpo estaba rodeado de vainillas calibre 38.
–En la mayoría de los sitios del suceso, uno veía una animosidad de ocultamiento, de limpieza, de esconder las vainillas –dice Ros–. Pero en este caso no interesaba. El cuerpo estaba ahí, a la vista.
Algo estaba pasando en Arica que estos casos comenzaron a repetirse. Y eso, la seguidilla de ejecuciones de hombres sin identidad, era algo que el comisario Álvaro Astroza, jefa de la BH de la ciudad, tampoco lograba entender. Ese 2020 registraron 18 homicidios, siete más que el año anterior. Los que más aumentaban eran los con arma de fuego. De tres casos, habían subido a siete. En ese desglose aparecían colombianos y venezolanos: muertos que no habían tenido antes.
Una posibilidad era que fueran víctimas del narcotráfico. Pero tampoco parecía muy real. Porque en Arica la droga no dejaba cadáveres.
–Nosotros sólo somos un lugar de paso para la droga –explica el fiscal regional, Mario Carrera–. Porque Arica es una ciudad de relativamente poco ingreso económico. Lo que aquí llega, no tiene como destino final esta ciudad.
El problema es que seguían pasando cosas inexplicables. Como que un repartidor de pizza fue a entregar un pedido a la toma de Cerro Chuño y lo mataron a tiros por la espalda.
–Es un lugar estratégico por dos razones: se controla con mucha facilidad quién entra y quién sale y porque es una zona carente de presencia del Estado. O carente de presencia de servicios públicos. Mira –agrega el fiscal Carrera–, es una zona que no debería existir.
Hacia finales de ese año, le tocó a Eduardo Ros. Lo llamaron a las 3 a.m. para ir a revisar un cuerpo de sexo masculino que habían encontrado en el sector de Quebrada Encantada, próximo al vertedero y las tomas de Cerro Chuño. El muerto, recuerda, estaba entre los escombros, vestido. Sólo se le veían los pies:
–El cadáver se encontraba atado de pies y manos, con cables y alambres. La víctima no contaba con documentación, pero se veía de unos 20 años. Tenía dos impactos de bala: uno en la cabeza, y el otro, en la espalda.
Ros hizo lo que había aprendido en la escuela: empadronar a posibles testigos y vecinos. Pero esa noche nadie le quiso contar nada. Le decían que, si hablaban con un detective, corrían riesgo. Entonces lo único que consiguió fue aprender que la víctima era venezolana.
En los días siguientes el comisario averiguó el nombre del fallecido y quiénes eran sus familiares. Todos ellos, supo, se encontraban vinculados a otros homicidios que su brigada investigaba en el Cerro Chuño.
Todo eso se lo informaba al comisario Astroza que, con cada reporte, iba sorprendiéndose de lo que pasaba en una ciudad que, a esas alturas, pensaba que ya conocía:
–En 21 años en Homicidios, nunca me había topado con este tipo de crueldad.
***
El comisario Eduardo Ros sube por el camino al vertedero: una ruta llena de dunas, arena y basura al final del Cerro Chuño. De pronto gira su auto hacia la izquierda.
—Ahí fue.
Ros apunta a un rectángulo de tierra negra.
—Ahí encontramos a los quemados.
La noche del 18 de agosto de 2021, un camión de basura llamó a bomberos para advertir de un incendio. Era un Mazda Demio que ardía al costado de la ruta. Cuando apagaron las llamas, abrieron el maletero. Ahí encontraron el primero de los cuerpos. El segundo estaba en el asiento de atrás. Ambos carbonizados en posición fetal. No mucho después, Eduardo Ros fue llamado para trabajar la escena del crimen.
—La verdad es que ya no había mucho que hacer ahí. Así que nos trasladamos al Servicio Médico Legal. Allá nos percatamos que tenían lesiones de bala en el tórax y también lesiones cortantes.
Siguiendo las pistas que dejaba el registro de la patente, Ros llegó a las identidades de las víctimas. Ambos eran peruanos. Uno de 30, y el otro, de 21. Andaban con cocaína en el auto, cuando, según su investigación, los interceptaron miembros de otra banda. Los tuvieron dando vueltas por Arica, hasta que los mataron en esa duna.
Para los ariqueños, que estas cosas ocurran ahí, pesa el doble.
—Yo creo que es un dolor para la ciudad el Cerro Chuño —dice el delegado presidencial, Ricardo Sanzana (FRVS)—. Y lo es desde el origen.
La historia es así: entre 1990 y 1992 el gobierno de Patricio Aylwin construyó tres poblaciones de viviendas sociales en esa zona. La inversión se tomó con esperanza en una ciudad que se había sentido abandonada por el estado durante las últimas tres décadas. El problema fue que, luego de unos años, los vecinos comenzaron a tener problemas de salud.
—La gente se enfermaba de cáncer, sufría malformaciones, se veían abortos espontáneos y muertes —recuerda el alcalde, Gerardo Espíndola (PL).
Los resultados de los exámenes, que tardaron años en transparentarse, mostraron que todo se explicaba porque esas poblaciones habían sido levantadas sobre terrenos donde, durante la segunda mitad de los ochenta, se habían depositado toneladas de plomo y arsénico, provenientes de Suecia.
En 2012 comenzaron a reubicar a las 875 familias que vivían ahí. Pero no todas quisieron irse. Ese año, 278 dijeron que preferían quedarse.
—Algunos vecinos argumentaron que ellos habían invertido en su casa y ahora les estaban dando una vivienda en bruto. Entonces no les estaban pagando lo que ellos habían invertido y, por tanto, hubo presión. El gobierno en esa época terminó cediendo —explica Espíndola.
Como las casas eran pareadas, y no todas estaban evacuadas, no podían demolerse. Las viviendas terminaron siendo saqueadas: les quitaron las puertas, las ventanas, los WC e, incluso, los techos contaminados con polimetales. Las que quedaron en pie, fueron ocupadas por ariqueños que no tenían dónde vivir.
Claudia, que no se llama así realmente, fue una de ellos. Llegó a Cerro Chuño con su familia en 2015 y nunca más se fue.
—Yo sabía lo de la contaminación, pero había casas vacías y nosotros ya no podíamos seguir pagando arriendo. ¿Qué iba a hacer?
Los riesgos para la salud se toparon con una realidad mucho más grande. Según Ricardo Sanzana, el déficit de viviendas en Arica era de, al menos, 8 mil unidades. Y eso sólo se agravó cuando comenzaron a llegar migrantes.
Primero fueron los colombianos, que encontraron un hogar en las ruinas del proyecto social. Algunos de ellos, asociados con chilenos, dice el alcalde Espíndola, comenzaron a vender ilegalmente esas casas derruidas, sin alcantarillas, sin agua potable y colgadas al tendido eléctrico, que le pertenecían al Serviu.
—Ya en 2016 se escuchaba que había personas que cobraban 200 mil pesos y te pasaban estas casas. Así la gente empezó a llegar a este lugar.
Claudia, la vecina, dice que ahí la vida en la población cambió.
—Los colombianos nos asaltaban, nos robaban en nuestras propias casas, en las esquinas, en los pasajes. Le quitaban las casas a gente humilde, vendían droga.
El extenso cierre de fronteras desde marzo de 2020, por la pandemia, que, con intervalos, se alargó por más de un año, agregó un elemento más a la olla a presión que era Cerro Chuño: se dispararon los ingresos irregulares, sostiene Ricardo Sanzana:
—Lamentablemente se transformó todo el ingreso al país en un ingreso descontrolado, un ingreso anónimo y en un ingreso en donde no teníamos la posibilidad de saber quién llegaba a nuestra ciudad, a qué venía y si tenía un plan migratorio.
Muchos de esos migrantes, en su mayoría venezolanos que atravesaban por Colchane, tenían un destino común cuando entraban a Arica: una de las casas deshabitadas de Cerro Chuño.
Recién llegado desde Santiago, el fiscal Carrera comenzó a saber de escuchas telefónicas a delincuentes que seguían, que mencionaban con miedo a estos nuevos vecinos. Muchos decían que a través de esos pasos estaban cruzando miembros de la banda venezolana El Tren de Aragua:
—Nos empezaron a aparecer conversaciones donde estos delincuentes que teníamos intervenidos ya empezaban a manifestar un temor. Decían ‘oye, estos del Tren me pidieron que les pagara esto o me van a hacer algo’.
Ahí empezó la guerra por el cerro y las calles. En la BH aún lamentan las estadísticas: 2021 dejó 26 homicidios en Arica, 11 de ellos con armas de fuego.
Claudia, en cambio, veía todo esto por su ventana.
—Había peleas entre colombianos y venezolanos en la noche, se escuchaban disparos. Una vez, por mi pasaje pasaron como 20 venezolanos armados, como a las 17.00, buscando colombianos. Gritaban “¿dónde están los colombianos cabrones que le roban a su gente?”.
Claudia dice que con su familia cerraron las puertas y se escondieron. Llamaron a Carabineros. Cuando los policías llegaron, dice, ya no había nadie en la calle.
—Vivir aquí es un infierno. Muchos no nos vamos porque no tenemos a dónde irnos. Con lo que ganamos, sólo nos alcanza para sobrevivir.
Ahora, Eduardo Ros maneja su auto por la calle Morrillos. Cruza un basural improvisado, una quema de chatarra y varios hombres con la piel sucia y la vista perdida, buscando comida entre los escombros. Dobla a la derecha en un pasaje estrecho de casas construidas con material liviano y, otras, con la numeración escrita con pintura y las ventanas reventadas.
—Eso que te contaron de que los venezolanos habían salido a buscar a los colombianos para matarlos…
Detrás de las rejas los vecinos observan. El auto de Ros está detenido en medio del pasaje.
—Bueno, eso fue aquí.
***
El último colombiano asesinado del que hay registro es Gustavo Angulo. Le dispararon desde un auto en el sector de Cancha Rayada, el 6 de enero de 2022.
El problema es que los homicidios no terminaron ahí.
Aparecían por la Ponderosa, por la playa Las Machas y también en la desembocadura de los ríos. Las víctimas casi siempre eran las mismas: venezolanos jóvenes, con heridas de bala en la cabeza y sin identificación.
—Lo que pasa es que no todos los venezolanos de acá forman parte del Tren de Aragua —dice el fiscal regional, Mario Carrera—. Y también hay algunos dentro del grupo que no siguen las reglas de la organización. Esta banda no pierde oportunidad de mostrar lo que ocurre cuando eso pasa. En el Tren la salida no es una opción. No seguir las órdenes, tampoco.
A veces los homicidios quedan grabados en las cámaras de seguridad. Pasó con el de Antonimar Sánchez, que iba regresando a su casa en bicicleta el 11 de mayo, cuando un auto lo cruzó en un pasaje de la población San José. Al venezolano lo fulminaron a tiros ahí mismo. Murió poco después en el hospital. No hay imputados en ese homicidio.
El comisario Eduardo Ros dio con su hermana, por redes sociales.
—Me dijo que ya no quería nada que ver con él, porque ya sabía en lo que estaba metido.
En lo que va del año, en Arica se han producido 23 homicidios: 17 de ellos con arma de fuego. El saldo es de 15 víctimas extranjeras y sólo seis imputados en prisión preventiva por estos crímenes. El fiscal Carrera lo mira desde otro ángulo: si se restaran los asesinados a tiros, quedaría exactamente la misma tasa de homicidios que tenía Arica hace diez años:
—Aunque también hay ahí mucho homicidio que no hemos descubierto todavía. Porque no hay denuncia y porque no hay ninguna familia ni nadie buscando a esas víctimas. Es como si fueran muertos fantasmas —agrega—.
La mayoría, si es que no todas esas muertes, apuntaban a miembros de Los gallegos, el brazo del Tren de Aragua que se había tomado Arica. A través de escuchas telefónicas, seguimientos en prostíbulos y registrando quién entraba y salía de Cerro Chuño, la fiscalía y la PDI lograron dar con el organigrama de la operación de la banda. Era liderada por Jorge Galaviz, un venezolano de 28 años, y contaba con una estructura de entre unas 25 a 30 personas entre las que, por supuestos, tenían a tres sicarios que mataban con ametralladoras Uzi.
El 16 de junio, la fiscalía y la PDI realizaron un operativo en el Cerro Chuño para desarticular a Los gallegos. Reventaron 23 casas esa mañana. Encontraron diez armas, una granada, dinero en efectivo, droga e, incluso un laboratorio artesanal para elaborarla. Detuvieron a Galaviz y su orgánica. Todos terminaron en prisión preventiva. Pero no fue lo único. También dieron con un cuerpo.
“Esta organización mantenía una casa de tortura ubicada en un sitio de altura del Cerro Chuño, ubicada en calle Morrillo, sin número, donde se encontró asimismo un cadáver de una persona que fue presumiblemente enterrada viva, la cual mantenía marcas de tortura y asimismo se establece preliminarmente que fue enterrado en una bolsa de basura”, dice el expediente judicial.
Eduardo Ros estuvo en ese operativo. Fue de los que dieron con el cuerpo, que encontraron en un desnivel, bajo una antena:
—Yo pensé que íbamos a encontrar más. La información que teníamos es que al menos había tres cuerpos. Pero ni los perros ni las retroexcavadoras los encontraron.
El fiscal Carrera también estuvo ahí y hubo algo que le llamó la atención. Algo estético, quizás, pero que hablaba de lo diferente que era el Tren.
—Manejan una cantidad de dinero enorme, armas y drogas. Pero viven en un colchón sobre la tierra.
El vacío de poder que dejó ese operativo ofrecía la posibilidad de una tregua en Arica. Sólo que no duró mucho. El 26 de junio acribillaron a otro venezolano en la Juan Noé y tres días después, durante la visita del Presidente Gabriel Boric, apareció un cuerpo en el sector del humedal. El perfil era el de siempre: venezolano sin identidad, joven, baleado y degollado. Lo que era distinto fue lo otro. A pocos metros encontraron un celular botado. En su memoria, tenía videos que mostraban cómo habían asesinado a la víctima. Gracias a eso, Eduardo Ros pudo tener a los presuntos autores esa tarde. Su investigación, le explicó al comisario Astroza, apuntaba a que los tres eran amigos, vinculados al Tren y se dedicaban a vender droga. Pero eso terminó cuando la víctima tomó más dinero del que debía de esas ventas.
—Imagínate. Estos habían entrado juntos al país. Y por haberles jugado chueco, lo ejecutaron.
Que estos 23 homicidios del primer semestre se repitan el segundo, preocupa al fiscal Carrera.
—Si eso se da, estaríamos proyectando una tasa de alrededor de 19 o 20 homicidios por cada 100 mil habitantes. Para que te hagas una idea, la tasa a nivel nacional es de cinco. Honduras y El Salvador están en 16 o 17. Este volumen también estresa al SML, que sólo cuenta con seis refrigeradores en su morgue. A pesar de que no se han visto sobrepasados, dice su directora, Claudia Torrealba, sí han estado al límite:
—Hemos vivido situaciones difíciles, pero nunca hemos llegado a necesitar trasladar fallecidos a otras regiones.
En esas oficinas, el equipo de Torrealba continúa el trabajo de identificación de los cuerpos que llegan como NN. La gran mayoría, dice, son reclamados. Aparecen familiares, parejas, amigos. Muchos, luego de un viaje largo desde Venezuela, en los que el servicio tiene que coordinar alojamientos con el Hogar de Cristo. Los que no, en cambio, terminan en el Cementerio Municipal de Azapa,
En la alcaldía los llaman “servicios por gratuidad”. Eso quiere decir que les entregan una sepultura por dos años. Luego de eso, si nadie los reclama, pasan a una fosa común. Sólo este año, 10 extranjeros han sido sepultados por gratuidad.
La situación, allá en Azapa, tensiona.
—El problema es que no tenemos espacio, pero igual no podemos rechazar a los de gratuidad —dice, mientras busca una tumba, Omar Riquelme, el encargado del cementerio.
Los ataúdes se entierran sobre la tierra dura del cerro. Ahí, por ejemplo, está el del venezolano Jesús León, baleado el 25 de febrero y enterrado el 1 de junio. En su espacio no hay nada. Sólo una cruz con su nombre y restos de excremento. Un poco más allá está la del también venezolano, Antonimar Sánchez. El mismo que ni su hermana quiso repatriar, porque sabía en lo que estaba metido. A él lo sepultaron el 25 de mayo, dice uno de los cuidadores:
–Pero mira —apunta—, este tiene un ramo al menos.
Omar Riquelme lo corrige. El arreglo, le dice, lo puso una de las floristas del cementerio:
–Es que le dan pena estos muertos que llegan solos.