La señal viene desde las profundidades. Bajo la superficie, a alrededor de 3.500 metros, está el fondo marino más austral y turbulento del planeta. Las imágenes llegan hasta los computadores de seis especialistas que están atentos a cualquier alerta que emerja de sus pantallas.

La esperanza de estas personas, y de toda la tripulación del buque Cabo de Hornos, es encontrar algún resto, por pequeño que sea, del avión Hércules C10 que cayó el pasado 9 de diciembre, cuando iba camino a la Antártica, dejando a 38 personas fallecidas.

El viaje empezó el sábado 29 de febrero y terminó el viernes 6 de marzo. Solo llegar al área de trabajo tardaría cuatro días.

Día 1

-Para nosotros, los marinos, el Mar de Drake representa el mismo desafío que para un montañista debe significar subir el Everest.

Esa es una de las primeras frases que escucho al subir al buque Cabo de Hornos. La pronuncia el comandante Gerard Novión y sirve como advertencia: estamos a punto de iniciar un viaje a la única ruta para llegar a la Antártica, famosa por sus naufragios y por sus endemoniadas condiciones de navegación.

En ese infierno polar, de olas de 12 metros y vientos de 100 kilómetros por hora, se estima que ocurrió el accidente. La idea es aprovechar una pequeña ventana de buen tiempo, apenas dos días, para realizar la tarea. De otra manera, al sonar le sería imposible captar imágenes nítidas.

El buque oceanográfico AGS Cabo de Hornos fue construido en Chile en 2010 y es uno de los barcos de investigación científica más avanzados en el mundo. Posee laboratorios y salas especiales de pesca, sensores acústicos, frigoríficos y la ecosonda multihaz de alta y media profundidad. Además, es autosustentable, una de las razones por las que, según sus tripulantes, iba a ser visitada por la activista medioambiental Greta Thunberg durante la fallida COP25.

A bordo de la nave, de 74 metros de largo y 3.000 toneladas, van 57 marinos, entre ellos, cuatro mujeres.

A pesar de la capacidad del personal y de la tecnología, la búsqueda es incierta. En diciembre, el Cabo de Hornos hizo la misma travesía sin obtener resultados. “Debemos ser conscientes y pensar que son 3.500 o 4.000 metros de profundidad. Buscar y encontrar una partícula pequeña es muy difícil, pero vamos con el mejor ánimo”, dice el comandante Novión.

Antes de partir pienso en el Monte Everest. Para subir la cima más alta del planeta se requieren años de preparación; yo estoy embarcado hacia esa montaña sin ninguna experiencia previa.

La embarcación cuenta con un sonar que tiene una capacidad de medir hasta 11 mil metros de profundidad.

Día 2

A la entrada de Puerto Harris, en Isla Dawson, hay un cartel de madera con flechas apuntando a distintas direcciones. Adentro llevan los nombres de varias ciudades y la distancia en kilómetros: Moscú 15.610, Santiago 2.226, Antártica 1.148. Por primera vez, caigo en la cuenta que estamos al borde del mapa, más cerca del círculo polar que de los grandes centros urbanos del mundo.

Paramos por el día para cargar combustible. Acá funciona una de las últimas bases de la Armada en el sur. En una villa, con casas de madera, rojas y de un piso, viven marinos designados para servir ahí por un par de años. Tienen un colegio, una iglesia y un almacén. Entre mayo y agosto es la temporada de hielo. Las temperaturas prácticamente no suben de cero y casi nadie sale de sus hogares. La excepción es el verano, cuando quienes viven ahí se divierten haciendo carreras de camionetas y competencias de chapuzones en ríos gélidos.

Estos territorios son destinados por el Ejército para entrenamientos de guerra. Durante la dictadura militar, parte de la isla fue utilizada como centro de detención de la Dina. Ahora es un terreno prácticamente desconocido para los civiles. Nadie puede, por sus propios medios, llegar a vivir acá. “Y mejor que se quede así”, dice uno de sus habitantes.

Cuando anochece, la isla queda en total silencio. El barco está listo para partir de madrugada rumbo a mar abierto. Antes de salir, algunos miembros de la tripulación se juntan en una sala de estar a ver una película que han ya han repasado varias veces: Capitán de mar y guerra.

En ese infierno polar, de olas de 12 metros y vientos de 100 kilómetros por hora, se estima que ocurrió el accidente.

Día 3

Los últimos pedazos de tierra que vemos son islotes. Imponentes cerros que se levantan en medio del agua, hechos de una roca gris esculpida por el viento y el deshielo, que sirven de barrera contra el vendaval.

Al llegar al Mar de Drake todo cambia. El agua se torna de un azul oscuro y las olas crecen. De pronto, ya no hay tierra a la vista.

De lo que más he hablado a bordo del Cabo de Hornos es de mareos, de cómo soportarlos. Un marino, sin preguntarle, me cuenta las técnicas que utiliza para poder ducharse en medio de una tormenta: agarrarse de lo que sea y actuar a ciegas. “Cuando veníamos desde Valparaíso a Punta Arenas nos tocó una tormenta cerca de Constitución. Ese día, vomité nueve veces”, confiesa el teniente segundo Fonzo, quien trabaja en las máquinas del barco.

Los civiles a bordo contamos con una ventaja: podemos tomar pastillas que aplacan el mareo: Mareamin y Stugeron, tres veces al día. Los que trabajan en el barco prefieren acostumbrar al cuerpo al bamboleo y solo usar medicamentos cuando el malestar es extremo. Hay cierto orgullo de navegante en rechazar los fármacos.

Las primeras horas son como una montaña rusa. El problema es que ese movimiento se va a mantener por al menos cuatro días. Las olas llegan a los cuatro metros y la cabeza me empieza a dar vueltas. Gracias a las pastillas, no hay náuseas. Uno de los consejos que leí en internet era fijar la vista en un punto en el horizonte, pero en el mar abierto nada parece estar quieto.

A la hora de cenar, todos se sientan como si no pasara nada. Tenemos que comer agarrados de la mesa y estar atentos a que no se caigan los platos. Alguien menciona que en el primer piso del barco hay un gimnasio y una mesa de pimpón, por si los quiero usar. Con mucha cortesía, respondo que prefiero pasar.

En la noche, todo empeora. Las olas y el viento golpean con fuerza. El ruido es tremendo; hace crujir la madera y bota los muebles. El miedo a caerme de la cama no amaina.

La mayoría de las 18 pantallas del laboratorio se encienden. Los seis especialistas empiezan a tomar nota de las señas que dejaba el radar, dibujando lo que se encontraba a 3.500 metros en el fondo marino.

Día 4

“Ojalá que encuentren algo para poder darles algo de paz a las familias”, dice el sargento (M.) Peña. Lleva dos décadas recorriendo las aguas nacionales y cuenta que esta misión es una de las más importantes que ha realizado.

La búsqueda de los restos del Hércules C-130 fue ordenada por el Ministerio de Defensa en conjunto con la Armada y la Fach. Es la última esperanza de las familias, que aún no conocen las causas ni las responsabilidades que provocaron la tragedia.

A las 17 horas, tres marinos se encargaron de bajar un SBP (Sound Velocity Profiler) al agua. Es un artefacto que mide la velocidad del sonido, determinando la ruta del sonar, que se encuentra en la parte posterior del barco. La mayoría de las 18 pantallas del laboratorio se encienden. Los seis especialistas empiezan a tomar nota de las señas que dejaba el radar, dibujando lo que se encontraba a 3.500 metros en el fondo marino.

“Uno puede tener el mejor lente del mundo, pero si saco la foto a cinco kilómetros no voy a poder ver si hay una persona parada arriba de un monte. En este caso es así. Es difícil ver un elemento sólido o metálico en el fondo. La proporción que existe entre profundidad y tamaño de las partículas es importante”, dice el capitán y segundo comandante, Nicolás Guzmán.

En el 2017, el Cabo de Hornos colaboró con la búsqueda del submarino Ara San Juan, que había desaparecido en el océano Atlántico con 44 tripulantes a bordo. El rastreo, similar al que estamos haciendo con el Hércules C-130, arrojó tres contactos con estructuras metálicas al fondo del mar.

Solo mañana sabremos si hubo o no algún hallazgo.

Día 5

El sondaje termina a las cinco de la mañana. Preliminarmente, no hay resultados, pero los gráficos serán enviados al Shoa de Valparaíso para hacer un análisis más exhaustivo.

Para tomar las muestras, el barco recorrió la zona de sur a norte, trazando líneas paralelas. El trabajo en laboratorio se dividió por turnos, para completar las 36 horas de búsqueda.

La zona registrada se determinó gracias a los estudios de la Armada, que calcularon dónde podían quedar restos del Hércules C-130 según las corrientes marinas, además de coincidir con la misma área en la que se encontraron elementos flotantes.

“Hay certeza de que los objetos pesados del avión se fueron al fondo del área. La barrimos completa con un sonar que es tecnología muy avanzada, que tiene una capacidad de medir hasta 11 mil metros de profundidad, pudiendo tener detalles del fondo marino. Se buscaban anomalías que mostraran elementos ajenos al fondo. Después de trabajar dos días, no se encontraron ningún tipo de anomalías de forma preliminar”, dice el capitán Guzmán.

La misión era tan compleja como encontrar una aguja en un pajar.

Días 5 y 6

Estoy emocionado por algo que jamás imaginé que me iba a emocionar. Después de tres días, observo tierra a lo lejos. Es la entrada al Cabo de Hornos, la señal de que el viaje está llegando a su fin. La alegría se nota en la tripulación.

Al llegar al continente pasamos frente a la isla Lennox, que estuvo en el centro de la discordia entre Chile y Argentina durante la crisis del Beagle en 1981. Allá hay una familia de marinos que vigila uno de los últimos puntos de territorio nacional.

Mientras miro esa tierra a lo lejos, se acerca el jefe de cocina del buque, el sargento segundo Vilches, quien me cuenta que en 2008 vivió por un año en ese lugar, solo con su esposa e hijo. Un barco pasaba cada dos meses a dejarles mercadería y contaban con un helicóptero desde Punta Arenas por si tenían una emergencia y debían salir. Desde su casa vio a navegantes rusos y canadienses buscar barcos sumergidos que, según las leyendas, están llenos de oro en las profundidades. “Para mí fue estar como en un resort…, imagínate, nadie me molestaba. Yo volvería a vivir ahí, pero el problema es que tengo hijos mayores y así es imposible”, comenta.

El 6 de marzo, a las 21 horas, llegamos a Punta Arenas. Nos damos cuenta de que estamos cerca cuando se activan las señales de los celulares y podemos revisar redes sociales y hacer llamadas después de casi una semana. De inmediato, varios tripulantes empiezan a planear su salida a la ciudad. Solo tienen dos días libres antes de viajar a Valparaíso. Una semana más de navegación, una semana de vida mar adentro.