Milagros Montero almuerza media manzana, porque dice que la comida que le dan pareciera estar mal cocida. Si come algo más, la mujer de 54 años lo vomita. Su malestar estomacal comenzó la mañana del 10 de febrero, cuando leyó un mensaje que le llegó en la madrugada, mientras dormía. “Mami, me deportaron”. Era Yerkin Cardozo (21), su hijo menor y uno de los 87 migrantes devueltos a su país de origen en un avión Fach la semana pasada. Regresó a Venezuela solo, porque Milagros Montero debió cumplir una cuarentena preventiva en una residencia sanitaria en Iquique.
Madre e hijo vivían en Santa Rita, en el estado venezolano de Zulia, hasta enero de este año. Montero cuenta que, a pesar de las dificultades de su país, podían vivir bien. Eso, hasta que el 29 de diciembre del año pasado la mujer recibió un video que mostraba a un grupo de hombres armados amenazando con matar a su hijo si no les enviaba dos mil dólares. “Allá hay bandas que se dedican a extorsionar. Tengo dos hermanos en el exterior y se querían valer de eso para quitarnos plata”, cuenta Cardozo.
Tras enterarse de las amenazas, el hermano mayor de Cardozo, José Manuel Manzanero, les insistió en que se fueran a Chile. Manzanero vive en Copiapó hace tres años junto a su pareja y ahí tiene una barbería: “Yo tomé la decisión de que vinieran a Chile de manera ilegal, soy consciente de eso. Pero me iba a hacer cargo de ellos”, cuenta hoy. Madre e hijo contactaron a un “coyote” que les cobró cerca de 1.600 dólares por llevarlos a Chile. El hermano mayor les entregó el dinero y Milagros Montero y su hijo dejaron Venezuela el 12 de enero.
En Tacna conocieron a Siul Huerta (33), otro venezolano de Zulia que iba rumbo a Chile. Migraba por segunda vez. Vivió en Colombia, pero allí su situación económica no mejoró. Uno de sus primos, que vive en Chile, lo convenció de entrar al país de forma irregular.
Lo más duro del viaje fue cruzar la frontera entre Bolivia y Chile la madrugada del 30 de enero. Les costaba respirar, sentían que podían desmayarse. No fueron los únicos. El 2 de febrero, y tras 11 días de viaje desde Valencia, en el estado de Carabobo, Néstor (38), Raquel (28) -no quisieron dar sus apellidos- y su hijo de dos años pasaron ilegalmente por la misma frontera hasta llegar a Colchane.
“No migramos porque queremos –aclara Raquel–. Estamos huyendo de Venezuela”.
El espejismo en Colchane
Ya en Colchane, Montero, Cardozo y Huerta entraron a un edificio abandonado, donde había migrantes. Sabían que el próximo destino en la ruta era Iquique, pero no encontraron transporte para llegar allá.
Al mediodía, entre los migrantes comenzó a correr la voz de que la única forma de salir de Colchane sería a través de una autodenuncia en Carabineros. El investigador migratorio de la Universidad Arturo Prat, Daniel Quinteros, explica que para este grupo la autodenuncia representó la vía de bajar a Iquique, salir del frío y alojarse en una residencia sanitaria. Sin embargo, advierte que “nadie les explicó que esto podía terminar en un proceso de expulsión”. De cifras de la PDI, en enero de 2021 se registraron 1.869 denuncias por ingreso irregular en la Región de Tarapacá: 59 de ellas fueron autodenuncias.
Tras denunciarse, los tres venezolanos fueron trasladados por policías hasta el Liceo Centenario, en Iquique, usado como residencia sanitaria. Cardozo recuerda que en el lugar los demás migrantes comentaban que cuando se completara el período de cuarentena, podrían movilizarse libremente. Pero el martes 9 de febrero, a la medianoche, Siul Huerta notó que llegaron muchos oficiales de la PDI al liceo. Los policías reunieron a 120 extranjeros en el área de la cancha y los comenzaron a llamar hasta un mesón. “Estábamos nerviosos, porque entendíamos que no era parte del proceso”, recuerda Huerta. Cuando llegó su turno, cerca de las 2.00, el hombre se dio cuenta de que sus compañeros firmaron una notificación de expulsión del territorio chileno. “No quería firmar, porque no entendía. Los policías me decían que tenía que firmar rápido, porque había más personas que tenían que firmar. Había que poner si estaba de acuerdo o no con la notificación. Y si iba a apelar”, recuerda. Después de que todos firmaron, los policías les hicieron saber que tenían 24 horas para apelar o serían expulsados.
La directora regional de Tarapacá del INDH, Lorena de Ferrari, recuerda que el primer llamado de los migrantes a sus oficinas recién pudo concretarse a las 11.00 del martes 9 de febrero. El instituto logró identificar a 23 de ellos como sujetos de amparo. “Se llegó a ese número porque no fue posible seguir entrevistando más personas”, cuenta De Ferrari. El Servicio Jesuita a Migrantes (SJM) también ofreció representar a un grupo de personas, pero enfrentaron las mismas dificultades. “Tienes plazos irreales. No pueden acceder a un abogado especializado en 24 horas. Sobre todo si en seis de esas horas no había luz de día”, afirma Macarena Rodríguez, presidenta del directorio del SJM.
Raquel y su familia esperaban correr otra suerte. Por tener un niño pequeño, los trasladaron en bus a la residencia sanitaria montada en el colegio Unap de Iquique. Allí, los monitorearon por 10 días para cuidar que no estuvieran contagiados con coronavirus. Durante todos esos días sufrieron la misma duda: no saber si los aceptarían en el país.
Adiós, mamá
Tras pedirles ayuda a sus hermanos para que contactaran a un abogado, Cardozo y Montero no podían hacer nada más. Pasaron la tarde conversando en el colchón que compartían. Alrededor de las 20.00, funcionarios de la PDI se acercaron a la mujer y le explicaron que la persona que dormía en el colchón contiguo dio positivo a coronavirus y que ella calificaba como contacto estrecho. Por esa razón, debían aislarla en el Liceo Comercial de Iquique. “Yo les comenté que si la tenían que aislar, que me llevaran con ella. Pero no me dejaron”, agrega Cardozo.
El joven recuerda que policías de la PDI le dijeron que la separación de su madre era una medida temporal. Con esa idea, Milagros Montero ni siquiera se llevó con ella el bolso que compartía con su hijo. Metió ropa suficiente para dos días en una bolsa y las demás pertenencias las dejó en manos del joven. Ella pensaba que Cardozo quedaría libre en un par de días y que podrían reencontrarse cuando terminara su cuarentena. Cuando se despidieron, la mujer lo abrazó llorando. No se quería despegar de él. Lo último que ella escuchó de él fue: “Mami, cuídate. Te amo”.
Aquella noche fue la última vez que Montero vio a su hijo. Solo horas después de que se llevaran a la mujer, cumplido el plazo de las 24 horas para apelar, los policías les pidieron a Cardozo y a los demás migrantes que se preparan porque, por orden de la Intendencia de Tarapacá, los deportarían en la mañana del miércoles. El joven le envió un mensaje a su mamá para avisarle, pero Montero a esa hora dormía y su celular estaba apagado. Luego, él intentó volver a dormir. Pero no pudo. En la mañana del 10 de febrero, el traslado hacia el aeropuerto fue tan veloz, que Cardozo no tuvo tiempo para vestirse y fue hasta allá en bermudas y pantuflas. Una vez ahí, cubrió su ropa con el overol blanco que le pasaron.
Efecto overol
En el gobierno sabían que la imagen iba a generar impacto. Aunque dicen que los overoles blancos debían usarse por protocolo Covid y que el hecho de que cada expulsado fuera del brazo de un policía también era parte del procedimiento. “Una persona puede tirar algo y romper una turbina, por ejemplo”, dice una fuente de La Moneda. Y esa imagen fuerte tenía destinatarios claros: en primer lugar, los migrantes que querían venir a Chile en forma ilegal y, en segundo lugar, a los propios chilenos. En el gobierno, eso sí, descartan que esto obedezca a motivos políticos, como alimentar un discurso que rinde en la derecha.
Por otra parte, hacen notar que en Chile vive medio millar de venezolanos, de los cuales la mitad pasó por el plan de regularización que puso en marcha el gobierno durante los años 2018 y 2019.
El intendente de Tarapacá, Miguel Ángel Quezada, asegura que “la PDI hizo una serie de entrevistas en Colchane. (...) Fundamentalmente tenían como objetivo el debido cuidado de no separar familias, que no hubiese una relación de parentesco en Chile”, explica. Sin embargo, Huerta, Cardozo y Montero niegan haber sido entrevistados para conocer su situación.
Lorena de Ferrari explica que normalmente las expulsiones que se hacen son judiciales, de personas que cometieron delitos. Las expulsiones del 10 de febrero “encendieron las alarmas” del INDH, porque en su mayoría eran administrativas. Es decir, dictadas por el Ministerio del Interior o intendencias regionales por motivos como el ingreso clandestino o la residencia irregular. De acuerdo a datos del Ministerio del Interior, de las 147 expulsiones de este año, el mayor motivo de ellas ha sido el ingreso clandestino (73), que representa el 49,7% del total. Lo siguen las expulsiones relacionadas a la ley de drogas (62). Además, el 49% de los expulsados es de nacionalidad venezolana.
El abogado y exjefe del Departamento de Extranjería Matías Torrealba indica que “tomar a un grupo de personas y someterlos a la misma infracción tiene características de una expulsión colectiva o masiva, cuestión que está prohibida en el derecho internacional”, señala.
En fila, los migrantes se subieron al avión de la Fach que haría una parada en el aeropuerto El Dorado, en Colombia, para finalmente arribar a Caracas, Venezuela. Era la primera vez que Yerkin Cardozo viajaba en avión. Eso le gustó. Sin embargo, admite que se sintió como un criminal: cada una de las filas tenía a un PDI en cada esquina, quienes, según cuenta el venezolano, incluso lo acompañaban al baño durante el vuelo.
Siul Huerta sostiene que, ya en el aire, el trato por parte de policías cambió: “Dejaron un poco al lado el protocolo y comenzaron a socializar con nosotros. Hubo uno que en nombre de Chile me pidió disculpas”. Aunque las ocho horas de vuelo favorecieron las conversaciones, Yerkin Cardozo dice que dentro del avión se sentía un ambiente de decepción. “Muchos de los compañeros que viajaron allí vendieron todo lo que tenían en sus hogares para salir adelante, para tener el sueño chileno”, comenta. “Yo no pude aguantar las ganas de llorar y lo hice. Muchos lo hicieron”.
Volver a escapar
El jueves 18 de febrero, a ocho días de la expulsión, la Corte de Apelaciones de Iquique acogió cinco recursos de amparo, presentados por el INDH, la Clínica Jurídica de Atención a Migrantes de la Universidad Alberto Hurtado y abogados particulares, dejando sin efecto la expulsión de 52 venezolanos. En los fallos se estableció que las resoluciones administrativas impugnadas, adoptadas por la Intendencia Regional de Tarapacá, carecían de fundamento legal. En el fallo quedó establecido que la expulsión no permitió que los amparados pudieran “controvertir el ingreso atribuido, ejercer su derecho de defensa ni exponer los antecedentes que estimaren procedentes ante la pretensión de expulsión”.
En el gobierno la explicación es la siguiente. En palabras del subsecretario del Interior, Juan Francisco Galli, el delito de ingreso clandestino “hace mucho tiempo que no tiene abdicación (...). Por eso lo que se hace es que, cuando estas personas se autodenuncian, el Ministerio del Interior o la intendencia, presenta una denuncia, pero luego la retira y lleva adelante únicamente un procedimiento administrativo. Es decir, no persigue la responsabilidad penal del migrante”. En consecuencia, señala Galli, “la corte dice que si se ha iniciado un proceso penal de esta persona, debe dársele derecho a defensa, pero nosotros no llevamos adelante un proceso penal, sino que simplemente un proceso administrativo”.
A Raquel y a su familia sí les permitieron el ingreso. Llegaron a Concepción después de viajar en bus desde Iquique. “Queremos sacar nuestros documentos y buscar la vía de legalizarnos. Lo único que queremos es trabajar y poder optar a una mejor calidad de vida”, dice.
Tras llegar a Venezuela, Siul Huerta regresó a la casa de sus padres. Ahí lo esperaban sus tres hijos. Para justificar su ausencia les dijo que estuvo afuera, trabajando. Huerta aún quiere salir de Venezuela. Solo que ahora no ve a Chile como una opción.
Mientras, para Milagros Montero el viernes 19 de febrero se cumplieron los 11 días de cuarentena en el norte de Chile. Un día antes, su hijo Yerkin hacía un viaje en bus de 23 horas con destino a Bogotá. Ahí lo recibió su tío, a quien no veía desde hace dos años. Durante el viaje, la mujer le contó por chat varias cosas: que al día siguiente ella también se subiría a un bus para reunirse con su otro hijo en Copiapó, que aún no se sentía mejor del estómago y que se quejaba por la comida que le daban en el liceo de Iquique. Durante la mañana del viernes, cuando Montero iba en camino al terminal, recibió un mensaje de Cardozo. Ella estaba triste, pero su hijo intentó animarla. Le escribió: “Pero mami, estarás con José. Luego, si se puede, yo me iré”.
Fue el último mensaje que Milagros Montero pudo recibir antes de quedarse sin batería.