No hay palabra más manoseada en estos días que "populismo". Para políticos, líderes empresariales, economistas y comentaristas, el triunfo de los Fernández en Argentina es una victoria del populismo. La guerra comercial de Trump, también. ¿Bajar las contribuciones a adultos mayores? Populista. ¿Oponerse a la inmigración? Populista. ¿Reducir la dieta parlamentaria? Populismo puro. ¿Maduro, Bolsonaro, Boris Johnson? Populistas. ¿El Frente Amplio, los tuits de Lavín, Piñera en los matinales? Populistas.
La palabra se vacía de significado. Cuando todo es populista, nada es populista. Ya no es una descripción, sino una descalificación, un atajo fácil para la pereza o los intereses inconfesables. ¿Se opone a algo, pero no quiere pensar por qué (o prefiere ocultarlo)? No hay problema: solo invoque la palabra mágica.
Así ha pasado con los proyectos de jornada laboral de 40 horas de la oposición, y de 41 horas flexibles del gobierno ("¡populistas!", se gritan de izquierda a derecha, y viceversa). Tanto, que el ministro del Trabajo ahora dice que su propuesta "es todo lo contrario al populismo".
Fácil, ¿no? Si el populismo es malo, entonces lo contrario al populismo es bueno.
Pero el populismo no es ese monstruoso sinónimo de demagogia, irresponsabilidad económica y dictadura política. La RAE lo define como una "tendencia política que pretende atraerse a las clases populares". Para el académico Ben Stanley, es "una relación antagónica entre el pueblo y la élite". El populismo, sea de izquierda o de derecha, divide a la sociedad entre una élite corrupta y un pueblo virtuoso, y se pone del lado de este último. "Ostento dos condiciones: el amor de los humildes y el odio a los oligarcas", decía Evita.
Esa definición maniquea, de blanco contra negro, puede servir al autoritarismo. Sí: Perón, Mussolini y Chávez usaron la división de élite versus pueblo contra la democracia. Pero esa es solo parte de la historia.
Hace justo un siglo, un político populista recorría Chile invocando a su "querida chusma" contra "la oligarquía, un gobierno de pocos en beneficio de pocos". "¡Hannibal ad portas!", proclamaba la publicidad de su rival, aludiendo al pánico de los romanos cuando el general cartaginés Aníbal amenazaba con destruir su ciudad. Es un "programa viviente de las envidias regionales, de los odios de clases y de las más avanzadas tendencias comunistas", advertían.
Ese populista se llamaba Arturo Alessandri, en 1920 llegó a La Moneda y hoy nadie discute que su visión sobre las necesidades de Chile (leyes laborales, reforma social, democratización de la política) era bastante más lúcida que la de la decadente oligarquía que lo atacaba.
Algunos años antes, en Estados Unidos, un movimiento, primero conocido como populismo y luego como progresismo, también denunció la trenza entre poder político y económico. De ese populismo democrático surgieron avances como las leyes antimonopolios, el fin de los carteles liderados por los "barones ladrones", las primeras regulaciones del financiamiento de campañas y la elección directa del Senado.
Tan positivo es su recuerdo, que la cara del más connotado de esos populistas, el presidente Teddy Roosevelt, está tallada en el Monte Rushmore, junto a los otros tres grandes: Washington, Jefferson y Lincoln.
Cuando es democrático, el populismo puede ser un bienvenido contrapeso al elitismo. Pero, ignorando toda esta historia, la muletilla del "populismo" como insulto sigue viento en popa, acuñada por una tecnocracia criada al calor del poder, que se acostumbró a que sus planillas Excel reemplacen a la deliberación democrática.
Esas planillas son falibles (recordemos el Transantiago). También sus advertencias pueden equivocarse (¿qué fue de los terribles efectos que tendrían medidas "populistas" como el posnatal de 6 meses o la creación del Sernac?). Es que, no nos engañemos, esas recetas suelen mezclarse en un espeso caldo de intereses particulares en las cocinas del poder. Así pasó con aberraciones como el CAE y las leyes de pesca, defendidas con argumentos pretendidamente "técnicos".
¿Es buena para los chilenos una jornada de 40 horas? ¿Cómo se debe regular la inmigración? ¿Cuánto deben ganar los parlamentarios? Todas ellas son preguntas políticas, no un test con respuestas correctas e incorrectas.
Ya no basta con gritar "¡Hannibal ad portas!". Es hora de reemplazar la pereza intelectual por el debate político. Tal vez haya que agradecérselo al populismo.