El frasco tiene bolitas de varios colores y tamaños; muchas son transparentes, otras blancas, algunas cromadas y unas que parecen de piedra. "Son pelotas de taca taca", aclara José Miguel, dueño de la colección y conserje de uno de los edificios residenciales de la calle Reñaca, un pasaje paralelo a la Alameda, ubicado a una cuadra de Plaza Baquedano. En otro lugar del mesón, lejos de las miradas de los vecinos, guarda sus antiparras y una mascarilla.

José Miguel -nombre que escogió solo para efectos de esta nota- comenzó a juntar las bolitas durante los últimos días de octubre, cuando el estallido social era joven y la fachada de su edificio aún parecía residencial, sin planchas de zinc sobre los ventanales, con todos sus vidrios intactos. En ese estrecho callejón del centro de Santiago, los enfrentamientos entre las turbas de encapuchados y las Fuerzas Especiales de Carabineros se hicieron algo cotidiano. Dependiendo de la hora, la calle era reclamada por uno u otro bando: si estaban los carabineros, llovían los piedrazos; si los protestantes ganaban terreno, caían las lacrimógenas.

Al menos una decena de vecinos se fue en esas primeras semanas de crisis. Algunos negocios, como el sushi, la lavandería o el jardín infantil, pronto hicieron lo mismo. José Miguel recuerda que en uno de esos de días apareció un auto volcado y quemado frente al edificio. Aún tiene el video.

A partir del 18 de octubre, José Miguel ha tenido que lidiar con los encapuchados como parte de su rutina laboral. Cuenta que en su mayoría se trata de hombres jóvenes, guiados por algunos adultos que les dan instrucciones. "No es nada tan al lote", dice, apuntando a una organización básica que tiene varias líneas, de ataque, defensa y distribución, que mezcla movimientos espontáneos y coordinados. Algunos han forzado su entrada al edificio para realizarse curaciones cuando han quedado heridos, otros han intentado tomarse el lugar pensando que se trata de una fábrica. Según José Miguel, han sido momentos tensos, en los que ha tenido que pedir apoyo a los vecinos, pero que no han terminado con violencia. Él se considera imparcial.

"Yo no le presto ropa a nadie", asegura.

A casi un mes y medio del estallido, José Miguel se declara cansado. Dice que las lacrimógenas lo ponen nervioso y que ha comenzado a odiar los turnos vespertinos, cuando le toca presenciar los disturbios. En este día particular, tiene el turno matinal y puede volver a su casa a las tres de la tarde, antes de que comience toda la violencia. Entonces puede salir a recoger alguna bolita recientemente disparada para que siga ampliando su colección.

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La banca de cemento estaba tan desgastada que su esqueleto de cables de acero quedaba a la vista. En ella se sentó un joven alto y delgado que, lentamente, se sacó la polera, se la amarró a la cabeza y sacó de su mochila una honda junto a una bolsa con bolitas. Cuando estuvo listo, se paró y corrió al oriente por la Alameda, hacia el edificio de la Mutual de Seguridad. Allí se juntó con una treintena de encapuchados que lanzaban piedras en dirección al monumento a los mártires de Carabineros. Además de estar encapuchados, algunos usaban antiparras, máscaras antigases y se cubrían las mochilas bajo la ropa. Frente a ellos, tras las vallas papales y el monumento, había un carro lanzaguas.

"Estamos agotados. Hemos sacado camionadas de piedras", dice el jardinero municipal Jorge Álvarez, quien se encarga de la mantención de ese paño y del bandejón central de la Alameda. "Cuando llega Carabineros, nos tenemos que ir al parque (SanBorja), porque en cualquier momento llegan los manifestantes".

Como casi todos los días, el enfrentamiento inevitablemente se desplazó una cuadra más al oriente, hacia la esquina de Ramón Corvalán con la Alameda, donde el puñado de locales comerciales habían sido saqueados y quemados durante la primera semana de protestas. Los carabineros tenían estacionados ahí sus vehículos, tanto por razones tácticas como para bloquear la otra vía de acceso al monumento. Cerca de las cuatro de la tarde, un grupo de encapuchados iniciaba su ataque.

"Hay una determinación de enfrentar derechamente a la policía. Esa determinación se sustenta en el apoyo de otros encapuchados. Son personas que obtienen el convencimiento en la masa", comenta el coronel Juan Francisco González, jefe del OS-9 de Carabineros, encargado de analizar el panorama e identificar a los sujetos más violentos de la masa para neutralizarlos. Algunos encapuchados arrastraban unas vallas papales a la esquina y las apilaban para impedirle el paso al "guanaco".Entonces, una reducida primera línea avanzó con sus improvisados escudos -antenas satelitales, toneles recortados, planchas de madera, tapas de escotillas de la calle- por Ramón Corvalán, intentando cubrir a quienes corrían desde más atrás con piedras y hondas. Después de esperar durante un rato, el carro lanzaguas finalmente avanzó hacia la Alameda y sus pitones dispersaron a la multitud de varios chorros. A la mayoría le bastó correr para ponerse a salvo, mientras que algunos alcanzaron a resguardarse detrás de un quiosco y unos pocos recibieron las descargas de lleno. Entre los heridos, algunos se replegaban hasta el bandejón de la Alameda para sentarse en el borde y luego volver a la carga; los más graves eran ayudados por los voluntarios, que utilizaban espacios seguros, como la entrada del Cine Arte Alameda.

Al mismo tiempo, caían las lacrimógenas. El aire se hacía irrespirable. Un niño que participaba de los piedrazos -aparentemente menor de 14 años- no paraba de toser, así que se retiró en busca de las voluntarias con agua con bicarbonato. A pesar del retroceso temporal, otros manifestantes continuaban rompiendo los adoquines de la vereda para suministrarles piedras a los de avanzada de forma continua. Llenaban sacos, mochilas y carros de supermercado para trasladarlos hasta las intersecciones donde se ubicaban las primeras líneas. Entonces, apenas se retiraba el "guanaco" y se desvanecía el ardor del gas, reiniciaban la ofensiva.

El choque se hacía algo monótono después de un rato. Los encapuchados avanzaban y se replegaban continuamente, repitiendo el mismo patrón por horas.

"Corren para allá, corren para acá. Es divertido, como si estuviesen en la playa: van todos para el mar, luego viene la ola y corren de vuelta", señala Paola Zapata, dueña del Pollísimo, uno de los tres locales que aún operan, en horarios limitados, en la cuadra entre Vicuña Mackenna y RamónCorvalán -los otros dos son la Fuente Alemana y la pizzería Bella Italia-.

Algo más tarde se abría otro flanco desde Vicuña Mackenna, por calle Reñaca. A través del mismo despliegue, los violentistas atrincheraron a Carabineros en una esquina. Hasta que las Fuerzas Especiales decidieron desplegarse, con sus vehículos y efectivos. Cercaron Vicuña Mackenna y la Alameda y comenzaron a apretar hacia la Plaza Baquedano. Allí se grabaron las imágenes de un carabinero caído, agredido en el suelo por manifestantes, así como también las de observadores de DD.HH. y una brigada de voluntarios médicos arrinconados por FF.EE. La policía uniformada también informó de la lesión de la carabinera Andrea Iturra, herida por un balín en calle Ramón Corvalán cuando terminaba la jornada.

A pesar de todo lo ocurrido tras esas cinco horas de enfrentamientos, hay quienes mantienen el optimismo.

"Antes estaba más pesado el ambiente, la gente estaba más exaltada", dice Paola Zapata, desde el Pollísimo. "Ahora las noches están más tranquilas".

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La intersección de Alameda con Ramón Corvalán ya no tiene ni las barricadas ni las vallas papales que las primeras líneas de encapuchados habían instalado. Solo quedan el barro y las pozas creadas por el agua del "guanaco". Un camión municipal intenta enderezar una de las luminarias que algunos encapuchados trataron de derribar el día anterior. El quiosco milagrosamente sigue ahí. Desde el 18 de octubre hasta el jueves 28 de noviembre, ese lado de Plaza Baquedano, conocido como la comuna de Santiago, ha registrado daños en 3.320 metros cuadrados de pavimento, 1.404 luminarias, 110 semáforos y 43 cámaras de seguridad. También se ha detenido a 29 personas por porte de artefactos incendiarios, cuyo lanzamiento ha derivado en algunos de los hechos más graves ocurridos en la zona.

Carmen -prefiere no dar su apellido- sale de su edificio en la esquina suroriente rumbo al Metro Universidad Católica. "Todo es un desastre, no sabría por dónde empezar", dice. Cuenta que ha tenido que acostumbrarse al olor, adaptarse a la rutina del enfrentamiento diario, a no entrar ni salir de su casa entre las cuatro y las 11 y asegura que su conserje ha enfrentado a los encapuchados que buscan refugio en el estacionamiento de su edificio. Sin embargo, más que los mismos encapuchados, le da miedo lo que pasa entre las líneas de combate.

"Al final, en general, se supone que Carabineros está haciendo su pega y los manifestantes están peleando por algo súper justo, pero en el fuego cruzado puede pasar cualquier cosa. A mí me da miedo lo que pasa entremedio".