Los manuscritos literarios de Ernesto Ottone Fernández (72) son, cosa inhabitual, propiamente manuscritos. Sobre una mesa de la amplia biblioteca/escritorio de su departamento de calle Diego de Almagro, lucen de su puño y letra las hojas de la primera versión de su próximo libro: versa sobre Valparaíso, desde su experiencia de infancia y juventud, pero también desde la historia de la ciudad, completando de paso una trilogía junto a El viaje rojo (2014, sobre la militancia comunista que abandonó en los 80) y a El segundo piso (2016, sobre sus años en La Moneda).
El manuscrito es “hijo de la pandemia”, informa el sociólogo y académico de la “U” y la UDP. También lo es, parcialmente, un libro impreso del que hay algunos ejemplares plastificados en el departamento. Ya en circulación, La democracia en la neblina. Un extravío peligroso no forma parte de ningún tríptico y, contra la corriente de volúmenes políticos que se inspiran en -o meditan sobre- el 18-O, la palabra “estallido” está presente una sola vez en 120 páginas. Está en plural, cuando escribe Ottone que Chile, a la cabeza de la región en mediciones como el Índice de Desarrollo Humano de Naciones Unidas, “atravesó inesperadamente por una crisis social violenta y larga, sumándose a los estallidos de diverso carácter que se están produciendo en países de diferente densidad democrática en varias partes del mundo”.
La reflexión en torno a ítems como la crisis de la representación venía de hacía rato, dice Ottone, sin perjuicio de que la revuelta de octubre y lo que vino más tarde puedan redirigir su sentido o sus alcances.
“¿Estamos llegando al final de la democracia representativa?”, escribe en el libro. Y no es que conozca la respuesta, pero da la idea de que le apremiaba formular la pregunta.
¿Cómo incide la crisis local en lo que examina el libro?
La forma que tomó el debate –desinstitucionalizarse, los elementos de violencia- te saca de la banalidad de la democracia. Parece que la democracia no es un elemento que está ahí, simplemente. Que Chile volvió a la democracia después de una dictadura y, claro, ese es el hábitat. No: es otra cosa. En una entrevista reciente Kamala Harris dijo que la democracia “no es una situación, es un acto”. No es algo que se queda para siempre, sino que debe ser confirmado permanentemente.
¿Ve la democracia representativa subestimada al lado del asambleísmo u otras formas de “democracia directa”?
Es la crisis de la representatividad. La idea de que la democracia es la responsable de resolver todos los problemas de la sociedad es, a mi juicio, errada. Las democracias van a ser siempre imperfectas. La democracia directa no existe en la época contemporánea. Sólo existió para un pequeño número de griegos en la Grecia antigua, que eran libres, que eran hombres y que no eran de lugares distintos de Atenas. Ese fue un momento de la historia tras el cual hubo una interrupción hasta el siglo XIX, fines del siglo XVIII, y la democracia que empieza a surgir como tal es la democracia representativa.
En medio de la neblina
Hay un par de fenómenos que permiten orientarse en algo en medio de la neblina por la que atraviesan las democracias, tal como las ve Ottone: “Uno es la desregulación del capitalismo, que no es lo mismo que el neoliberalismo, que es una doctrina, una lectura del capitalismo. Durante mucho tiempo prevaleció una visión doctrinaria neoliberal que tuvo mucha fuerza durante la dictadura en Chile y que dejó una herencia muy grande, que ha ido disminuyendo muy lentamente. Esa lectura del capitalismo generó mayor desigualdad”.
El otro factor, prosigue, es la revolución en las comunicaciones: “Internet apela a un debilitamiento de la democracia representativa. Y lo hace por razones instrumentales: el tiempo se hace más rápido, las distancias se acortan. Puedes intervenir durante el mandato de tu representado, puedes interpelarlo directamente y él tiene que responder y tiene que vivir haciendo focus groups, encuestas semanales que miden estados de ánimo.
Se produce una caída, no sólo de la democracia representativa, sino de todas las instituciones clásicas de la democracia: el Parlamento pierde su brillo -ahora puedes tener mucha más información de cómo opera- y al mismo tiempo se vuelve más endógeno”.
Acto seguido, el autor de Civilización y barbarie cita a Jacques Julliard: internet se transforma en algo maravilloso y al mismo tiempo en una cloaca. “No sólo caen el Parlamento, los tribunales, el Ejecutivo, en todo el mundo; no sólo caen las instituciones del Estado que se manejan con un nivel de autonomía que les permite no vivir el oleaje de la política cotidiana”, dice, para luego ver el problema de las generaciones jóvenes que no leen los periódicos. “Si no existen los diarios, tú puedes decir, ‘fantástico, yo me armo mi menú informativo, no tiene que venir nadie a pautearme’.
Pero ocurre que el periódico tiene ciertas reglas: responde a una deontología, es perseguible si no dice la verdad. Las fake news son hijas de esto: se crea una verdad. Los antivacunas dirán que las vacunas están hechas con fetos, y para los partidarios de Trump será verdad que Obama no nació en EE.UU. Yo puedo probarles con documentos que no es como ellos dicen, y ellos dirán, bueno, será así para usted, pero para mí, Trump tiene razón.
¿Se emparenta ese saber de RRSS con la idea posmoderna de que la verdad es cosa de perspectiva?
No hablo de posmodernidad, porque me parece un término perezoso: si dices posmoderno, posindustrial, etc., no estás diciendo nada. Yo hablo de la forma de la modernidad contemporánea. Ahora, volviendo al punto anterior, tú armas tu menú informativo, pero es el menú de los tuyos, de lo que tú quieres leer. Ya no lees la opinión del otro. En vez de formarse un menú mayor, dado que ya no está el periódico que me pautea, lo que hay es que yo funciono con mi grupo.
En ese caso, tampoco es Ud. quien decide, sino Facebook o Twitter, en función de una serie de factores que Ud. no controla
Porque pasaste de ser lector a ser cliente. O sea, esto que aparece tan progresista, al final es un retroceso a un modelo de negocios. No hay nada virtuoso ahí. Y acá vemos elementos de la revolución de las comunicaciones que también generan esta base técnica para que la sociedad funcione de una cierta manera, donde la desconfianza se crea como una forma de ser, donde la verdad de los datos es algo relativo, es algo que se discute. Y cuando todo se puede discutir, no hay datos, no hay hechos.
La palabra “democracia”, a secas, no tuvo en los años de la UP los mismos defensores que a mediados de los 80 ni que en los días posteriores al 18-0 (donde se la consideraba más bien inexistente o se le asociaba a la política corrupta de los políticos). ¿Qué piso tiene hoy lo de “representativa” como adjetivo de este sustantivo?
Es que la democracia es representativa [dice, marcando el monosílabo]. La democracia es liberal: si le sacas el contenido liberal a la democracia, te queda la democracia iliberal de [Viktor] Orbán en Hungría. Orbán habla de la democracia iliberal. Aparte de que te elijan, la democracia supone gobernar de acuerdo con un conjunto de reglas democráticas.
Ahora, si me llevas a los 70, había sectores que entendíamos la democracia desde un punto de vista táctico, pero que queríamos otra cosa: una revolución. Aunque hay un momento del que se habla poco: cuando se produce el “Tacnazo” del general Roberto Viaux (1969) y el Partido Comunista defiende a Frei Montalva, mientras el MIR se entusiasma con Viaux, Luis Corvalán dice: “En nuestra historia, de Recabarren en adelante, la lucha por esta democracia (burguesa, imperfecta) tiene un valor que va más allá de lo táctico”. Después, no lo dice más.
A Marx no le gusta la democracia, a él le gusta el comunismo, y el comunismo no es la democracia: es el fin del Estado. La democracia es la política. En los regímenes autoritarios no hay sujetos políticos.