Es difícil llamar la atención sobre una crisis social en Haití, porque se parece demasiado a informar que todo sigue igual por esas tierras. De ahí que corresponsales extranjeros y organismos internacionales hayan tenido que extremar sus hipérboles en los últimos días, desesperados por explicarle al mundo que, ahora sí, se desató el infierno. Volker Türk, alto comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, advirtió la semana pasada que el país “está suspendido al borde del precipicio”, metáfora adecuada al sentimiento que abate hoy a los haitianos: nunca se toca fondo, todo puede ser peor.
Hasta el terremoto de 2010, que dejó 316 mil muertos, Haití exhibía una de las tasas de homicidios más bajas de América, aun cuando fuera el país más pobre. La situación se degradó desde entonces, pero fue a partir del asesinato del Presidente Jovenel Moïse, en julio de 2021, que el poder territorial de las pandillas desbordó cualquier presencia del Estado. Hoy controlan el 80% del área metropolitana de Puerto Príncipe, la capital, y libran entre sí una carrera armamentista y por nuevos territorios que, en más de un sentido, mantiene en calidad de rehén a la sociedad completa.
Este martes, la Oficina de Derechos Humanos de la ONU actualizó su informe sobre lo ocurrido entre enero y marzo de 2023. Los hechos reportados confirman los relatos de periodistas y ONG locales acerca de la ferocidad de estas bandas: francotiradores que disparan desde los techos o que irrumpen en vecindarios para matar a la mayor cantidad de gente posible, personas quemadas vivas en vehículos de transporte público, escolares víctimas de balas locas, ejecuciones a todos quienes se considere opositores a la pandilla. Estos ataques suelen acompañarse de saqueos masivos e incendios de casas, y se han expandido a zonas que hasta el año pasado se consideraban seguras, dentro y fuera de la capital.
La ONU estima que sólo en abril hubo 600 asesinatos, pero es vox pópuli que las cifras se quedan cortas. Lo que hace al país invivible, sin embargo, es la masividad de los secuestros, de los que ya puede ser víctima cualquier ciudadano común. Las personas son raptadas en plena calle, camino al trabajo, o en las puertas de los colegios, donde niños y profesores son presas fáciles. Para obligar a los familiares a pagar el rescate, las bandas hacen sufrir a sus cautivos y procuran que esto se sepa. Hombres quemados con plástico derretido, violaciones colectivas a mujeres y niñas (a cuyos familiares, en ocasiones, se les hizo escuchar la escena por teléfono), son algunas de las prácticas que constata el informe, añadiendo que la violencia sexual también se utiliza para atormentar a las comunidades bajo el control de pandillas rivales.
“En Haití uno vive como una rata: sales del hueco para ir a comprar algo de comer, teniendo miedo de que afuera te agarre un gato, y corres para volver dentro del hueco”, dice Arnold Antonin, cineasta, economista y activista por los DD.HH. haitiano, que participó esta semana del Festival Cultura Migrante organizado por la Usach. “Y no te hablo de la gente que tiene plata, así está viviendo toda la clase media. Y también los pobres, sólo que ellos tienen que estar en las calles, porque muchos son vendedores ambulantes. Pero la situación es tan grave, que hasta el comercio informal está casi desapareciendo. Es un desastre, es la Ucrania de América: un país invadido, pero no por los rusos, sino por las pandillas. Y por la pasividad del Estado haitiano que, bueno, no existe más”.
La violencia política, así como los vínculos de la clase dirigente con el narcotráfico (que usa al país como punto de tránsito hacia Estados Unidos), son problemas de antigua data en Haití. Hay consenso, sin embargo, en que el origen de estas pandillas se remonta a comienzos de los años 2000, cuando el poder político comenzó a utilizarlas para ganar elecciones y operar en los barrios. El periodista estadounidense Michael Deibert, que informa sobre Haití hace 25 años y ha escrito dos libros sobre el país, lo resume así: “Este es un legado del último gobierno de Jean-Bertrand Aristide (2001-2004), cuyo partido Fanmi Lavalas fue pionero en el uso de bandas armadas que fueron conocidas como chimere, en honor a un demonio mítico que escupe fuego. Con el tiempo, la práctica hizo metástasis en todo el cuerpo político, de modo que casi todas las corrientes partidarias tienen su cuadro de sicarios”.
La clientela de las bandas también incluye a la élite económica, que recurre a ellas en busca de protección para sus negocios y sus familias. A estas alturas, sin embargo, no se sabe para quién trabajan, si todavía trabajan para alguien. “A muchos ya no los controlan, porque los volvieron demasiado fuertes –puntualiza Antonin–. Recibían armas de guerra, yo he visto lo que es eso, tienen armas que se han usado en Afganistán y que entran por contrabando desde Estados Unidos y República Dominicana. Entonces esos muchachos, con esas armas en la mano, empezaron a sentir su fuerza e independizarse. Y como el negocio más rentable en Haití pasó a ser el secuestro, se formaron muchos grupitos autónomos. Ha habido hasta subcontratación: grupos que secuestran para llevarles los secuestrados a las bandas más grandes”.
Guy Regis Junior, reconocido escritor haitiano y director de obras de teatro que solían montarse en las calles de Puerto Príncipe (porque salas ya no quedan), sostiene que la clase política no pecó simplemente de ignominia: también fueron fatales sus buenas intenciones. “Aristide tenía una idea de izquierda armada, o un sueño así, entonces pensó que podía manejar los barrios populares armando a estos grupos de jóvenes, supuestamente contra los ricos. Pero no es sólo un problema de Aristide. La clase media haitiana, de la que proviene la clase política, siempre pensó que podía darle un rumbo y ser la avanzada del pueblo sin comprenderlo realmente. Es el caso de muchas izquierdas, ¿no? A esa población que ha crecido en los barrios populares no logran entenderla en ninguna parte. Los jefes de los gangs tienen 20 años y su conversación es otra, hablan de otra manera, no tienen ninguna sensibilidad frente a la violencia. En parte, porque sólo han conocido a su país sumido en la decadencia absoluta”.
“Sienten que todo esto es un videogame, disparan y matan como si fuera un juego”, reafirma su compatriota Antonin. Y profundiza: “Hay que tener en cuenta que en Haití hubo una mutación demográfica increíble. La mayoría de la población era rural y ahora es urbana. Pero esos jóvenes que huyeron del campo no llegaron a las industrias, porque no hay industria. Llegaron a las villas miseria, donde tampoco hay salud, educación, nada. No tienen ninguna esperanza”. Un hito clave en este proceso, acota Michael Deibert, fue el ajuste económico de 1995, promovido por el FMI y apoyado por Clinton. “En ese ajuste, Haití redujo sus aranceles sobre el arroz del 50% al 3%, convirtiéndose rápidamente en el quinto mayor importador de arroz estadounidense. La columna vertebral de la economía haitiana, el arroz local, no podía competir, dejando al campesino sin trabajo. Y en las ciudades encontraron pocos trabajos, porque el embargo estadounidense de principios de los 90 también destruyó la base manufacturera de Haití”.
Si la impunidad se alimentó por décadas de un poder cómplice, hoy reina sobre un vacío de poder crónico. Ariel Henry, el primer ministro, no fue elegido en las urnas ni es respetado por los haitianos. A veces ni siquiera puede llegar a su oficina, emplazada en territorio ocupado, pero a nadie le importa que así sea. El Parlamento dejó de operar hace tres años. Para graficar la situación del Poder Judicial, basta señalar que, a mediados de 2022, la pandilla 5 Segonn (5 Segundos) se tomó durante semanas el edificio de la Corte Suprema. La Policía Nacional de Haití, creada en 1995 tras la disolución del Ejército, carece de instrucción y de medios para contener a los grupos armados (que han matado a decenas de efectivos sólo este año), además de ser cuestionada por eventuales nexos de su personal con el bandidaje.
Sobre ese descampado, el crimen se organiza. G9 an Fanmi (G9 y Familia), federación que reúne a nueve de las pandillas más fuertes de la capital (y cuyo líder, el expolicía Jimmy Chérizier, alias Barbacoa, se define como un luchador social), ya no se conforma con la extorsión minorista. Se apodera de servicios públicos, como la electricidad o el agua, para cobrar por ellos. Ha bloqueado dos veces la terminal petrolera que abastece al país para chantajear al gobierno. Otras agrupaciones se disputan las principales carreteras o paralizan la recolección de basura, agudizando una crisis de salud pública también próxima a desbordarse, pues Haití enfrenta un brote de cólera y hay una emergencia alimentaria en ciernes. En su último estudio de campo, publicado este jueves, la Unicef proyectó que 115 mil niños sufrirán de desnutrición aguda severa (SAM) este año.
La caza de bandidos
Abandonada la población a su suerte, los llamados de políticos y periodistas a la autodefensa civil comenzaron a ser explícitos en los últimos meses, dando lugar a varios casos aislados de malhechores abatidos. Pero el lunes 24 de abril se rompió el dique.
Ese día, en el barrio de Canapé-Vert, una muchedumbre armada con cuchillos, piedras y algunas pistolas mató e incendió los cadáveres de 14 supuestos pandilleros que habían sido interceptados por la policía. Una semana después, en Pétion-ville, otros cinco hombres recibieron el mismo castigo. Las furiosas imágenes de estos y otros linchamientos circularon por las redes sociales y así tomó forma el movimiento popular Bwa Kale (que en creol significa “cortar leña” o “abran paso”, y no “pene pelado” como han traducido algunos medios). En camiones o a pie, siempre liderados por jóvenes, piquetes de justicieros deambulan ahora por los barrios a la caza de bandidos y se muestran en las redes afilando sus machetes. El pueblo los apoya, si bien la ONG Red Nacional de Defensa de los Derechos Humanos los acusa de intimidar con amenazas a quienes objetan sus métodos. Sobre la actitud que tomó la policía existen versiones cruzadas: unos dicen que se unió tácitamente al movimiento y aprovechó de golpear a las bandas, mientras las voces más combativas le imputan una reacción timorata y llaman a los uniformados a rebelarse contra sus mandos.
Lo que nadie niega es que las pandillas resintieron el golpe. Los secuestros, de hecho, disminuyeron. “Es un momento de justicia popular muy complejo, sin ningún control, pero tiene algo de saludable, porque el miedo cambió de lado”, piensa Guy Regis Jr.
“Los pandilleros ahora tienen miedo de salir. Las brigadas de pobladores intentan arrancarlos de las manos de la policía o van directamente a las casas de personas vinculadas a las pandillas, principalmente de mujeres jóvenes que tienen la costumbre de frecuentar a esa gente. Los grupos de vigilancia empezaron a fabricar machetes… Si yo fuera autoridad, le diría a la gente que continúe con la movilización, pero intentando no llegar a la violencia y al descuartizamiento, porque también pueden morir inocentes en esta historia”.
Por lo demás, es previsible que el repliegue de las pandillas sea breve. Kraze Baryè, banda a la que pertenecían –según el rumor– los 14 hombres linchados en Canapé-Vert, ya lanzó acciones de represalias que han costado la vida a una quincena de personas. Además, como observa Deibert, podría ser cuestión de tiempo que el movimiento Bwa Kale sea cooptado por actores políticos.
El problema es que una nueva incursión de fuerzas de paz internacionales –la solución de manual– no parece hoy una alternativa viable. La mayoría de la población la rechaza de plano, por el trauma que dejaron las experiencias anteriores. A la primera, el desembarco estadounidense de 1915, se le atribuye el origen de gran parte de los males del país, en particular de la corrupción endémica de sus élites. La última, la misión de la ONU de 2004-2017, es recordada por haber llevado el cólera –que llegó con las tropas nepalíes– y por las denuncias de abusos sexuales. Así las cosas, la “llamada de socorro” del gobierno haitiano no encuentra aún destinatarios. Estados Unidos, si bien proclive a intervenir, no quiere asumir todo el costo. Linda Thomas-Greenfield, su embajadora ante la ONU, viajó la semana pasada a Brasil a buscar el apoyo de Lula, pero este último se resiste a una intervención militar.
“Es exasperante ver cómo la comunidad internacional no reacciona”, se lamenta Guy Regis Jr. El escritor considera forzoso que la ONU envíe fuerzas y adjudica a un nacionalismo espurio el rechazo a esta medida. “¿Qué están esperando para venir? ¿Que haya una matanza generalizada, un genocidio? Esto me demuestra que el mundo es completamente racista, porque si este no fuera un país de personas negras, hace rato la ONU habría venido. Haití fui de los primeros países en firmar la carta de creación de la ONU, ha ayudado a muchos países a alcanzar su libertad, acogió a muchísimos judíos durante la Segunda Guerra. Entonces, no entiendo esta humillación, este desdén. Siempre ha sido considerado un país molestoso, de negros que no saben callarse”.
Con todo, la indiferencia internacional ha dado tiempo para que se perfile una solución intermedia, mucho más aceptada en el debate público local: una asistencia especializada a la policía haitiana, para que sea ella la que restaure el orden y no un ejército de ocupación. Asistencia que, en todo caso, tendría que ser de proporciones, tanto como para devolverle el poder a un Estado que en buena medida ha dejado de existir.