La profesora Patricia Beltrán (65) todavía recuerda la primera vez que una compañera de trabajo le dijo que quería irse del Instituto Nacional. Fue hace unos cinco años.
“En ese tiempo, una profesora de Física se me acercó y me contó que se iba porque había encontrado otra oportunidad -cuenta-. Pero también me dijo: ‘yo creo que acá ya no se puede hacer nada’”.
A Beltrán la noticia le dio pena, porque era una buena profesional. Aún así, no trató de hacerla cambiar de opinión: “Ella estaba preocupada por su salud mental. Le dije que la entendía”.
En ese tiempo, cuenta la docente, que se fuera un profesor del Instituto Nacional era raro. Lo normal era que los educadores permanecieranmucho tiempo, si eran buenos.
Beltrán, cuando entró a hacer clases de Biología ahí, quería ser buena. Era 1990, tenía 33 años y llegaba a trabajar al que no sólo era el mejor liceo de Chile, sino que el lugar donde había estudiado su hermano, cuando la familia vivía en la Gran Avenida.
Veintiocho años después, claramente ese colegio ya no era el mismo. No era sólo una percepción, sino algo que Patricia Beltrán podía presenciar. Como cuando en septiembre de 2018, un grupo de encapuchados roció con bencina a la inspectora María Teresa Cortés, mientras cerraba una reja de acceso del establecimiento.
“Eso nos conmocionó como profesores -recuerda una docente de Lenguaje de séptimo básico-. Es que atentaron contra una colega, una profesora como nosotros. Ahí dijimos: esto se va a ir de las manos”.
Según comenta el profesor Fernando Soto, rector del Instituto entre 2014 y el 2019, en su período empezó a ser evidente la crisis de salud mental entre sus colegas.
“Vimos cómo aumentaron notablemente las licencias médicas -asume- El estrés ante la violencia tenía muchos casos de colegas con crisis nerviosas, con llantos en la oficina”.
Y no solo entre profesores, dice Soto.
También lloraban los administrativos.
Debajo del overol
Carlos Urzúa, vicerrector del Instituto Nacional durante los años de Fernando Soto, dice que intentaron hacer algo para frenar la violencia. Su estrategia fue promover el diálogo e intentar conversar con los overoles para entender de dónde venía la rabia. Pero nada de eso sirvió.
“Es que los estudiantes no los denunciaban. Se sentían sobrepasados por los capuchas -lamenta Urzúa-. Además, había un tema de lealtad entre compañeros, y era entendible. Pero no lo pudimos solucionar”.
El doctor en psicología y docente de la Universidad Católica, Jorge Manzi, ensaya una explicación. La violencia de los overoles blancos, piensa, se puede deber a un estado de desindividualización. Al no revelar la identidad, “se pierden las conductas sociales. Y, en lugar de ser una persona que responde adecuadamente, como un adolescente o un alumno de un colegio, lo hacen de forma violenta”.
Manzi, además, advierte otra cosa: “Lo más preocupante es que hay una especie de cultura donde se valida el uso de la violencia. Y eso tiene que ser abordado. Hay un malestar que tiene que ser explicado. Hay que llegar a la fuente de la frustración”.
Patricia Beltrán, ascendida a inspectora general en 2012, también sintió el desgaste de trabajar en un colegio en permanente conflicto. El estrés, además de su carga laboral -volvía después de 10 horas de trabajo en Santiago centro a su casa, camino a Las Vizcachas- la tenían en una constante tensión. Ese año se hizo unos exámenes: le diagnosticaron cáncer. Ella lo atribuyó a su trabajo. Tuvo que dejar su cargo por unos meses, además de mantenerse con controles psiquiátricos periódicos.
En los años siguientes, los problemas sólo se agudizaron y Beltrán tuvo que ver esa violencia de cerca. En 2019, mientras los encapuchados lanzaban molotov hacia el exterior, ella se cruzó con un overol. Y a pesar de lo difícil que es reconocer a uno -porque usan máscaras, no hablan, y no se les ven los zapatos-, logró identificarlo.
“Era un alumno mío de Biología, de un Tercero Medio -recuerda-. Era un alumno normal: no tenía puros siete, pero te digo: hubiera pasado desapercibido”.
El sentimiento que la recorrió en ese minuto fue de rabia. “Me dieron ganas de sacarle la capucha y exponerlo - admite-. Quería que él se diera cuenta del lugar en dónde estaba. Que se diera cuenta que solo se estaba perjudicando a sí mismo”.
Manuel Calcagni también fue parte de ese mundo. Llegó a impartir el ramo de Historia en 2013, motivado por su convicción de aportar a la educación pública. Una que, ni las protestas ni tomas que experimentó todos los años, lograron quebrar, porque Calcagni trataba de conectar con sus alumnos apelando al cine en sus clases. Una idea que, por ejemplo, le valió ganar el Global Teacher Prize Chile 2020.
El ambiente, eso sí, preocupaba a su esposa: lo veía llegar cansado y preocupado por todo lo que pasaba a su alrededor. Le tocó alguna vez contener profesores con crisis de ansiedad. Para eso, improvisaban estrategias para distraerse: “salíamos a almorzar. La idea era no hablar de lo mismo todos los días”.
Pero nada de lo que intentaban servía para paliar las cosas que empezaron a ver. Como cuando una molotov cayó en plena clase de Educación física o los incendios que se produjeron en inspectorías, salas y baños. Presenciar cosas así podía marcar a un profesor. Le pasó a uno de Música en 2019, cuando unos overoles blancos se le metieron a la sala, gritando y llamando a los estudiantes a apoyar la toma del liceo, mientras llevaban una molotov en la mano. También lo vivió uno de Historia, que tuvo que evacuar su clase cuando se llenó de gas lacrimógeno durante un enfrentamiento entre alumnos y carabineros:
“Pensaba que nuestra vida corría peligro. Se me aceleró el corazón, me dolía la guata. Apreté los dientes. Sentí pánico, terror, como que me iba a morir”.
En el hospital le dijeron que había sufrido una crisis de pánico.
Nunca antes, asegura el profesor, había tenido una.
Buscar otros rumbos
La principal estrategia de las autoridades actuales del Instituto Nacional, para acabar con la violencia, sigue siendo el diálogo.
El ministro de Educación, Marco Antonio Ávila, rescata que están en constantes conversaciones con representantes estudiantiles y con el Consejo Escolar del Instituto para poder cumplir puntos del petitorio, entre los que principalmente figura mejorar la infraestructura.
Desde la DEM ponen énfasis en sus mesas de trabajo y en la participación de la Municipalidad de Santiago.
Pero el diálogo, que también lo impulsaron las antiguas administraciones y rectorías, no ha dado los resultados que se necesitan: “No está llegando a nada”, critica la profesora de Lenguaje y dirigente gremial del Colegio de Profesores, Katia Alarcón, quien enfatiza en otra cosa:
“Más del 60% de los profesores están con licencia. La mayoría de ellas son psiquiátricas. ¿Qué persona en su sano juicio imparte clases en nuestro colegio? No es un espacio seguro para ninguno de nuestros funcionarios”.
Según cifras de la DEM, en el Instituto Nacional trabajan 318 personas, de los cuales 207 son docentes. Este año, hasta el 23 de septiembre, se han recibido 6 mil días de licencias médicas entre todos los trabajadores del establecimiento. “Por normativa -advierten- no podemos referirnos si son psiquiátricas o no”. En promedio, serían unos 18 días de licencia por docente.
Patricia Beltrán tuvo que hacerse cargo de esa catástrofe. Fue nombrada rectora interina, entre el 2020 y 2021. Después de eso, retomó su cargo como profesora, haciendo clases. Hoy son en formato telemático. La dirección tomó esa decisión luego de que otra funcionaria fuera rociada con bencina en septiembre. Que esas cosas sigan sucediendo, dice un profesor de Historia, produce que, de a poco, la violencia se vuelva parte del paisaje:
“Llega un momento donde asimilas esto. Como el cuerpo tiene defensas propias, lo empieza a encontrar cotidiano. Pero eso no es normal. Yo he visto ataques a profesoras graves, donde digo, ¿qué más que esto? ¿Cuál es el límite? ¿Alguien se tiene que morir?”
El académico Jorge Manzi ha estudiado los efectos de la violencia y el estrés agudo e intenso que sufren quienes la reciben. Una respuesta natural frente a una amenaza así, cuenta, es la reacción flight or fight -huir o luchar-. En ella, el individuo decide si responde a la agresión o se aparta para evitar la confrontación.
“El problema -explica Manzi- es que claramente un profesor no va a confrontar a un alumno. Son profesionales y sus formas de responder están enmarcadas en ciertos límites. Entonces, es más probable que busquen formas de escapar de esas situaciones”.
El escenario, entonces, es un conflicto sin solución evidente. Por un lado, educadores formados para no enfrentar a sus alumnos violentos y, por el otro, una institución que alarga el diálogo sin conseguir resultados y apoderados que toman distancia del asunto. De hecho, desde el Centro de Padres A-0 declinaron referirse a esta situación. En tanto, desde el Cepa “Corporación José Miguel Carrera”, esperan que las mesas de trabajo y mayor seguridad en los accesos haga llegar la normalidad al colegio.
La mezcla de todo eso sólo podía producir una cosa:
“Hubo varios casos de colegas que se fueron -cuenta el exrector Soto-. Ellos dicen que son razones personales, pero uno sabe que es porque se escapan de la violencia”.
Claudio Calcagni finalmente decidió mudarse a Villarrica en 2021, buscando acercarse a la naturaleza. Hasta hoy, los amigos que dejó en el Instituto le mandan mensajes: “La cosa está cuesta arriba, me dicen”.
El exrector Soto agrega otro problema:
“Piensa lo difícil que es encontrar profesores de reemplazo. Es ir a trabajar a primera hora, por poca plata, y arriesgarte a que te pase algo”.
A Patricia Beltrán todas esas horas de estrés le provocaron algo en mayo pasado. “Me dolía la guata. Se me empezó a caer el pelo”, cuenta.
En la Achs le dieron 15 días de licencia por estrés y ansiedad provocadas por su trabajo.
“Lo que pasa -lamenta Beltrán- es que este colegio, en cierta medida, enferma a los profesores. Se junta todo: la violencia, las faltas de respeto y la falta de respuestas de las autoridades”.
A otros, como el profesor de Historia que tuvo una crisis de pánico, su esposa le pregunta repetidamente “si es tiempo de aportar desde una escuela básica”. Al docente de Música al que los overoles blancos le interrumpieron una clase portando una molotov, en cambio, ya se le acabó la motivación.
“Este colegio no es el que yo conocía. Yo me siento tranquilo con lo que he hecho como profesor. Pero, lamentablemente, ha entrado en una dinámica de mediocridad muy pronunciada. No puedo hacer clases con la calidad que quiero”
Lo que dice se sustenta en hechos: el 2020, el Instituto Nacional salió del ranking de los 100 colegios con mejor puntaje en la Prueba de Admisión Universitaria. En enero de este año, llegó al puesto número 138. Pero hace diez años, el 2012, era el número 37 de la lista.
La degradación de la vida escolar y la calidad académica ha levantado alternativas extremas en los consejos de profesores. Como disminuir la cantidad de alumnos por sala, disminuir los cursos o, incluso, otras más desesperadas, como cerrar la admisión durante un par de años.
Beltrán, tras años de servicio, renunció definitivamente al Instituto Nacional el año 2020. Pero aún debe seguir haciendo clases: está esperando que le paguen su bono de incentivo de jubilación. Mientras ese dinero no llegue, tiene que seguir trabajando.
El escenario mantiene tensionada a la docente. La desvela tener que volver a impartir clases presencialmente y exponerse a un ataque.
El otro día le tocó ir a votar a un colegio técnico en Macul. Un recinto sin la excelencia académica del antiguo Instituto, pero con salas sin vidrios quebrados, ni rayados, ni basura.
Ese día, Patricia Beltrán pensó algo que hasta hace poco le parecía imposible.
“Me dio envidia no tener un colegio como ese”.